domingo, 29 de abril de 2018

Las víctimas del marqués de Pombal

Por Gustavo González

Es más que el jefe de gabinete. Tiene fama de gestionador exitoso, cruzado contra el viejo orden y promotor de racionalizar el Estado. También, de no tolerar a quienes piensan distinto y de que lo único que lo desvela es que su jefe reine en paz. El no desmiente nada. Ni siquiera la acusación de ser el promotor de una feroz cacería humana.

El marqués de Pombal fue el primer ministro que reconstruyó Portugal en apenas un año, tras el terremoto de 1755. Se hizo célebre por eso y por lo que se llamó el Proceso de los Távora. Ocurrió después de un intento de asesinato contra su rey, José I, delatado por su amante, Teresa Távora. Ella provenía de una familia que disputaba la corona de José, junto a los Aveiro.

En pocas horas, Pombal mandó a ejecutar a los supuestos criminales. Después, lo hizo con la amante del rey, el marido, hijos, yernos, nietos, criados y curas cercanos. Destruyó sus propiedades y echó sal para que nada más creciera allí. Todavía hoy, en los palacios portugueses se ven los espacios borrados que alguna vez mostraron frescos de los nobles de las familias Távora y Aveiro. Su estrategia fue castigar y que se note. Para que nadie más se metiera con su rey. Ni con él.

Macripeñismo. Marcos Peña parece en las antípodas del despotismo ilustrado que representó Pombal. O del autoritarismo democrático de la era K. Dialoguista, respetuoso de las formas y anfitrión de dirigentes de distintas tendencias, hace que todos los que lo visitan se vayan con el mismo sentimiento: bien tratados y con las manos vacías.

Pero el inmenso poder que le cedió Macri y la determinación para castigar a quienes “no trabajan en equipo” (Prat-Gay), “tienen mucho ego” (Melconian), “se quieren cortar solos” (Sturzenegger) o son “inestables” (Monzó), hace que muchos lo vean como un marqués de Pombal posmoderno. Sus adversarios internos y externos formaron un club que crece y se activa cuando tiembla la política o la economía. Ahora, lo tienen en la mira.

Uno de sus miembros, que está convencido de que fue despedido del Gobierno por su culpa, lo compara con López Rega. Aclara que es con humor: “El, junto a Lopetegui y Quintana, entorna al Presidente, parecido en ese sentido a lo que hacía el ‘Brujo’ con Perón. No saben nada de economía ni dejan que aparezcan voces discordantes. Conozco a Macri y sé que éste no es el verdadero Macri. Este no hace lo que el verdadero Macri quisiera hacer”.

Algo de razón tiene el ex funcionario PRO. Por lo menos en cuanto a que sin Peña, Macri sería otro.

El jefe de gabinete proviene de un sector económico diferente al del Presidente (el departamento en el que vive lo demuestra). No tuvo empresa familiar en la que trabajar y su única experiencia laboral, antes de ser legislador, fue en un centro de investigación de políticas públicas, el Cippec y como voluntario en Poder Ciudadano. También su formación es diferente. Es licenciado en Ciencias Políticas. Su padre es un experto en comercio exterior y su esposa es periodista.

Peña le aporta una sensibilidad que Macri no la trae de fábrica. Modera el impulso de un hombre más preocupado en alcanzar un objetivo que en medir sus consecuencias. Pero en el intercambio, él suaviza a Macri y Macri lo endurece a él. Lo que queda es el macripeñismo que nos gobierna.

Acusaciones cruzadas. Por ejemplo, sin Peña interactuando entre Macri y Bullrich, la política de seguridad sería aún más controvertida. Y a la primera represión de diciembre en el marco del debate jubilatorio, le habría seguido otra igual de brutal. Con su intervención (y la de Larreta) se decidió reemplazar a las primeras fuerzas de seguridad por policías metropolitanos que se dejaron correr por manifestantes. “Eso fue cosa de ellos”, reconoce el Presidente señalando socarronamente a su jefe de gabinete. Como diciendo: “Si fuera por mí, hubiera sido diferente”.

Desde afuera, las víctimas del marqués lo ven distinto. Los socios de Cambiemos lo hacen responsable de inflexibilidad política para negociar, cerrarles espacios en el Gobierno y llenarle la cabeza al Presidente hasta echar a los que no piensan como él. Su última víctima fue Monzó, pero afirman que eso sintetiza su desprecio por todo lo que suene a política tradicional.

El mismo Monzó acusa a Peña de no saber hacer política y de una falta de sensibilidad para reconocer las necesidades del otro y armar acuerdos. Cree que en lugar de usar los triunfos electorales para generar una base más amplia, los usa para encerrarse. Y algo más: lo acusa de anticiparle a los medios su partida de Diputados el próximo año.

Desde Jefatura de Gabinete responden que eso lo venía difundiendo el mismo Monzó. También dicen que nunca dejaron de estar al tanto de las duras críticas que el jefe de su bancada no se privaba de hacer entre propios y extraños: “Emilio siempre fue muy inestable. Estuvo con Néstor, con Solá, con De Narváez. Nunca pudo superar que perdió la territorialidad política sobre la provincia de Buenos Aires en manos de María Eugenia”.

Algunos radicales coinciden en privado con Monzó. Desconfían del PRO casi tanto como el PRO desconfía de ellos. El día que el presidente del radicalismo, Alfredo Cornejo, fue a la Rosada a pedir un replanteo por el aumento de tarifas, llegó notoriamente molesto. Venía en el auto dándole un reportaje a Marcelo Longobardi y sintió que el periodista lo criticó por demagógico. Juran los que participaron de la reunión junto a Macri y Peña, que Cornejo los acusó de que a Longobardi lo mandaba el Gobierno. Así de delirantes están las cosas.

Los estrategas del PRO aseguran que los radicales desconfían porque “no pueden creer que no se usen los métodos que la vieja política siempre usó”, ejemplificando con la escena de un senador radical dando clase en Balcarce 50: “Para gobernar y aprobar leyes, los votos del interior se compran, ¡se compran!”, dicen que explicó.

Olor a sangre. Cambiemos es una prueba de laboratorio a la que desafía la historia para demostrar que una fuerza no peronista es capaz de: 1) ganar una elección, 2) mantener la gobernabilidad, y 3) concluir el mandato.

El macripeñismo quiere demostrar, además, que es capaz de pasar al siguiente nivel: 4) recuperar la economía, 5) ser reelecto en 2019, y 6) ceder el poder a otro mandatario PRO.  Estas últimas semanas prueban que cumplir con el nivel 4 no estaría siendo fácil. Sin ese requisito, toda la estrategia oficial corre peligro.

La incertidumbre provoca heridas; las heridas, sangre y la sangre, excitación. En momentos como éstos, eso es lo que sienten los viejos habitantes del poder, incluso los que son socios de la coalición gobernante.

También inquieta a cierto establishment empresario y mediático, que apostó –como siempre– a ser oficialista hasta obtener del oficialismo todas las ventajas posibles.

Unos y otros, hoy le pusieron el ojo a este político joven que se volvió canoso en el poder y al que señalan como el impiadoso verdugo del modelo M. Pero saben que Peña es Macri. Solo que con Macri no se atreven. Por ahora.

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