viernes, 27 de abril de 2018

Contra el fútbol

La "mano de Dios"
Por Javier Cercas

Aunque parezca mentira, hubo un tiempo no tan lejano en que estaba mal visto que los escritores escribiéramos sobre fútbol: el fútbol era el opio del pueblo, una variante del panem et circenses, una abominación del diablo, en el mejor de los casos un pasatiempo para zoquetes. 

No obstante, gracias al denostado espíritu lúdico de la posmodernidad y a la valentía de unos pocos iconoclastas que se insubordinaron contra aquel papanatismo —pero también gracias a la ley del péndulo y a nuestra acreditada vocación borreguil—, desde hace tiempo ocurre lo contrario: algunos de nuestros mejores escritores son expertos analistas y escriben libros sobre fútbol, muchos tenemos el atrevimiento de dedicarle de vez en cuando un artículo al tema y, ya sea por placer, por ánimo gregario o por temor a ser tachado de inculto, nadie se pierde el partido de los domingos. Así las cosas, todo indica que el sacrílego que incurra en la temeridad de hablar mal del fútbol y publique, por ejemplo, una columna titulada Contra el fútbol puede dar por seguro que será lapidado en plaza pública.

Pero lo cierto es que nunca estuvo más justificado que ahora decir pestes del fútbol. Y no, no me refiero sólo a lo que rodea al fútbol. No me refiero a la corrupción oceánica que lo sumerge, comparada con la cual la corrupción política es de risa: en el fútbol roban los directivos, los intermediarios y los futbolistas, todos ellos jaleados por una hinchada feliz (Tots som Messi) de que unos multimillonarios mayormente analfabetos les roben a manos llenas, robando al fisco. Tampoco me refiero a la violencia: ni a la verbal, que envenena los estadios de insultos (racistas o no), ni a la física, que asola barrios enteros a manos de hordas de hooligans especializados en triturar lo que se ponga por delante. No: me refiero al fútbol en sí. Un periodista italiano me contó una historia. Ocurrió en el verano de 2006, justo después de que Italia le ganara a Francia la final del Mundial de Alemania, cuando visitó su periódico Marco Materazzi, el defensa de la selección italiana. Todos ustedes recuerdan a Materazzi; todos recuerdan lo que hizo en la prórroga de aquella final: insultar a Zidane hasta que, fuera de sí, la estrella francesa le pegó un cabezazo marsellés, lo que provocó su expulsión y decidió la final. “Por la redacción de mi periódico han pasado premios Nobel, presidentes de Estados Unidos, el Papa”, remató el periodista. “Pero sólo el día en que la visitó Materazzi se paralizó por completo”. Esto es el fútbol actual: un deporte donde, tanto o más que a los héroes, se vitorea a los villanos. No exagero un ápice. En el Mundial de México, en 1986, Maradona le metió un gol a Inglaterra con una mano clamorosa, que el árbitro no vio. ¿Alguien le afeó la jugada al futbolista argentino? ¿Pidió disculpas por ella? Al contrario: se la atribuyó a “la mano de Dios”, expresión que ha pasado a la historia como una de las mayores hazañas balompédicas del hombre más hábil que se ha visto con un balón en los pies. ¿Y qué decir de aquella imagen de José Mourinho, entonces entrenador del Real Madrid, metiéndole un dedo en el ojo ante el mundo al segundo entrenador del Barça, Tito Vilanova? ¿Se le prohibió a Mourinho que volviera a entrenar un equipo de fútbol? ¿Fue objeto de una reprobación general? Quia: se celebró su machada, y ahí sigue, el tío, acumulando prestigio y millones, convertido en un icono futbolístico, en un modelo para todos.

Son sólo tres ejemplos: podría alegar miles; no se trata de anécdotas aisladas: se trata de la categoría, de lo que ahora mismo define al fútbol. En deportes que todavía son deportes, como el tenis —me dicen que el golf es igual—, estas bajezas son inimaginables. En el fútbol, al menos en el fútbol profesional, no: allí, cualquier noción de juego limpio, de respeto a las reglas y al rival parece ridícula, desfasada y nociva, hasta el punto de que la expresión “futbolista noble” amenaza con convertirse en un oxímoron, en una contradicción en los términos o en un sinónimo de mal futbolista, de esos que ningún entrenador quiere en su equipo. En cuatro palabras: que les den morcilla. 

© El País (España)

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