jueves, 15 de febrero de 2018

Cuando la muerte no es una pena

Por Martín Caparrós
Todo empezó con una escena de película mala, pesadilla peor. Frank Wolek, de 54 años, turista estadounidense, caminaba una mañana por una calle de la Boca, barrio de Buenos Aires, cuando dos adolescentes lo asaltaron, trataron de robarle, se enfurecieron con su resistencia, lo acuchillaron muchas veces. Los ladrones se escaparon, cada cual por su lado; uno se llamaba Pablo Kukoc, de 18 años, y se llevaba la cámara de fotos hasta que tres vecinos lo interceptaron. 

Entonces apareció Luis Chocobar, policía de otro distrito, que salía de su casa. Se acercó, gritó algo, le metió dos balazos: “Disparé porque se venía contra mí y tenía miedo…”, diría después.

El turista tenía una cuchillada en el corazón pero se salvó; el asaltante, dos balas que le entraron por la espalda y se murió. El policía quedó detenido; después se quejaría de que en el calabozo tuvo que dormir en el suelo. Cuando salió, pendiente de juicio, el presidente Mauricio Macri lo recibió en la Casa Rosada y le dijo: “[estoy] orgulloso de que haya un policía como vos al servicio de los ciudadanos; hiciste lo que hay que hacer, que es defendernos de un delincuente”. Al otro día se filtró una grabación de cámaras de seguridad: mostraba que el asaltante corría para escapar y el policía lo persiguió y le tiró de atrás.

La polémica arreció. La madre de Kukoc, Ivonne, dijo que lo de su hijo había sido “una pena de muerte sin juicio” y pidió una audiencia con Macri: quería preguntarle, dijo, “por qué felicitó a una persona que mató a otra persona”. Las madres de las víctimas tienen su lugar en la historia y la sociedad argentinas. Pero el presidente no la recibió y su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, salió a decir que “el agente Chocobar actuó en cumplimiento del deber policial […], persiguió al delincuente hasta hacer cesar el delito con el objetivo de que esa persona no agreda y mate a otro”. Va de nuevo: “Con el objetivo de que esa persona no agreda y mate a otro”. Y su ministerio, dijo, lo ayudará en su defensa legal.

La inseguridad suele aparecer en las encuestas como la primera preocupación —o la segunda, detrás de la inflación— de los argentinos. Su gobierno actual acusa a su gobierno anterior de haber sido blando con los delincuentes —de haberles dado demasiadas garantías jurídicas, de no haber cuidado a sus fuerzas represivas— y, cada vez más, anuncia y muestra que no hará lo mismo. Está convencido de que sus votantes lo esperan, y el que lo dice más claro, como suele pasar, es el señor Durán.

Jaime Durán Barba es un curioso personaje: sociólogo, ecuatoriano, setentón, hedonista, parlanchín, polémico, lleva casi quince años asesorando a Mauricio Macri, y muchos lo consideran la clave de su ascenso. Tan Jekyll como Hyde, por un lado arma estrategias propagandísticas donde cada palabra está pensada al detalle y, por otro, presume de sinceridad brutal. Hace cuatro años, por ejemplo, el entrevistador de una revista le preguntó por el difunto presidente Chávez y él dijo que era “un retroceso a la época en que los presidentes eran dioses y resulta muy incómodo un presidente así”. “Pero Chávez tuvo un nivel de aprobación altísimo”, le contestó el periodista.

Y Durán Barba retrucó:

—Sí, como Hitler. Tuvo un enorme nivel de aprobación y no significa que fue un gran gobierno. Hitler tuvo una aprobación mayor que la de Chávez, 90 por ciento.

—No son comparables.

—¡No! ¡Hitler era un tipo espectacular! ¡Era muy importante en el mundo!

—¡Pero mató a seis millones de judíos!

—Y este expulsó a la mitad de los judíos de Venezuela. ¡Ojo, ojo!

La semana pasada el hombre que dice lo que otros solo piensan explicó la situación en un programa de radio: “Hemos medido la angustia de la gente frente al delito. Hay mucha gente, sobre todo en los sectores populares, que siente que no puede salir de su casa, que la matan cuando va a comprar algo a la esquina, barrios que están sitiados por los delincuentes”. Durán hablaba de un hecho innegable: en la Argentina, en los últimos 32 años, el delito creció diez veces más que la población; para sorpresa de sus dirigentes, que construyeron un país más desigual y más excluyente creyendo que tendrían sus ventajas, pero no sus peligros.

Durán hablaba, también, de esos sectores —“populares”— a los que su gobierno no parece favorecer, sectores tocados por la crisis económica permanente, sectores que su gobierno debe atender de algún modo. “La gente lo que pide es que se reprima brutalmente a los delincuentes. Yo no estoy de acuerdo, pero hemos hecho encuestas en Argentina, en México, en Brasil y la inmensa mayoría de la gente quiere la pena de muerte”, remató.

Durán Barba es el exponente más visible y exitoso de eso que he llamado la democracia encuestadora.

La política solía consistir en grupos de personas —los llamados partidos— que se unían porque tenían una idea común sobre cómo debía ser su sociedad. Entonces se organizaban para tratar de convencer a muchos más de que esa forma era mejor e intentaban realizarla por los medios que imaginaban convenientes —elecciones, insurrecciones, guerras—. La democracia encuestadora consiste en personas que no tienen más proyecto que el poder y, para conseguirlo o mantenerlo, creen que lo mejor es averiguar, por medio de encuestas, qué pretenden los electores y adaptarse a eso. Su actividad principal consiste en estudiar esas encuestas y decir lo que les dicen que su público espera oír: un círculo bastante vicioso.

La pena de muerte —que Durán Barba ha vuelto a poner en el tapete— es uno de los últimos bastiones que resisten a la fuerza de la democracia encuestadora. La pena de muerte da bien en las encuestas: la mayoría de nuestras sociedades se muestra a favor. Y, sin embargo, hace más de quince años que el único país del continente que mata reos es Estados Unidos. Lo cual cuestiona a la democracia encuestadora o, incluso, a la definición básica de la democracia: el régimen en que se hace lo que quiere la mayoría.

La pena de muerte es una feliz excepción, un límite de la razón democrática: la defensa de un principio por encima de la voluntad mayoritaria. Es saludable —no parece haber nada más repelente que un Estado que mata—, pero extraño: ¿quién tiene el privilegio, quién se arroga el derecho de decidir qué está por encima de esa voluntad y qué no? ¿Qué otras cosas podrían decidir? ¿Qué pasará cuando algún partido de América Latina argumente que la mayoría de la población quiere pena de muerte y que, por lo tanto, su obligación democrática es impulsarla? ¿Sería antidemocrático rechazarla si la mayoría la vota? ¿Para ser realmente demócratas tendríamos que aceptar que el Estado mate porque el pueblo lo quiere?

Y, por fin, en voz baja: ¿es cierto que el pueblo —la mayoría— siempre tiene razón?

© The New York Times

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