viernes, 10 de noviembre de 2017

¡Oh, qué sorpresa, aquí se roba!

Por Martín Caparrós
En estos días hubo una noticia bomba: nos enteramos de que los muy ricos son muy ricos y quieren ser más ricos todavía y no piensan detenerse ante nada para serlo. La noticia fue tapa de todos los diarios: un consorcio de periodistas contó que había accedido a más de 13 millones de archivos de Appleby, una vieja compañía financiera —Bermudas, 1898— especializada en offshore legal services. Lo cual podría traducirse como “servicios legales fuera de las costas” si no debiera traducirse como “servicios legales fuera de las leyes”.

La noticia, por supuesto, no es que existan esos refugios para el dinero gris: todos lo sabemos, aun si no sabemos bien cómo funcionan, porque su principal característica consiste en ocultarlo. Esos refugios son la obra de batallones de expertos contratados por los grandes capitanes del sistema para encontrar las mejores maneras de burlar al sistema. A veces no son ilegales; otras sí. Y son, siempre, truquitos que ofrece el capitalismo globalizado para pagar menos impuestos: para defraudar a tu Estado —a tus compatriotas— birlándole lo que les debes.

En castellano los llaman paraísos fiscales. Es, antes que nada, un error: una mala traducción del inglés haven —refugio, cala— que algún ignaro transformó en heaven —cielo, paraíso— y que se fue imponiendo. Y es curioso: si el paraíso original es un invento de los poderosos para que todos sigan las reglas que ellos fijan, el paraíso fiscal es un invento de los poderosos para no seguir las reglas que ellos fijan.

Esos refugios-paraísos muestran su fuerza y su debilidad: que pueden esconder sus dineros, que deben esconderlos. Son el mejor ejemplo de la desigualdad: que los que más tienen tienen más posibilidades de escapar a la ley.

Pero nada de todo esto debería ser noticia: lo sabemos. Gabriel Zucman, economista de Berkeley experto en el asunto, calcula que el 10 por ciento de la riqueza del mundo está escondida en los diversos paraísos, y que el África sola pierde, cada año, unos 14.000 millones de dólares en impuestos impagos: tantas escuelas, tantos hospitales. También dice que el 45 por ciento de los beneficios de las multinacionales se derivan a paraísos donde no pagan impuestos: unos 720.000 millones de dólares en 2015. Y eso no es una noticia: es lo que pasa todo el tiempo.

La noticia de los Paradise Papers —o Papeles del Paraíso— fue, si acaso, que entre los dueños de ese dinero gris estaban los ministros de Finanzas de Argentina y Brasil, el de Comercio estadounidense, el presidente colombiano Santos, el cantante humanitario Bono y la cantante casi humana Madonna, las reinas de Inglaterra y de Jordania, la novia del exrey de España, los virreyes Slim y Soros, Apple, Facebook, Nike, McDonald’s, Siemens y compañía limitada. Y que juntan, entre todos, unos 10 millones de millones de dólares. Y tampoco es realmente una noticia: los muy ricos usan esos trucos y si alguien no lo sabe es porque no quiere saberlo.

(Aunque queda peor cuando ocupan un cargo: es feo que alguien que debería custodiar el bien público utilice los mejores recursos que el dinero puede pagar para trampear a ese bien público. O, dicho de otro modo: que se gaste o se haya gastado fortunas en asesores que le dirán cómo evadir los impuestos del Estado que maneja).

Los Papeles del Paraíso también ponen en escena el funcionamiento y las funciones de la información. Nos cuentan algo que ya sabíamos, aunque no supiéramos detalles. ¿Qué hacemos con eso? Quizás indignarnos un rato. O aliviarnos con la ilusión de que nadie está completamente a salvo de que lo denuncien. O regodearnos pensando en la —relativa— desazón de los denunciados.

O quizá sirva para recordarnos que no hay autoridad global que pueda o quiera controlar las grandes fortunas globalizadas, escondidas en sus paraísos, y que todo va a seguir igual pese a estos pequeños contratiempos. O para que no olvidemos que no tenemos ni idea de cómo funciona realmente el capitalismo global: que a veces intentamos espiarlo pero a lo sumo vemos, de tanto en tanto, por el ojo de la cerradura, esa ínfima porción que ya sabíamos.

A veces el periodismo saca por un momento a la luz pública eso que todos sabemos pero tantos deciden no ver. Entonces algunos poderosos no tienen más remedio que reaccionar un poco: esta semana, por ejemplo, el ministro de Economía de Francia, Bruno Le Maire, propuso a sus colegas europeos sanciones contra los paraísos. Hay una escena de Casablanca en que el capitán Renault, que acaba de ganar con trampas mucho dinero en la ruleta del Rick’s Café, necesita una excusa para cerrarlo. Entonces, con cara de matrona ofendida, dice: “Oh, qué sorpresa, aquí se juega por dinero” —y ordena la clausura—.

El periodismo es un engranaje necesario de este juego hipócrita: el que obliga a los gobiernos a decir, cada tanto, “Oh, qué sorpresa, aquí se roba”, y hacer como si fueran a hacer algo. Es cierto que los Estados pierden mucho dinero pero lo ganan los hombres que suelen manejarlos. También por eso es improbable que lo hagan, a menos que los obligue un clamor incontenible. ¿Y por qué habrían de hacerlo? Solo nos están robando —al público, a los pueblos— millones de millones, mucho más que cualquier impericia, que cualquier corruptela.

© The New York Times

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