viernes, 29 de septiembre de 2017

GRANDES RECHAZOS EDITORIALES

D.H. Lawrence, uno de los escritores más castigados por la indiferencia editorial.
Por Christian Kupchik

El hombre entrega el sobre y por unos minutos se siente extraño: no sabe bien cómo enfrentar la espera. La nada y la eternidad se conjugan en ese segundo en que el escritor se despoja de un original por vez primera. Revisó una y otra vez la historia, y por lo general se despide de ella convencido de que su obra cambiará la historia de la literatura universal.

Por eso, una respuesta negativa de la editorial es recibida como un eco del apocalipsis. Por lo general, la primera reacción pasa por menospreciar el criterio de los editores y luego una sombra de duda sobrevuela el cielo de la autoestima del creador, en ocasiones, incluso, con consecuencias trágicas. Aunque no en todos los casos, con demasiada frecuencia la historia se encargó de demostrar que los escritores pueden llegar a tener razón: los editores no son infalibles. Es más, algunos consiguieron cierta fama más por sus desastrosos criterios a la hora de juzgar que por sus supuestos aciertos.

Los motivos para rechazar un libro pueden ser múltiples, desde comerciales hasta ideológicos, abarcando un abanico amplio de razones de la que ni siquiera escapa cierta caprichosa arbitrariedad (la cara de un autor, un estilo, los designios de la moda literaria del momento). Ya en pleno siglo XVIII es posible detectar algunos célebres rechazos, aún cuando la edición estaba lejos de la industria actual. No obstante, una larga lista de nombres que conocerían la recompensa de la posteridad, en su momento se vio en el trance de sufrir un rechazo formal y cortés. Entre los más destacables en sufrir la afrenta figuran, entre otros, Dostoievski, Nietzsche, Pound, Gertrude Stein, Pasternak, Bataille, Anaïs Nin, Proust, Passolini y siguen las firmas.

La ceguera francesa

Uno de los pilares de la poesía moderna, L’après midi d’une faune, de Stephane Mallarmé, fue rechazado en 1876 por la revista Parnasse debido a la obstinación de Anatole France, pese a que el texto había sido solicitado por la publicación. Con el tiempo, el autor de La isla de los pingüinos habría de pagar su desafortunada decisión. Cuando Paul Valéry, que siempre consideró la obra de Mallarmé como el máximo modelo de ideal estético, en 1924 fue invitado a formar parte de la Academia Francesa debido a la muerte de France, en su discurso evitó por todos los medios nombrar a su antecesor. De esta forma, se produjo por aquel lejano rechazo una particular vendetta que involucraba a dos personajes desde el más allá: el fallecido Mallarmé se vengó del también difunto France a través del silencio censor de Valéry.

Una década antes, otro singular personaje de la vida cultural gala debió enfrentar la ofensa de un doble rechazo literario: nada menos que Marcel Proust. Sin duda, la navidad de 1912 debe haber sido la peor que le haya tocado vivir al frágil Marcel. El 23 y 24 de diciembre recibió dos cartas en que se le comunicaba la negativa a publicar el libro presentado como Le temps perdu y que se conocería más tarde bajo el título de Du côtè de chez Swann. La primer misiva era de Pasquel, el mayor editor comercial de la época, en tanto la segunda correspondía a la Nouvelle Revue Française (NRF), revista que marcó la literatura de principios de siglo bajo la dirección de Gaston Gallimard y André Gide. A pesar de la amarga desilusión, Proust no se dio por vencido y envió el manuscrito a Alfred Humblot, jefe literario del prestigioso editor Ollendorf, responsable de haber publicado a Maupassant y Romain Rolland. Pero Humblot contestó con otra carta que no evitaba la abierta humillación. Uno de sus párrafos decía: “Mi querido amigo, tal vez debo estar muerto del cuello para arriba, pero por más que me devano los sesos no acierto a ver por qué alguien necesita treinta páginas para describir cuántas vueltas da Ud. en la cama antes de dormir”.

Ni siquiera esta frase alcanzó para vencer la voluntad de Proust. Finalmente, logró publicar su obra en noviembre de 1913: una edición de 1500 ejemplares editados por la firma Grasset. Claro que el logro sólo fue parcial, ya que Proust se vio obligado a pagar la edición. No obstante, tuvo revancha. El éxito de su libro superó todo lo esperado al agotar la edición casi de inmediato y debiendo imprimir mil ejemplares más (ahora a costa de la editorial). Incluso Proust tuvo motivos para una celebración extra: la NRF reconoció su error a través de una reseña positiva publicada en sus páginas.

El dolor de ser… cerdo

En una carta del 19 de diciembre de 1919, James Joyce escribe al editor italiano Carlo Linati que Retrato del artista adolescente conoció el rechazo de casi todos los editores británicos. El mismo año, los austríacos se divertían con el original del Tractatus de Ludwig Wittgenstein alegando que no se entendía una sola palabra. Entre quienes no llegaron a comprender el alcance que tendría la obra en el futuro se incluían los editores de Jahoda & Siege, la casa más importante de Viena que, entre otras firmas famosas, tenía en su catálogo a Karl Krauss. Wittgenstein vio finalmente publicado su libro en un anuario de 1922 (curioso anuario, por lo demás) por la firma inglesa Routledge gracias a la intervención de Bertrand Russell, quien se vio obligado a escribir un prólogo introductorio.

Uno de los escritores más castigados por la indiferencia editorial fue D. H. Lawrence. El único libro que no fue rechazado fue su primera novela, La serpiente emplumada, publicada por Heinemann en 1911. Dos años después, la misma firma se negaría a imprimir tanto El infractorcomo Hijos y amantes. Así comenzó la fantástica historia de Lawrence como “escritor maldito”, fama que se prolongó hasta el final de su carrera con una interminable sucesión de problemas con editores y entes censores. El amante de Lady Chatterley fue impresa en forma privada en Florencia durante 1928. Poco después aparecería en diversas ciudades europeas bajo la forma de ediciones piratas. En 1932 Heinemann accedió a publicar una versión adaptada de la obra, que no contó con el consentimiento del autor. Las primeras versiones completas en inglés recién aparecerían por Penguin en Gran Bretaña, EEUU y Canadá entre 1959 y 1960. En los tres países trajo aparejado una gran cantidad de juicios por inmoralidad.

George Orwell tuvo el honor de ser despreciado por el gran T.S. Eliot, quien era el responsable de la casa Faber & Faber. Eliot consideró que de Rebelión en la granja sólo se podía esperar un absoluto fracaso en su intento de “criticar la actual situación política”. El mismo título fue desairado por varios editores norteamericanos que entendían que la novela no sería tan provocadora si los personajes centrales fueran humanos y no cerdos.

Otro caso notable a la hora de sumar desprecios fue el de Samuel Beckett. Murphy (1932) consiguió reunir la meritoria cifra de 42 rechazos antes de ver la luz por Routledge en 1938. Se tiraron 1500 ejemplares que demoraron una década en agotarse.

La poderosa Einaudi cometió un grueso error al refutar Aquí hay un hombre, de Primo Levi, que acabó siendo publicada en De Silva, un pequeño sello de Turín. Pronto se convirtió en un resonante éxito internacional. Lo extraño es que la responsable de aplicar el veto fue Natalia Ginzburg, cercana a la temática de la obra. Pero no sería el único error de Einaudi: también se desentendió de El Gatopardo, de Tomasso di Lampedusa (previamente rechazado por Mondadori) y Doctor Zhivago, de Boris Pasternak. Ambos libros fueron publicados en 1957 y ’58 por Feltrinelli, con un éxito tan rotundo que salvó al sello de una quiebra casi segura. Quien impidió la publicación de la primera fue Elio Vittorini, no sólo uno de los prosistas más prestigiosos de la posguerra sino también paisano de Lampedusa: los dos provenían del mismo pueblo siciliano.

Schopenhauer, una infinita lista de poetas que podría comenzar con Hölderlin, y contemporáneos como Malcolm Lowry, García Márquez o Roberto Bolaño, se suman al ejército de autores que sufrieron el desprecio de un rechazo (Cien años de soledad es un caso testigo: la publicó en Buenos Aires luego de que el editor Carlos Barral la rechazara). En sus casos se puede advertir algunas variables de finales felices, pero otros fueron más trágicos. El más conocido es el de John Kennedy Toole, quien durante siete años intentó sin suerte que alguna editorial accediera dar a luz su novela La conjura de los necios. En 1969, la respuesta definitiva llegó de Simon & Shuster: “Su libro trata sobre nada”. Era demasiado. Toole se dirigió al garaje de su casa, se encerró, encendió el motor de su auto y terminó con su vida. La madre, sin poder superar la pérdida, consiguió que la Louisiana University Press publicara la obra. El libro se convirtió rápidamente en un éxito de ventas, Toole recibió un Pulitzer póstumo que no podría disfrutar en este mundo y se convirtió en uno de los norteamericanos más traducidos del siglo XX. No fue el único caso: también el italiano Guido Morselli puso fin a sus días en 1973 abatido por el fracaso, aunque su historia tiene otro aditamento. Dos días antes de su trágica decisión, Adelphi había resuelto publicar su novela Roma sin Papa, hoy objeto de culto. Morselli nunca llegó a enterarse de la decisión.

Nadie puede suponer que sólo dos letras, apenas un NO rotundo y sencillo, fueran capaces de abrir las puertas a tanta tragedia.

El arte de errar

Christopher Cerf y Victor Navaski reunieron en The experts speak (Los expertos hablan, 1984) un compendio que reúne 1029 pronunciamientos equivocados sobre cuestiones de política, historia, ciencia y literatura. Los autores afirman en su introducción basarse en un sólido respaldo documental para cada una de las citas y dedican 41 páginas a enumerar sus fuentes. En materia literaria se pueden destacar las siguientes “visiones” de los especialistas:

Balzac
“Muestra tan poca imaginación en la invención, la creación de personajes y la trama, así como en el trazado de la pasión. El lugar de Balzac en la literatura francesa no será elevado ni considerable”.
Revue des Deux Mondes, 1856

Baudelaire
“En un siglo las historias de la literatura francesa sólo mencionarán Las flores del mal como una extravagante curiosidad”.
Emile Zola, 1867

Emily Brontë
“En Cumbres borrascosas todos los defectos de Jane Eyre (de su hermana Charlotte) se ven multiplicados por mil. El único consuelo que nos queda es que no será muy leída”.
North British Review, 1849

Lewis Carroll
“Creemos que todo niño verdadero podrá sentirse más desconcertado que fascinado por este relato árido y complicado”.
Children’s Books, 1865

Joseph Conrad
“Sería inútil pretender que estas novelas (Juventud y El corazón de las tinieblas) puedan llegar a ser muy leídas”.
The Manchester Guardian, 1902

 Charles Dickens
“No creemos en la permanencia de la reputación (…) Dentro de cincuenta años la mayoría de sus alusiones serán difíciles de comprender, y nuestros hijos se preguntarán en qué pensaban sus mayores cuando pusieron a Dickens a la cabeza de los novelistas de su época”.
The Saturday Review, Londres, 1858

William Faulkner
(Sobre Absalon, Absalon) “… donde se desinfla finalmente quien alguna vez fue considerado un talento considerable, aunque menor”.
Cilfton Fadiman, The New Yorker, 1936

Gustave Flaubert
“Monsieur Flaubert no es un escritor”.
Reseña de Madame Bovary, en Le Figaro, 1857

 D. H. Lawrence
“Mr. Lawrence tiene una mente enferma. Está obsesionado con el sexo (…) y no dudamos que será desdeñado por todos, con excepción de los corrillos más degenerados del mundo literario”.
Reseña de El amante de Lady Chatterley, en John Bull, 1928

Thomas Mann
“La novela Los Bruddenbrooks consiste sólo en dos tomos en los que el autor describe una historia insignificante de gente insignificante en una charla insignificante”.
Eduard Engel, crítico alemán, 1901

John Milton
“Su fama se ha dispersado como se apaga la vela con un soplo. Su recuerdo apestará por siempre”.
William Wistanley, 1687

George Orwell
“1984 es y será un completo fracaso”.
Laurence Brander, crítico inglés, 1954

Shakespeare
“Recuerdo que los actores mencionaban a menudo que nunca tachó una línea de ningún texto suyo. Bien podría haberlo hecho, no una sino un millar”.
Ben Jonson, 1640

Walt Whitman
“Whitman está tan desvinculado del arte como un cerdo lo está de las matemáticas”.
The London Critic, 1855

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