domingo, 24 de septiembre de 2017

Cristina Fernández y su larguísimo adiós

Por James Neilson
A los macristas no les gusta hablar de “relato” por tratarse de una palabra que a su entender alude a una modalidad política que fue patentada por los kirchneristas, pero sucede que ellos también se las han arreglado para confeccionar uno que está incidiendo en las actitudes de millones de personas. Se basa en la idea un tanto voluntarista de que una ola de cambio está atravesando el país con el resultado de que el kirchnerismo, y todo cuanto significa, está hundiéndose en el pasado, llevando consigo buena parte del movimiento peronista. 

Si bien el cambio que entusiasma a los macristas aún no ha llegado a las zonas más ruinosas del conurbano bonaerense donde muchos recuerdan con nostalgia la Cristina triunfante de hace casi seis años, cuando obtuvo el 54 por ciento de los votos y derrotó por un margen ridículo a todos sus rivales, en el resto del territorio nacional pocos fantasean con verla reinstalada en la Casa Rosada. Por el contrario, la mera posibilidad sirve para fortalecer a Cambiemos.

Parecería que Cristina comparte el consenso de que ya ha perdido por varios puntos frente a Esteban Bullrich en la provincia de Buenos Aires, de modo que no le será nada fácil repetir lo de las PASO en que aventajó al macrista por un puñado de votos. En un esfuerzo por reconquistar el terreno que, según sus propios encuestadores, ha sido capturado por el apenas visible candidato del oficialismo, ha decidido reinventarse. En aquella entrevista con el periodista Luis Novaresio en que la Cristina renovada se presentó en sociedad, no apareció la mujer combativa que bajaba línea desde la pantalla televisiva de su época de esplendor.

La Cristina nueva es mucho más dulce que la conocida hasta hace un par de semanas. Es una señora sensible que llora cuando piensa en lo malos que son ciertos sujetos en que había confiado pero que nunca jamás ha odiado a nadie, con la eventual excepción de José López, el hombre que se hizo mundialmente célebre al tirar bolsos llenos de dólares por encima de los muros de un convento en General Rodríguez. De más está decir que esta Cristina es una persona muy pero muy honesta; siempre ha declarado como corresponde al fisco todos los detalles de sus laberínticas operaciones financieras.

La imagen que está procurando proyectar la ex mandataria se asemeja bastante a la que los estrategas oficialistas creen sería la indicada para sus propios candidatos. Es como si quisiera disfrazarse de María Eugenia Vidal, la gobernadora que amenaza con tomar su lugar como la gran benefactora de los más pobres del conurbano. Se trata, pues, de su forma particular de reconocer que el cambio de clima, del que la irrupción para ella sorpresiva del macrismo fue un síntoma alarmante, podría resultar ser irreversible y que por lo tanto a quienes quieren conservar su lugar en el mundillo político no les queda más opción que la de adaptarse a tal realidad o verse consignados a un pasado que no volverá.

Para Cristina, ya es demasiado tarde para modernizarse, como dirían los macristas que creen estar derribando obstáculos para que el país pueda entrar en el siglo XXI. Mal que le pese, la ex presidenta encarna en su persona un período determinado que se vio signado por violencia verbal, clientelismo exagerado, la mendacidad, corrupción en escala industrial, promesas fatuas y un grado de irresponsabilidad difícilmente concebible. Para que nadie lo dude, todos los días surge nueva evidencia sobre el latrocinio sistemático que fue practicado por individuos vinculados con la cosa nostra kirchnerista y sobre los crímenes execrables que se cometieron bajo la égida de la señora, entre ellos el presunto asesinato del fiscal Alberto Nisman justo cuando se preparaba para denunciarla ante una omisión del Congreso por encubrir a jerarcas de la República Islamista de Irán acusados de estar detrás del atentado contra la sede de la AMIA en que murieron 86 personas.

Al propagarse la sensación, o ilusión, de que a lo sumo Cristina puede aspirar a ser jefa de un partido vecinalista cuyas dimensiones se reducirían inexorablemente en el caso de que el Gobierno lograra hacer mella en la pobreza extrema, son cada vez más los referentes peronistas que están dándole la espalda. Sergio Massa, Florencio Randazzo, Juan Manuel Urtubey, Miguel Ángel Pichetto y otros le han dejado saber que si, como es muy probable, entra en el Senado, tendrá que hacer rancho aparte porque la boicotearán los demás.

Para ellos, y para los macristas, la mera presencia de Cristina en la Cámara alta impedirá que el peronismo evolucione en una agrupación capaz de ofrecer una alternativa viable a Cambiemos, razón por la que muchos compañeros rezan para que la arquitecta egipcia, o lo que sea, se jubile cuanto antes, mientras que los hartos de vivir bajo la sombra del general esperan que siga ayudándolos por un rato más en el rol de piantavotos.

Desgraciadamente para la ex presidenta, no le será dado desempeñar el papel lucrativo de una estadista ilustre cuyas opiniones merecen respeto que, si tuviera las manos limpias, sería suyo. De funcionar mejor el sistema judicial del país, ya estaría entre rejas porque son tantos los cargos en su contra y es tan abrumadora la evidencia que los respalda que le sería imposible atribuir sus problemas con la Justicia a nada más que algunos deslices contables menores o a su desconocimiento de lo que hacían sus subordinados más notorios.

Hasta nuevo aviso, su destino dependerá más de su hipotético poder político, es decir, del apoyo de los votantes de La Matanza y otros distritos del conurbano, que de la astucia de sus abogados. Ya no puede confiar en el letargo de un sistema judicial en que, como podría asegurarle Carlos Menem, es normal que trascurran décadas antes de que políticos que cuentan con el apoyo de sus congéneres se vean condenados por sus fechorías.

En cuanto los jueces que están pisando los talones de Cristina lleguen a la conclusión de que ordenar su detención no les ocasionaría problemas insuperables, le será necesario elegir entre la cárcel y, si logra salir a tiempo, el exilio en un país dispuesto a darle refugio. Lo entienden muy bien Elisa Carrió, Graciela Ocaña, Mariana Zuvic y Margarita Stolbizer que, para extrañeza de varones que suponen que sería poco caballeresco ensañarse con una mujer, desde hace años están encabezando la ofensiva político-judicial contra la “asociación ilícita” K. Para ellas, el que Cristina esté por conseguir un escaño en el Senado no basta como para permitirle continuar en libertad.

Todo hace prever que, luego de haber ido por todo, el kirchnerismo tenga que conformarse con terminar como una secta izquierdista rencorosa más, si bien una de características que merecerían el desprecio de los seguidores de Marx, Lenin o Trotsky. Las perspectivas frente al peronismo son más difusas. Con todo, puesto que a partir del fracaso del modelo corporativista original que fue ensamblado por Perón el movimiento ha hecho de la incoherencia su principio rector, a sus líderes no debería serles difícil acompañar el cambio que está impulsando Mauricio Macri y quienes lo rodean. Lo harían con el propósito de sacar provecho de la probable voluntad ciudadana de probar suerte con algo diferente luego de cuatro, ocho o más años de ser gobernada por una coalición pragmática que, para los acostumbrados a aventuras emocionantes, es muy aburrida.

Tal eventualidad no parece preocupar a los macristas; los más lúcidos juran estar convencidos de que ningún sistema democrático puede funcionar sin que haya dos partidos o, si se prefiere, movimientos grandes que pueden alternarse en el poder. Aunque algunos han comenzado a hablar de lo conveniente que sería que su gestión durara veinte años, dicen no soñar con protagonizar un tercer, o cuarto gran movimiento histórico ni nada por el estilo.

De reformarse el peronismo para que de sus entrañas nazca una opción viable a Cambiemos, los macristas tendrían derecho a atribuirse una parte del mérito de lo que para los escépticos sería un auténtico milagro, pero antes de que algo así resultara factible, los compañeros tendrían que someterse a un baño gélido de autocrítica a fin de limitar el riesgo de una recaída en el autoritarismo del que el kirchnerismo ha sido la manifestación más reciente.

Desde mediados del siglo pasado, se han escrito tantos obituarios del peronismo que una colección completa llenaría bibliotecas enteras, pero es tan fuerte el poder de atracción del movimiento que, como sucedió con los inmortales del imperio persa, quienes abandonan sus filas se ven reemplazados enseguida por otros más jóvenes para que permanezca constante el número de compañeros.

Aunque en teoría todavía hay tantos que, de reunirse, estarían en condiciones de restaurar la hegemonía perdida, la posibilidad de que algo así ocurra es escasa. Lo único que todos tienen en común es la adhesión, sincera o fingida, a la noción de que fue merced casi exclusivamente a Juan Domingo Perón y su segunda esposa, Evita, que una multitud de pobres rezagados pudieron integrarse a la comunidad nacional. Pasan por alto el que, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, lo mismo haya sucedido en docenas de otros países sin que los presuntos responsables durmieran sobre los laureles, sino que se esforzaron por consolidar el progreso así supuesto.

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