jueves, 20 de julio de 2017

Dialéctica

Por Manuel Vicent
Según el sociólogo Bauman vivimos en un mundo de certezas líquidas, volátiles, ambiguas y contradictorias, compuestas de hechos alternativos, sin valores sólidos. Puede que esta incertidumbre básica tenga su explicación en la física moderna. Cualquier palabra hablada o escrita se materializa bien en ondas sonoras, bien en pulsiones de los dedos sobre un papel o en un teclado.

En cualquiera de estos casos la palabra se convierte en materia y por lo tanto está compuesta por partículas subatómicas regidas por un principio de la física cuántica, según el cual una cosa puede estar en dos lugares distintos a la vez, caer hacia arriba o subir hacia abajo.

Si esto es así las partículas de una palabra que transportan una verdad contienen sus propias antipartículas, que pueden trasportar también una mentira o esa manipulación emotiva que hoy se llama posverdad.

Se trata de realidades contrarias, ambas válidas y equivalentes, que coexisten y adquieren un significado u otro según el lugar en que se observan. Si se aplica esta ley cuántica al lenguaje, se entra en un universo filosófico mucho más inconsistente, volátil, incierto y ambiguo que el mundo líquido de Bauman.

Una palabra y su contraria tienen el mismo fundamento y toda la filosofía, desde Aristóteles hasta Wittgenstein, queda sin el apoyo ético que rige nuestra vida. La verdad y la posverdad, la bondad y la maldad son equivalentes en distintos y cambiantes estados. Solo el lenguaje, por sí mismo, con sus términos contradictorios, tiene valor.

Probablemente esto ha ocurrido durante los 200.000 años de historia del Homo sapiens, pero ahora en que el pensamiento se ha convertido en un ente líquido y la nueva física nos gobierna de forma inexorable es cuando los mentirosos y propagadores de patrañas se hacen equivalentes a los ángeles de la ética y de la verdad reconocidas.

© El País (España)

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