lunes, 26 de junio de 2017

Por san Juan

Por Manuel Vicent
Bañarse desnudo en el mar la Noche de San Juan, asar sardinas en la playa, prender hogueras festivas y recordar cuando de niño saltabas a través de las llamas, enviar un deseo a las estrellas y esperar que la respuesta inmediata y voluptuosa se diluya en el licor de la copa que bebes en compañía de unos amigos, oír risas y canciones en la oscuridad que te llevan a la infancia, saber que muchas parejas están haciendo el amor en el agua, contemplar tumbado en la arena el universo y perder la memoria, no desear nada, no esperar nada, pero sentirte bien, son ritos que muchos habrán cumplido la Noche de San Juan.

Tienes derecho a un momento de felicidad, pese a que en ese Mediterráneo en el que te bañas flotan también miles de muertos ahogados, y esas alegres fogatas con olor a sardina asada con que se honra a los dioses antiguos son también incendios que ahora mismo están devorando los bosques, y esos gemidos de amor que producen los jóvenes enamorados no van a impedir que en ese mismo mar el manantial de sangre prosiga manando.

Detrás de la belleza de las constelaciones, cuya armonía pitagórica te subyuga con su álgebra, existe un agujero negro como el que te engulle a menudo en los días aciagos, pero aunque solo sea por una noche nos hemos permitido el placer de imaginarnos limpios, tributarios de los dioses paganos, inundados por unas olas oscuras que en el futuro serán siempre azules y soleadas.

Pudimos soñar que esa noche habíamos encontrado el trébol de cuatro hojas, un país sin corruptos en la política, sin caimanes en las finanzas, libre de la peste del terror y de la fiebre informática.

Fiestas de verano, revuelta de hormonas adolescentes que desafía la furia del oleaje contra las rocas, esperanza de agarrarse al rabo del último cometa que pasa, viejos que sueñan amores pretéritos bajo los sombreros de paja.

© El País (España)

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