martes, 7 de marzo de 2017

Los políticos saben bien que en cinco meses se vota

Por Pablo Mendelevich
¿Cinco meses es mucho o es poco? Respuesta obvia, depende del asunto. Si se trata de llegar a Marte no parece tanto; de hecho fue lo que tardó el Mariner 6 en 1969. En la procreación humana cinco meses es más de la mitad de la dulce espera. Los economistas, personas mentalmente configuradas en unidades trimestrales, tal vez digan que cinco meses son casi dos trimestres y que después sigue un tercero en el que cabe esperar una evolución auspiciosa o bien una caída fatídica de lo que fuere; lo suyo nunca se agota.

Cinco meses para atrás (en verdad, unos días menos) Macri se estaba reuniendo en Roma con el papa Francisco por segunda vez. Y uno de los temas centrales de la política aquel octubre de 2016 consistía en ver qué ofrecería el Gobierno para desalentar la convocatoria de la CGT. a un paro nacional. Huelgan, ya que de huelgas se trata, los comentarios.

Pues bien, cinco meses es lo que falta para las elecciones primarias: son el domingo 9 de agosto. Las generales están programadas para el 25 de octubre, dentro de 232 días. ¿Falta mucho o poco?

Acá es cuando uno redescubre que la duración del tiempo depende de quién haga el cálculo, si es el que está viajando a Marte o alguien que sólo mira un puntito moviéndose en el monitor; si lleva al bebé en la panza o es un vecino de la embarazada. Para los políticos, el proceso electoral, cargado de pasión, nervios e intrigas, empezó hace rato. Ellos se hallan en estado de excitación electoral permanente, con disimulo preventivo en público. Porque los peatones tienen sus propios tiempos, su propia escala de preocupaciones, y se sabe que es mejor no interrumpirlos. Quizás este sea el momento de mayor desfase entre la agitación preelectoral puertas adentro (de los partidos, cabría decir, si hubiera partidos) y la lejanía con la que el común de las personas se prefigura esos dos domingos de invierno y de primavera en los que deberá blandir el DNI dentro de una escuela para hacer valer su derecho soberano.

Frente a los micrófonos y las cámaras los políticos hablan de elecciones "de medio término" como si éstas fueran una rutina ancestral. En realidad, las de 2017 serán apenas las sextas elecciones merecedoras de ese virtual anglicismo, importado del mismo país que Halloween, porque hasta 1994, con períodos presidenciales de seis años, teníamos (o debíamos tener) dos legislativas intermedias (una también para gobernadores), cosa bien distinta.

Nos faltan series para poder sacar enseñanzas de las "elecciones de medio término". Ya se sabe que en la Argentina la única constante electoral es que cada elección se hace con reglas o disposiciones diferentes de la anterior. Y las de este año no serán la excepción, aunque más no fuera por la probabilidad de que convivan el papel y los métodos electrónicos luego de que el peronismo se opusiera a renovar el sistema.

Lo que intensifica la ansiedad de los políticos es la creencia de que el resultado de estas elecciones marcará a fuego el futuro de los protagonistas. En términos llanos, muchos dicen que si el Gobierno las ganase quedaría habilitado para permanecer en el poder hasta 2023, pronóstico análogo, por lo exagerado, con el que asegura que si las gana el peronismo su vuelta al poder en 2019 queda asegurada.

Los cinco antecedentes (1997, 2001, 2005, 2009, 2013), ricos en singularidades, no dan pistas categóricas. Es cierto que en todas menos las de 2005 perdió el oficialismo, pero las derrotas legislativas no siempre preanunciaron derrotas ejecutivas. En 1997 Menem llevaba ocho años en el poder (Macri llevará dos). Fueron elecciones de fin de ciclo, en todo caso como las de 2013, cuando el triunfo de Sergio Massa abortó la perpetuidad cristinista, luego de diez años de kirchnerismo. Las de 2001, conocidas como las del voto bronca, fueron sísmicas: dos meses después vino el tsunami que hizo colapsar al país entero. También fueron únicas por motivos institucionales, ya que en 2001 se renovaba el Senado íntegro. La derrota de la Alianza permitió el regreso del peronismo (seis días con Rodríguez Saa, un año y medio con Duhalde) no a través del voto popular sino por la ley de acefalía. Caso extremo, Duhalde, que había perdido las elecciones populares contra De la Rúa, lo sustituyó seleccionado por el Congreso tras haber llegado a senador unos días antes en las elecciones "de medio término".

En 2005 Néstor Kirchner consiguió una proeza. Duplicó su caudal electoral (si bien la base era la más baja de la historia), al poner la interna peronista de las esposas (Cristina Kirchner versus Chiche Duhalde) en el centro de la escena. El kirchnerismo ganó a continuación las elecciones presidenciales, pero también en 2011 las ganó pese a que había perdido las legislativas anteriores (y de manera deshonrosa, cuando un empresario millonario sin demasiada carrera política -De Narváez- derrotó al propio Néstor Kirchner).

Más allá de cómo evolucione la economía, asunto crucial, si es por los antecedentes Macri corre para estas elecciones con una ventaja y una desventaja. La ventaja es que su liderazgo político, ajeno a las tradiciones peronista y radical que tuvieron todos los presidentes a partir de 1946, recorre caminos inexplorados. Su eficacia se verificó hasta ahora no sólo en las leyes que consiguió estando en minoría en el Congreso sino en la relativa paz social que logró en el primer año de gobierno, hecho inédito para un no peronista. Y la desventaja es que ya todo el mundo sabe que aunque gane las legislativas no podrá invertir la relación de fuerzas con la oposición parlamentaria. Lo cual, probablemente, lo empuje a plantear las elecciones en términos plebiscitarios. Podrá decir "vótennos, somos mucho mejores que el populismo", pero no tendría mucho sentido que pidiera el voto para obtener más bancas en las cámaras, porque un eventual triunfo impactaría en el Congreso demasiado amortiguado.

© La Nación

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