martes, 31 de enero de 2017

La llama que nos divide

Los incendios en Chile. (Foto: El Mercurio)
Por Karin Ebensperger

La peor ola de incendios que ha vivido Chile, y el actuar de autoridades y vecinos, nos mueve a reflexionar sobre qué significa ser un buen ciudadano en el siglo 21. Con las diferencias legítimas que podamos tener en todo orden de cosas, lo que debiera unirnos es la conciencia de que somos parte de un cuerpo social, de una común ciudadanía chilena, y que solo de nosotros mismos depende nuestro destino.

Lo que les pasa a algunos nos suele repercutir a todos. Esto lo expresó muy bien John Kennedy cuando dijo "Ich bin ein Berliner", refiriéndose a que hacía propio el sufrimiento de los habitantes de Berlín, rodeados por tanques soviéticos, y la necesidad de socorrerlos.

En nuestro Chile, tan azotado por la naturaleza, no podemos seguir con este ambiente de desconfianza. Urge un consenso social básico. El alineamiento espontáneo que debiera existir entre el Gobierno y la ciudadanía en casos de catástrofe no se nos da fácil. Se sospecha del Gobierno porque no reacciona rápido y con eficiencia, se sospecha de las causas de los incendios porque falta información veraz y creíble de parte de las autoridades, y todos aún pensamos en forma demasiado ideológica: que si se recurre a las FF.AA. se interpretará así, que si se nombra la palabra terrorismo se verá con intencionalidad política... en fin; los chilenos no nos damos tregua ni en medio de las catástrofes. Sentirnos todos parte del sufrimiento y de la solución nos aportaría un sentimiento de decencia, de pertenencia y de dignidad.

Pero no nos han inculcado desde niños -porque no tenemos una buena educación cívica- que somos una comunidad, que no somos solo habitantes de Chile sino ciudadanos que tenemos derechos y obligaciones hacia los demás. Bomberos y carabineros nos dan un buen ejemplo, pero en general somos un país bastante inculto en materia cívica. Recordemos que todas las religiones, filosofías y culturas incorporan la idea de la regla de oro, según la cual no debemos hacer a los demás lo que no querríamos que nos hagan a nosotros. Eso, aplicado a la política en los estados modernos, es educación cívica.

Si en las familias y en los colegios nos hablaran más de nuestro rol personal en el bien común, en el buen funcionamiento de las instituciones y en el respeto cívico, tendríamos una sociedad con más paz y confianza. Una educación cívica integral, que forme en el respeto, nos permitiría entender que ni las amenazas externas ni las inclemencias de la naturaleza nos pueden derribar, porque tendríamos arraigado un sentido de pertenencia, en vez de un sentido de sospecha hacia el prójimo.

Chile necesita urgente un programa integral de educación cívica, porque los valores imperantes en una sociedad se van forjando desde niños. De esos valores depende la estabilidad política y la dignidad de la vida en sociedad.

© El Mercurio (blogs)

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