sábado, 7 de enero de 2017

ELECCIÓN 2017 / Ataque ochentoso

El oficialismo cree en la fragmentación del PJ, como 
apostó Alfonsín. Dividir para ¿reinar?

Por Roberto García
Suele repetir Rosendo Fraga: las ingenierías electorales suelen comerse al propio ingeniero que las diseña. Vale la sentencia y, también, la curiosidad de que un hombre de esa profesión sea hoy presidente. Y, como si fuera un invento macrista, el Gobierno estimula la fragmentación del peronismo para lograr un triunfo en las elecciones de octubre. 

Es su escenario más deseado, sobre todo en la provincia de Buenos Aires, centro de una batalla que puede definir la guerra en los comicios de medio término y en las expectativas para la renovación del mandato en 2019. No es una novedad este empeño oficialista, mucho menos la estrategia: ya lo intentó el radicalismo cuando Raúl Alfonsín habitaba la Casa Rosada. No se sabe si por falta de formación, conocimiento o precariedades de la edad en los funcionarios, ni se computa este antecedente clave. Para muchos, claro, la vida empieza cuando ellos llegaron a la Casa Rosada, el parricidio no sólo implica el descarte de los mayores, también la ignorancia histórica.

Con cierto criterio matemático de curso primario, la craneoteca macrista estima que, dividiendo en tres partes el gelatinoso portento opositor, podrá atravesar sin dificultades las elecciones de medio término. Aun perdiendo votos en relación con los últimos comicios generales. Y sin necesidad de contar, hasta ahora, con un candidato atractivo en el ámbito bonaerense que atraiga multitudes (María Eugenia Vidal, quien llevará el peso de la campaña, persiste en apadrinar y persuadir a Elisa Carrió como alternativa al Senado). Una simple cuenta en la que no coinciden ciertas figuras de Cambiemos: ya se expidió al respecto Emilio Monzó y, como se sabe, la gobernadora Vidal opera en disidencia a ese proyecto incorporando peronistas de layas diversas, alejada de la pureza étnica que personifica Marcos Peña, asesorado por Duran Barba y bajo la instrucción del propio Macri. Entienden unos que, en lugar de segregar peronistas, mejor es capturarlos, cooptarlos, al revés del pregón presidencial, que se interesa en mantenerlos aislados y, fundamentalmente, divididos. A caballo de este espíritu transcurre cierta campaña de que el peronismo no deja gobernar ni permite que el adversario complete su mandato, cobra caro cualquier favor en el ejercicio legislativo, conspira contra la democracia y la alternancia. Por supuesto, hay tenebrosos episodios históricos que justifican el argumento, aunque ese relato olvida otras contingencias y estupideces que no le corresponden al peronismo.

Curiosa, por ejemplo, es la pérdida de memoria ante figuras cercanas a Macri, determinantes en tiempos de Alfonsín. Dos ejemplos, Carlos Grosso (uno de los consejeros consuetudinarios del ingeniero) y José Octavio Bordón, hoy embajador en Chile. Ambos, altri tempi, colaboraban en Socma, la empresa familiar de los Macri, y participaron en negociaciones multipartidarias para zanjar crisis políticas del momento. Al igual que Enrique Nosiglia, uno de los radicales que más fogoneó la llegada de Cambiemos. Tal vez ellos, por ejemplo, podrían aportar detalles de un encuentro –entre otros– que mantuvieron en el departamento de un allegado a Juan Perón, el controvertido empresario Jorge Antonio, quien también convocó a otros jóvenes de los dos partidos principales (Manzano, Changui Cáceres, Ruckauf) con el objetivo de organizar un frente común para otorgarle más estabilidad al gobierno que había sucedido a los militares. Entonces, por ejemplo, Grosso impulsaba una suerte de Pacto de la Moncloa y, asimilando la experiencia colombiana que sucedió al crimen de Eliécer Gaitán, una alternancia en el poder.

Por entonces, cuando Alfonsín consideraba la creación de un tercer movimiento histórico que lo siguiera a él, se desechó esa alternativa sugerida por Grosso: allí uno de sus representantes confesó que habían decidido contribuir a la campaña de Carlos Menem, un gobernador riojano que a juicio de ellos no podría acceder a la presidencia. Conviene advertir el paralelismo con la actualidad: los peronistas estaban divididos en tres franjas, la ortodoxa, la renovadora de Cafiero y la que expresaba Menem, suficiente partición opositora que le garantizaría cualquier victoria al radicalismo. No fue así y hoy en la Casa Rosada nadie parece reparar en aquel anecdotario o enseñanza en el que la familia Macri estaba tan interesada y en el que participaron colaboradores del propio presidente.

Distanciados. Prima ahora el mismo planteo por el que se inclinó Alfonsín: aprovechar la secesión peronista, el deterioro de los múltiples caciques, el engorde de los díscolos, institucionalizando por lo menos tres vertientes electorales distanciadas hasta el enfrentamiento (Cristina, Massa, Randazzo, Urtubey). Dentro de Cambiemos se observan disidencias por esta situación, Vidal –una protegida a la que le suministran todo tipo de anabólicos económicos para mantenerla en pie– encabeza su propia rebelión silenciosa contra ese aislacionismo y muchos peronistas, como los del Grupo Esmeralda que se reunieron hace 48 horas en la costa atlántica, sostienen que han empezado a enfurecerse con el Gobierno por promesas que no cumple y decisiones que no comparte. Ninguno de estos intendentes quiere ser como Massa, que pasó de preferido a enemigo sin conocerse las razones, y parecen algo ofendidos por el desdén gubernamental: ellos se ofrecían para colaborar e integrarse, no los admiten ni después de un examen de sangre. 

Sueltos como un navío errante, también se despegan de Cristina, aunque ella registre en sus distritos más adhesiones que ellos mismos. Imaginan que en marzo habrá definiciones sobre su suerte en un gobierno en el que algunos la desean presa y otros en libertad, tan contradictorios como en el trato al peronismo. Aunque más de uno piense que lo mejor para el Gobierno sería una medida como la que afecta a Milagro Sala: no es la prisión, sino la inhabilitación para competir en política.

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