sábado, 7 de enero de 2017

El hombre sin fin

No sé cómo se escribe esto para hablar 
de Piglia y no de la enorme sombra 
que deja su ausencia

Ricardo Piglia, en una imagen de 2014 en Cartagena (Colombia). (Foto: EFE)
Por Leila Guerriero

Hay sincronías dolorosas: ayer, toda la tarde, estuve repasando la entrevista que le hice a Ricardo Piglia en 2010para el suplemento Babelia de este diario. Mientras la leía, casi podía escuchar su voz, ese tono entre asertivo y dudoso, esas frases que se dirigían siempre hacia un destino preclaro pero fingiendo, por generosidad con su interlocutor, todas las dudas del mundo. 

Ahora, quince minutos después de enterarme de su muerte, no sé qué hacer. No sé cómo se escribe esto para hablar de Piglia y no de la enorme sombra que (me, nos) deja su ausencia y que al final no importa, porque todo lo que importa es él: la forma en que fue un escritor extraordinario que, en 1980 y con apenas 39 años, escribió una novela —Respiración artificial— cuyas ondas concéntricas todavía se sienten en la literatura latinoamericana; la forma en que pensó la literatura argentina; la forma en que, en los últimos años, hizo un doble salto mortal y dejó Princeton y regresó a Buenos Aires y dio clases sobre Borges ¡por televisión!; la forma en que, ya enfermo, se transformó en una máquina de escribir humana, capaz no sólo de sacar un libro tras otro dando nuevo sentido a impecables textos antiguos, sino de imponerse la tarea bestial de revisar su diario y publicar dos tomos —Los diarios de Emili Renzi—, llenos de reflexiones sobre la escritura —sobre la lucha por y con y contra la escritura, sobre los trabajos y los días— en los que se leía la lección de un maestro.

Lo conocí en 2010, cuando le hice aquella entrevista, y luego, en octubre de 2011, pasé un lunes con él en Ciudad de México cuando, regresando del Hay Festival de Xalapa, perdimos la conexión a Buenos Aires. Aquel lunes hicimos las cosas más delirantes para pasar el tiempo —fuimos a un museo de cera, a un túnel del horror, a una feria de artesanías—, nos reímos como dementes, y Piglia me preguntó cosas que yo jamás le hubiera contado a nadie y me dijo cosas sobre la escritura —sobre la vida del escritor— que jamás nadie me había dicho. Una vez lo escribí: “Piglia desplegó, con una generosidad que yo no he vuelto a ver, una trama sólida en torno al oficio de escribir, un método para recorrer distancias largas, un antídoto contra la crueldad de la escritura: un refugio”. Desde entonces, se transformó en el maestro que nunca tuve, que nunca quise, que nunca busqué. No sé si él lo sabía.

Tenía un humor infinito, una risa contagiosa, y le gustaba presentar entre sí a gente que creía que debía conocerse. Así, cada tanto, en mi casilla de correo aparecía un mensaje de alguien que decía que Piglia decía que teníamos que conocernos. En 2015, cuando Los diarios de Emilio Renzi fue elegido el mejor libro por los críticos de Babelia, lo entrevisté por mail. Con elegancia única, aún en su situación, él hacía que todo pareciera sencillísimo y en sus respuestas había una especie de energía vital, alegre: llegaban siempre repletas de bromas muy buenas, en ese estilo suyo que mezclaba la erudición y las orillas del lenguaje. Esa vez le pregunté si la enfermedad no interfería en su estado de ánimo para producir. Me respondió: “He seguido trabajando, con ayuda. Hay muchas cosas que ya no puedo hacer, pero puedo seguir leyendo y escribiendo como siempre, sin que eso sea un juicio de valor. Estoy de buen ánimo porque sigo dándole poca importancia a la realidad”. Mucho antes de eso, en 2010, cuando lo conocí, hablamos de la sensación que queda después de terminar una novela. Él acababa de escribir Blanco nocturno y me dijo: “Uno se queda medio vacío y también con una sensación extraña, en el sentido de que algo que era un centro en la vida de uno, algo que estaba vivo, algo a lo que se podía volver, ya no está. Y cuando eso se termina hay algo que se cierra”. Después agregó: “Pero igual estoy muy contento”. Hay cosas que eran un centro en la vida de uno, cosas que estaban muy vivas y a las que se podía volver. Cosas que ya no están. Y cuando eso se termina hay algo que se cierra. Y eso es algo horrible y triste.

© El País (España)

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