domingo, 11 de diciembre de 2016

Un Waterloo donde sólo gana Cristina

Por Jorge Fernández Díaz
Los griegos concebían la enfermedad como un castigo a la desmesura. La gran enfermedad argentina consiste precisamente en una larga cadena de ciegos y espectaculares excesos a izquierda y a derecha. Nadie sabe a ciencia cierta si una democracia republicana, basada en un respetuoso centrismo de sentido común y sostenida en el tiempo, logrará finalmente sanar esa terrible afección. 

Está probado, por lo contrario, que los bandazos de la desmesura nos condujeron a este fracaso estrepitoso y a una increíble decadencia económica y social que es motivo de estudio en distintas universidades del mundo. La estructura ideológica de las mayorías, producto de ese oscuro magisterio político, es hoy un galimatías de contradicciones y de autodestrucción. Los encuestadores a sueldo del peronismo afirman que el 60% de la población se aferra a la idea de un Estado omnipresente, pero el economista Enrique Szewach demuestra que ese deseo no conecta con la necesidad de financiarlo: una porción significativa del pueblo rechaza a la vez el aumento de impuestos, el recorte de gastos públicos, el incremento del endeudamiento externo y la suba de la tasa inflacionaria. Quiero curarme la neumonía, pero repudio cualquier fármaco y a todos y cada uno de los médicos y tratamientos que me propongan. El Gobierno gastó más de 50.000 millones de dólares en la normalización de la economía estancada y pervertida que nos legó la arquitecta egipcia, esperando por supuesto resultados inmediatos, relampagueantes. Es tan absurdo el pensamiento mágico que nos trajo hasta este colosal descalabro como este flamante sentimiento según el cual rebotar y salir adelante se torna sencillo e inexorable. De esta superstición participan por igual oficialistas, opositores y notables miembros del establishment empresario y mediático. Practicamos todos juntos una cultura impaciente y milagrera, fruto de años de miedo y desmesura.

Intelectuales críticos como Juan José Sebreli y Beatriz Sarlo son igualmente lapidarios con el peronismo, pero discrepan en un punto fundamental. Para Sebreli, el kirchnerismo es apenas una "rama podrida" del tronco peronista, que se eleva como el verdadero peligro para nuestro país. Según Sarlo, en cambio, el peronismo es un hecho tan inevitable como lo sigue siendo Borges para la literatura vernácula. Tiendo a creerles un poco a los dos, pero entiendo también que no es posible concebir un nuevo sistema de partidos políticos que excluya al partido de Perón. Lo que está en juego en la Argentina es una nueva forma de la democracia, que contenga las distintas pulsiones de la patria y que reconstruya un bipartidismo virtuoso. Que a una coalición no peronista le corresponda una coalición espejo que la controle, que anule el eterno sueño hegemónico y que en la alternancia, sea capaz de acordar políticas de Estado a veinte años. Sergio Massa se encaminaba a ser el macho alfa de esa nueva manada, cuya renovación giraba en torno a la utopía de republicanizar un movimiento creado justamente para boicotear a la República. Margarita Stolbizer lo acompañaba en esa novedosa aventura: no es improbable que ella haya acusado un cierto escalofrío al ver cómo su socio armaba una foto para darle un protagonismo desfachatado a Axel Kicillof, responsable directo de la implosión del modelo nacional y popular, y a Héctor Recalde, hoy valiente defensor de una reducción de Ganancias que jamás le exigió a la Pasionaria del Calafate, a quien no se atrevía ni siquiera a mirar a los ojos. Margarita lucha denodadamente para que la jefa de Kicillof y Recalde vaya presa y para que el kirchnerismo pague sus tropelías en la Justicia. El pacto de Massa con Máximo Kirchner no puede menos que inquietarla; la historia reciente demuestra que las banderas más hermosas se pueden manchar.

La madre de Máximo es la única ganadora de todo este Waterloo. Conduce un sector destituyente que presume de revolucionario, con sede en Puerto Madero y Comodoro Py, pero también en una Santa Cruz esperpéntica e incendiada; su facción persiste en encarnar el "antisistema" y va adoptando cada vez más el lenguaje de los boletines trotskistas. Quebrar el bipartidismo en ciernes es su objetivo central, porque condenaría el "proyecto" a la banquina de la historia. Su acuerdo con Massa resultó, por lo tanto, ciertamente efectivo: perjudicó a un mismo tiempo a las dos cabezas de esta inédita entente política, el señor de Olivos y el amo de Tigre. Y constituyó un presente único para Jaime Durán Barba, que cumplía años ese mismo día y que añora unificar las "caras del pasado", victimizar a Macri, descalificar a Massa y alentar la candidatura de Cristina.

El episodio es un punto de inflexión con pronóstico reservado. Y contiene en sí mismo todos los genes del caranchismo, que estuvo tan en boga durante este año de gobernabilidad comprada. Los "caranchos" perdonan impuestos, crean mayores gastos, cambian las reglas de juego y asustan a los inversores. Para luego salir a denunciar el aumento del déficit fiscal, el crecimiento de la deuda externa que se requiere para sostenerlo, la inflación que crece por no poder reducirlo, la sequía de inversores que ellos mismos ahuyentan y la tardanza en que la economía repunte tras haber presionado con esta verdadera catarata de populismo recesivo.

Por primera vez en estos doce meses, alguien en la Casa Rosada utilizó la palabra "escarmiento". Veinticuatro horas más tarde, el ubicuo gobernador de Chubut advirtió: "Comienza a operar la disciplina de la chequera, los llamados telefónicos y el retaceo de fondos". ¿Es un caso aislado o esto implica un giro en Balcarce 50? ¿Hay que decodificar el enojo oficial como el fin de la era del buenismo y la corrección? Asevera un hombre clave del Presidente que cancelaron la agenda parlamentaria para recuperar libertad e independencia, pero que eso no significa marchar hacia una estrategia de látigo. "Creemos en el consenso de verdad -jura-, y cuando se une el peronismo nos parece más un síntoma de debilidad que de fortaleza. Además, todos juntos espantan, y los piantavotos le hacen un tremendo daño a los competitivos."

El "petit comité" de Cambiemos no quiere, ni siquiera en esta hora de broncas y caníbales, apartarse de un cierto liderazgo herbívoro, puesto que ése fue precisamente el mandato reparatorio que recibió de las urnas. Durante todos estos meses y con el objeto de argumentar a favor de un fatal gradualismo, inconscientemente el Gobierno nos recordó día tras día su debilidad. Y en épocas de crisis, a los débiles se los comen los caranchos. Hoy pocos creen que tenga algún costo vapulear al jefe del Estado, encerrado en la paradoja de no poder fortalecer la autoridad presidencial sin ser acusado de autoritarismo. Si cede todo el tiempo, Macri es asimiliado a De la Rúa, y si se pone duro es comparado con Néstor. Si muestra los dientes, se lo denuncia a la OEA, pero si adopta una posición pacifista lo amenazan en los pasillos y lo acosan en las duchas. La Argentina es una cárcel con las puertas abiertas.

El oficialismo conserva, a pesar de todo, tres armas que sus rivales envidian y temen: la imagen, la caja y el Estado. Es más fuerte de lo que incluso se percibe a sí mismo, y la encrucijada del peronismo resulta por ahora más difícil que darle una pastilla a un gato. Tal vez, justamente ese empate permita reencauzar un sistema político que pueda derrotar nuestra histórica enfermedad: la desmesura. Que como decía Quevedo, es el veneno de la razón.

© La Nación

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