sábado, 24 de diciembre de 2016

El país se fue deslizando hacia un cogobierno

Por Jorge Fernández Díaz
La prédica cristiana, que aunque algunos no lo crean tiene más años que el peronismo, asevera que la debilidad puede ser una fortaleza. Un cierto dramatismo de fondo nos acompañó silenciosamente durante todo este primer año: miles y miles de argentinos hemos aguantado la respiración mientras el equilibrista inexperto y descalzo hacía su número sobre el alambre caliente y sin red. 

De esas mismas alturas otros equilibristas cayeron aparatosamente y se rompieron la crisma, y las consecuencias resultaron nefastas para el país entero: desde 1928 ningún gobierno no peronista logra completar en tiempo y en forma su mandato, y el asunto no es de ningún modo ajeno a la larga y espectacular decadencia nacional ni al colosal fracaso de estos últimos años: la Argentina del partido único que siempre venía a salvar a la patria nos hundió en desigualdad estructural y en corrupción sistémica. El último episodio sobre el alambre caliente, que hace 15 años exactos mezcló inepcia con conjura, derivó en la mayor hecatombe; varios caciques importantes de las organizaciones sociales se lo reconocieron hace poco a Carolina Stanley: "Aprendimos que el 2001 no fue negocio para nadie". En verdad, lo fue para varios empresarios que luego licuaron sus deudas en dólares, pero la inmensa mayoría sufrió esa catástrofe de múltiples irresponsabilidades y de secuelas todavía vigentes. Como sea, Macri es el nuevo equilibrista, y por ahora el gran público reza para que no resbale y para que no le entren las balas que algunos francotiradores le disparan desde los palcos. Su condición de dirigente no peronista, sumada a la inexperiencia de su partido municipal y a la fragilidad que proviene de convivir con un populismo culturalmente enquistado, de tener viento internacional de frente, de ser hijo enclenque del ballottage y de estar preso de una minoría legislativa, opera sobre todos como un gigantesco atenuante que disculpa los errores de su primera temporada. La oposición, que pretende borrarse el estigma destituyente, siente remordimientos cuando lo deja irresponsablemente a la intemperie, y el ciudadano de a pie se arma de paciencia y le perdona por el momento los magros resultados de la economía. Ese miedo subterráneo (hasta Bergoglio dice ahora: "Cuiden a Mauricio") resultó así un paradójico escudo para Cambiemos: casi nadie quiere que el equilibrista caiga; la debilidad fue su principal fortaleza. También el hecho de que existe unanimidad acerca de que le ha tocado pagar la fiesta: más allá de demagogias mediáticas, todos saben en la intimidad que el ajuste no lo produce quien lo ejecuta, sino quien con su impericia y desaprensión lo hizo imprescindible. El cristinismo, que tiene la vanguardia incendiada (Venezuela) y la retaguardia quebrada y destruida (Santa Cruz), es el responsable del calvario que hipócritamente denuncia.

El problema es que el equilibrista no contará en su segundo tiempo con tanta memoria ni con tanta indulgencia. Por eso debería aprovechar el clima navideño para meter en boxes su modelo, practicar una autocrítica profunda y tomar decisiones fundamentales. Parece imposible que gane las próximas elecciones en la provincia de Buenos Aires si siguen desatendidos vastos sectores de la clase media baja, y si las próximas paritarias no le ganan a la inflación y encienden por fin el consumo. Aplicarle simultáneamente frío y calor a la economía estancada desconcertó a muchos inversores y retardó el despegue. La hoy bastante difícil combinación de las teorías de Monzó y Durán Barba ponen también en estado de alerta la performance de Cambiemos en esos comicios cruciales: el debate tensa las cosas entre quienes piensan que el territorio es importante y quienes aseguran que ya no existe más terreno que el digital. Macri deberá tomar partido por alguna de estas posiciones irreductibles (freezer o estufa, real o virtual), y cuidarse mucho de no fallar, porque se juega el pellejo.

En su balance también debería entrar la falta de energía con que su gobierno encaró la reforma judicial y el peligroso desfiladero por el que camina en materia de seguridad ciudadana; está combatiendo a las mafias policiales y al narcomenudeo, y obteniendo en el corto plazo derrotas previsibles: muchos malos policías ordenan trabajar a reglamento y así los hechos delictivos se multiplican. Trágica encerrona para toda la democracia argentina: si dejan que las mafias de uniformados se autogobiernen, crecen la droga y el crimen; si las frenan, ellas sueltan la mano y propician la inseguridad. Jaque al rey, y cuidado con la reina.

El petit comité de la Casa Rosada debería reflexionar, a su vez, sobre la imagen que irradia cuando se deja chantajear a la vista de todos: el desaprensivo paro del transporte que el lunes perjudicó a millones de trabajadores resultó un triunfo pírrico (los gremialistas se quemaron ante su propia clientela), pero aun así se salieron con la suya: el Gabinete cedió bajo esa presión y les entregó lo que querían. Algo similar ocurre con esos minoritarios aunque ruidosos piquetes que cierran de prepo avenidas y funden a la ciudad en el infierno. Algunos sectores de la política marginal buscaron estos días provocar una represión sangrienta, y afortunadamente no lo consiguieron. En eso, Macri y los Kirchner tienen la misma pesadilla: Kosteki y Santillán. Pero las imágenes de estos desfachatados y escuálidos piquetes de fin de año, frente a la pasividad total de la policía, aumentaron la sensación de una administración temerosa y apretable.

El punto que más exige una meditación profunda es, a propósito de aprietes, el formato de la gobernabilidad. Que costó un ojo de la cara y que dejó las insostenibles cuentas públicas a merced de un fuerte endeudamiento externo. Tal vez la principal lección del año sea que ha funcionado en la Argentina un cogobierno de hecho. Para bien y para mal, la política logró acordar con los holdouts, abrir un inédito blanqueo, cerrar un presupuesto nacional y beneficiar a pymes, jubilados, trabajadores y desocupados con distintas leyes. Pero está visto que los proyectos pensados por el Poder Ejecutivo a veces se deformaron y se volvieron irreconocibles en las duras negociaciones del Congreso. La oposición puede sacar pecho por las cosas positivas que se lograron, pero debería también hacerse cargo de las malas: con muchas de esas acciones, se convirtió en corresponsable de que la recesión continúe. Ambas partes en pugna han tenido que ceder para encontrase en el medio: los macristas se contaminaron de populismo, y los populistas de un liberalismo heterodoxo. Tal vez no otra cosa haya significado el mensaje de las urnas, que con cierta perversión histórica los empató para obligarlos a estar forzosamente unidos y a vigilarse los unos a los otros. A veces, con el riesgo incluso de generar productos híbridos y de anularse mutuamente.

No sabemos, por lo pronto, qué habría sucedido si Macri hubiera contado con una escribanía parlamentaria; tampoco si los distintos peronismos hubieran trabado completamente su gestión. Este cogobierno no es entonces el peor de los mundos, aunque sus resultados saben a poco. A los peronistas también les cabe la fortaleza de la debilidad: su poderosa corporación implosionó, se quedaron sin Estado y viven en antagonismos. Pero precisamente esa vulnerabilidad les permitió hacerse necesarios y no confinarse nuevamente en la conspiración del desgaste. Vicio antirrepublicano que tanto pero tanto mal le ha hecho a esta nación.

© La Nación

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