domingo, 20 de noviembre de 2016

SACRISTÁN EN ARGENTINA / Solos en la madrugada

Por Carlos Ares (*)
Habrán visto la Luna. Desde la terraza de casa parecía inflarse cada vez más y retrepaba la noche azul como un imponente globo ocre que se hubiera soltado de las manos de algún pibe en la orilla del río. En ocasiones así, tomando algo, sin otra cosa que hacer, ya saben qué pasa. La memoria juega a la rayuela. Da, como Neil Armstrong, un “pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. 

Así es que llegué, no me pregunten cómo, a pensar: aquí estamos todos ahora, mirando, dejados de nosotros mismos, solos en la madrugada. De ahí a José Sacristán, el actor español, y de ahí al comienzo de esta breve historia.

Sacristán llegó por primera vez a Buenos Aires en 1984 junto con una delegación de actores y directores del cine español. Poco tiempo antes se había estrenado Solos en la madrugada, en la que interpretaba a un conductor de un programa nocturno de radio que sobrellevaba su propia crisis personal luego de la muerte de Francisco Franco y de los cuarenta años de “franquismo”. La película terminaba con un monólogo que conmovió a los espectadores argentinos, recién salidos también de la dictadura. Nunca antes ni después, se dio una comunión y confusión semejante entre actor y personaje. Su voz resonaba en el interior de toda una sociedad.

El monólogo, en partes, decía: “...Se van a acabar para siempre la nostalgia, el recuerdo de un pasado sórdido, la lástima por nosotros mismos (...). Ya no tenemos papá. ¿Qué cosa, eh? Somos huérfanos gracias a Dios y estamos maravillosamente desamparados ante el mundo (...) A partir de ahora y aunque sigamos siendo igual de minusválidos vamos a intentar luchar por lo que creemos que hay que luchar, por la libertad, por la felicidad (...) Hay que hacer algo ¿No?, para alguna cosa tendrá que servir el cambio, pues venga, vamos a cambiar de vida (...) Hay que comprometerse con uno mismo, hay que tratar de ser uno mismo, hay que ir a las libertades personales (...) Se ha terminado eso de ser víctimas de la vida, hay que vencer a la vida (...) Hay que empezar a tratar de ser libres (...) No podemos pasar otros cuarenta años hablando de los cuarenta años (...) No soy político, ni sociólogo pero creo que lo que deberíamos hacer es darnos la libertad los unos a los otros, aunque sea una libertad condicional...”

Entonces, en mi condición de corresponsal en Buenos Aires del diario español El País, pude ver lo que ocurría con Sacristán allí donde iba y compartí su asombro por la emoción, las lágrimas, los besos y abrazos que recibía. Le escuché cantar flamenco en una cantina de La Boca y decir: “¡Joder, si no fuera porque tu vas a contar esto, en España no me creerían lo que pasa aquí!”. Lo llevé como invitado a un programa que yo conducía –De noche, tarde– y él se ofreció a abrir la emisión. Improvisó un monólogo como si fuera el personaje. El operador no podía creer que hubiera tantos fotógrafos y cámaras en el estudio. Casi no teníamos audiencia, pero esa noche Radio del Pueblo fue la más escuchada. Treinta y dos años pasaron. Otro siglo, otro mundo.

Veníamos del terror, íbamos con miedo pero confiados hacia el futuro por el que habíamos luchado y esperado tanto, que estaba ahí no más y nos pertenecía. El tiempo parecía ajustarse a nuestro paso. De pronto, quién sabe cómo, quien sabe cuándo, el futuro comenzó a alejarse, a tomar distancia. Sabíamos más de lo que ocurría, pero entendíamos menos. Nuestros sentimientos se retrasaban. El miedo reapareció como un fantasma y volvimos a reaccionar con una violencia más verbal, más corporal, más callejera, pero violencia al fin.

Las nuevas tecnologías fueron arrasando amablemente con la vida tal como la aprendimos, el oficio heredado, la profesión elegida, las relaciones, el trabajo buscado y comenzamos a dejar de lado eso que creíamos que importaba, lo que nos hacía personas. Emigramos, nos fuimos convirtiendo en refugiados. En casa, en otro país, en otro mundo. Levantamos otra vez entre nosotros muros que parecen imposibles de traspasar.

Ya vacía la copa, pensé, o murmuré, en fin, por suerte siempre amanece, mañana será otro día. La luz de la Luna me daba de lleno en la cara como un flash de celular. Por las dudas, la miré y le sonreí.

(*) Periodista

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