sábado, 5 de noviembre de 2016

Los peligros de la presidencia de Hillary Clinton

Hillary Clinto en Cleveland, la semana pasada. (Foto: Reuters)
Por Ross Douthat

Un voto a favor de Hillary Clinton y en contra de Donald Trump, según ha sugerido la campaña de Clinton abiertamente, no solo es un voto a favor la candidata demócrata y en contra del candidato republicano, sino un voto a favor la seguridad en vez del riesgo, a favor de la competencia en vez de la imprudencia jactanciosa, a favor de la estabilidad psicológica en la Casa Blanca en vez de pasiones ingobernables.

Este tema ha sido muy exitoso para Hillary, tanto en sus debates como en la campaña, y con toda razón. Los peligros de la presidencia de Trump son tan peculiares como el mismo candidato, y es más probable, en comparación con cualquier administración normal, que un voto a favor de Trump produzca una larga lista de consecuencias desastrosas: el desmoronamiento del sistema de alianza occidental, un ciclo de radicalización nacional, un colapso económico accidental, una crisis entre civiles y militares.

De hecho, Trump y sus seguidores casi admiten todo esto. En esencia, el lema de su campaña es: “Ya intentamos la opción de la cordura, así que ahora queremos optar por la locura”. Algunos de sus partidarios más elocuentes hacen una analogía entre el voto a favor de Trump y secuestrar un avión, con todo y la probabilidad de estrellar el avión.

Pero no querer al candidato que pretende estrellar el avión no significa que deban ignorarse los peligros de su rival.

Los peligros de la presidencia de Hillary Clinton son más familiares que las incertidumbres autoritarias de Trump, pues ya están enraizados en la política de Estados Unidos.

Se trata de los peligros de analizar todo desde la perspectiva del grupo de élite, de rendirse ante las estructuras de poder, de dar culto a acciones presidenciales al servicio de ideales dudosos. Son los peligros de una imprudencia y radicalismo que no se reconocen como tales, porque se tiene como convicción que si una idea se ajusta a los conceptos establecidos y está generalizada entre los personajes grandes y buenos, entonces no es posible que sea una locura.

Casi todas las crisis de los últimos 15 años tienen su origen en este tipo de locura. La invasión a Irak, que la izquierda prefiere recordar como un conjuro neoconservador, en realidad fue obra de un consenso intervencionista de dos partidos, con gran apoyo de George W. Bush, pero al que también se adhirió una gran proporción de personas de centro izquierda, como Tony Blair y más de la mitad de los demócratas del senado en Washington.

Lo mismo ocurrió con la crisis financiera: sin importar si consideramos que la falta de regulación de los servicios financieros o la optimista política de vivienda (o ambas) fueron responsables, ambas alas del establecimiento político aceptaron las políticas que contribuyeron a inflar y reventar la burbuja. Es el mismo caso del euro, una terrible idea a la que solo los maniáticos y los ingleses se atrevieron a oponerse hasta que la Gran Recesión dejó en claro que se trataba de una locura capaz de hundir la economía. También es el caso de Angela Merkel y su grandioso e imprudente gesto de abrir las fronteras el año pasado: fue la heroína de mil perfiles, aunque causó polarización y violencia en su continente.

Con solo ver a Trump es evidente que existe un gran peligro de sufrir desastres mayores, que el enorme riesgo temperamental y de depravación moral es demasiado para considerarlo una alternativa aceptable frente a esta situación actual que se basa en disparates… pero también al ver a Hillary Clinton se observa a una mujer cuya trayectoria encarna las tendencias que hicieron surgir al trumpismo en primer lugar.

De hecho, Clinton se distingue, incluso más que Obama o Bush, por haberse desviado solo en contadas excepciones del consenso de la élite en cuestiones de gobierno.

Estuvo a favor de la invasión a Irak cuando todo el mundo lo estaba, en contra cuando todos dieron a Irak por perdido, y de nuevo actuó como una irreprensible liberal de línea dura en Libia solo unos años más adelante.

Actuó como conciliadora con Rusia cuando los medios hicieron burla de Mitt Romney por ser de línea dura con ese país; ahora ha apoyado la línea dura hacia Rusia al igual que el resto de Washington, en un momento que podría requerir bajar la intensidad.

Clinton cita a Merkel como líder modelo, tiene a su alrededor una estructura bipartita en política exterior que está ansiosa por intensificar las acciones en Siria, aunque todavía está por determinar los detalles, y parece (al igual que sus audiencias del banco Goldman Sachs) decidida a surcar con serenidad la tormenta del nacionalismo.

La buena noticia es que no tiene nada de utópica: es (o se ha vuelto, a lo largo de una prolongada y desgastante carrera) de temperamento pragmático, ha decidido no ser sentimental. Así que es poco probable que haga algo que las capitales cosmopolitas del mundo pudieran considerar eminentemente radical, peligroso o tonto.

Sin embargo, en aquellos casos en que la postura cosmopolita no es razonable o segura, en aquellas instancias en que la élite occidental puede volverse medio loca sin siquiera notarlo, Hillary Clinton da señales de estar tan lista como el resto de sus colegas para ir de lleno por la locura.

© The New York Times

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