miércoles, 28 de septiembre de 2016

Si hoy es Verne, esto es París

Julio Verne cuestionó en sus obras el militarismo, el ocidentalismo y
el capitalismo colonial y entrevió la bomba atómica, el submarino o el helicóptero.
Por Óscar Lobato

¡Un artista, el fulano! Jules Gabriel Verne, el intestino más perjudicado y la mente más insigne de la narrativa francesa, se la coló pero bien a todos: editores, críticos, padres timoratos, y a cuánto vaina se emperraba en atribuirle la paternidad de la ciencia-ficción literaria junto al británico Heribert George Wells.

Julio Verne rechazó siempre cualquier comparación entre su obra y la de H.G. Wells. Incluso preguntado al respecto, declaró: “No veo posibilidad alguna de comparación entre su trabajo y el mío. No procedemos de idéntica manera. Sus historias no reposan en bases científicas. Yo hago uso de la Física, él inventa”.

El autor de La vuelta al mundo en 80 días valoraba la obra del creador de La máquina del tiempo, aunque tenía muy clara la diferencia entre ambos: “En mis novelas, siempre he basado mis invenciones en algún hecho real, y uso en sus construcciones métodos y materiales que no están completamente lejos del alcance del conocimiento y la habilidad de la ingeniería contemporánea”.

Verne adquirió esos conocimientos devorando durante horas, sesudos volúmenes y artículos en revistas científicas o técnicas. También amistó y sostuvo correspondencia con algunos de los más sólidos investigadores y tecnólogos de su época, como el geógrafo Eliseo Reclus o con Félix Tournachon, experto aeronauta y artista fotográfico.

Esa insaciable ansia de saber afectaría y mucho a su aparato digestivo. En plena defección de la abogacía (llegó a concluir Derecho), Julio se sumergía en las bibliotecas de París durante meses. Un joven famélico de conocimientos, pero sin dinero para saciar su hambre física, lo cual le acarreó serios trastornos gástricos.

En su documentada biografía sobre el escritor galo (Julio Verne. Edimat, 2004), el profesor y poeta David Mayor Orguillés, incluye párrafos epistolares donde el literato confiesa a su madre problemas de salud, sobrevenidos por tanta anomalía nutricional, retratando su existencia como: Una vida que limita al Norte con el estreñimiento, al Sur con la descomposición, al Este con las lavativas exageradas y al Oeste con las lavativas astringentes”. Tras de esto, convendremos en que Julio Verne escribía de cagarse. Literalmente.

Esos profundos conocimientos sobre investigaciones científicas y tecnológicas  aún en estado embrionario, el autor los insuflaría ladinamente en casi todas sus obras. De modo que, cuando tales avances cuajaron en el mundo real, sus apologistas lo tacharon de visionario del futuro. ¡Error de bulto! Verne solo aplicó mala leche y una impagable lógica a los contenidos de esos estudios pioneros, mezclándolos con acertados juicios perspectivos sobre aspectos económicos, sociales y políticos. Jamás hizo ciencia-ficción, sólo fue un genio en literatura de anticipación, un maestro de la prolepsis filosófica en su estado más puro. [Párrafo destinado a subrayar la autoridad intelectual del autor de estas líneas, hasta ahora sólo reverenciada por su perro, animal poco despierto de otro lado].

El novelista francés logró además otra victoria. Hizo creer al gran público que escribía literatura apta para niños, pero quien afirme tal no ha leído un sólo capítulo de sus novelas. Así, en la aclamada Veinte mil leguas de viaje submarino (Penguin Clasics. 2016), el capitán Nemo reconviene al profesor Arronax con esta admonición: “Yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado. He roto por completo con toda la sociedad, por razones que yo sólo tengo el derecho a apreciar. No obedezco a sus reglas, y le conjuro a usted que no las invoque nunca ante mí”.  Al pobre Pierre Arronax no le queda otra sino reconocer a renglón seguido: “Entreví en ese hombre un pasado formidable. No sólo se había puesto al margen de las leyes humanas, sino que se había hecho independiente, libre en la más rigurosa acepción de la palabra, fuera del alcance de la sociedad”. Todo un paradigma moral de comportamiento para escolares, como puede verse.

Además el conspicuo Verne tejió un completo tapiz de obras con potencia letal: Una ciudad flotante, La isla misteriosa, Los quinientos millones de la begum, Robur el conquistador, Ante la bandera, o Dueño del mundo; hacen trizas la inocuidad presumible a la literatura infantil. El escritor cuestiona en esos libros el occidentalismo, el militarismo o  el capitalismo colonial; mientras apunta el advenimiento de la bomba atómica, de las de racimo, del helicóptero, del convertiplano y varias inquietantes cosillas más.

Mención aparte merece Paris en el siglo XX, una de sus primeras novelas que sólo se publicó mucho después de la muerte del genio. En ella se pinta una sociedad obsesionada por el dinero y por novísimas mallas de comunicación mediante “telégrafos electroópticos” (en realidad aludía al pantelégrafo electroquímico de Caselli, aunque su uso y efectos encajan con el de las actuales redes sociales).

Verne retrata una urbe domeñada por oligopolios que desdeñan las humanidades, fomentando una instrucción pública servil y utilitarista: “…El latín y el griego no sólo eran lenguas muertas, sino enterradas; existía aún alguna clase de literatura, con pocos alumnos, de poca envergadura y muy mal considerada. Los diccionarios, los textos, las gramáticas, las antologías y las ediciones críticas, los autores clásicos, se pudrían tranquilamente en las estanterías. Pero las nociones de matemáticas, los tratados descriptivos de mecánica, de física, de química, de astronomía, de comercio, de finanzas, de artes industriales, todo lo relacionado con las tendencias especulativas del momento, circulaba en miles de ejemplares”.

A Julio Verne, cuyo humor aguaron la vida y los años, le encantaría saber que en Sevilla hay un instituto bautizado con su nombre. Mejor aún, aullaría al descubrir que se ubica en el barrio de Pino Montano, famoso por su hombre lobo al que cantara Kiko Veneno, y encima se ubica en la calle Estrella Proción (¡Toma realismo mágico, García Márquez!).

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