sábado, 17 de septiembre de 2016

GUAYAQUIL

Un cuento de Jorge Luis Borges


No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del Golfo Plácido, no iré al Estado Occidental, no descifraré en esa biblioteca, que desde Buenos Aires imagino de tantos modos y que tiene sin duda su forma exacta y sus crecientes sombras, la letra de Bolívar.

Releo el párrafo anterior para redactar el siguiente y me sorprende su manera que a un tiempo es melancólica y pomposa. Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korzeniovski, pero en mi caso hay otra razón. El íntimo propósito de infundir un tono patético a un episodio un tanto penoso y más bien baladí me dictó el párrafo inicial. Referiré con toda probidad lo que sucedió; esto me ayudará tal vez a entenderlo. Además, confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo, para ser alguien que lo mira y lo narra y que ya no lo ejecutó.

El caso me ocurrió el viernes pasado, en esta misma pieza en que escribo, en esta misma hora de la tarde, ahora un poco más fresca. Sé que tendemos a olvidar las cosas ingratas; quiero dejar escrito mi diálogo con el doctor Eduardo Zimmermann, de la Universidad del Sur, antes que lo desdibuje el olvido. La memoria que guardo es aún muy vívida.Para que mi relato se entienda, tendré que recordar brevemente la curiosa aventura de ciertas cartas de Bolívar, que fueron exhumadas del archivo del doctor Avellanos, cuya Historia de cincuenta años de desgobierno, que se creyó perdida en circunstancias que son del dominio público, fue descubierta y publicada en 1939 por su nieto el doctor Ricardo Avellanos. A juzgar por las referencias que he recogido en diversas publicaciones, estas cartas no ofrecen mayor interés, salvo una fechada en Cartagena el 13 de agosto de 1822, en que el Libertador refiere detalles de su entrevista con el general San Martín. Inútil destacar el valor de este documento en el que Bolívar ha revelado, siquiera parcialmente, lo sucedido en Guayaquil. El doctor Ricardo Avellanos, tenaz opositor del oficialismo, se negó a entregar el epistolario a la Academia de la Historia y lo ofreció a diversas repúblicas latinoamericanas. Gracias al encomiable celo de nuestro embajador, el doctor Melazat, el gobierno argentino fue el primero en aceptar la desinteresada oferta. Se convino que un delegado se trasladaría a Sulaco, capital del Estado Occidental, y sacaría copia de las cartas para publicarlas aquí. El rector de nuestra Universidad, en la que ejerzo el cargo de titular de Historia Americana, tuvo la deferencia de recomendarme al ministro para cumplir esa misión; también obtuve los sufragios más o menos unánimes de la Academia Nacional de la Historia, a la que pertenezco. Ya fijada la fecha en que me recibiría el ministro, supimos que la Universidad del Sur, que ignoraba, prefiero suponer, esas decisiones, había propuesto el nombre del doctor Zimmermann. Trátase, como tal vez lo sepa el lector, de un historiógrafo extranjero, arrojado de su país por el Tercer Reich y ahora ciudadano argentino. De su labor, sin duda benemérita, sólo he podido examinar una vindicación de la república semítica de Cartago, que la posteridad juzga a través de los historiadores romanos, sus enemigos, y una suerte de ensayo que sostiene que el gobierno no debe ser una función visible y patética. Este alegato mereció la refutación decisiva de Martín Heidegger, que demostró, mediante fotocopias de los titulares de los periódicos, que el moderno jefe de estado, lejos de ser anónimo, es más bien el protagonista, el corega, el David danzante, que mima el drama de su pueblo, asistido de pompa escénica y recurriendo, sin vacilar, a las hipérboles del arte oratorio. Probó asimismo que el linaje de Zimmermann era hebreo, por no decir judío. Esta publicación del venerado existencialista fue la inmediata causa del éxodo y de las trashumantes actividades de nuestro huésped. Sin duda, Zimmermann se había trasladado a Buenos Aires para entrevistarse con el ministro; éste me sugirió personalmente, por intermedio de un secretario, que hablara con Zimmermann y lo pusiera al tanto del asunto, para evitar el espectáculo ingrato de dos universidades en desacuerdo. Accedí, como es natural. De vuelta a casa, me dijeron que el doctor Zimmermann había anunciado por teléfono su visita, a las seis de la tarde.

Vivo, según es fama, en la calle Chile. Daban exactamente las seis cuando sonó el timbre. Yo mismo, con sencillez republicana, le abrí la puerta y lo conduje a mi escritorio particular. Se detuvo a mirar el patio; las baldosas negras y blancas, las dos magnolias y el aljibe suscitaron su verba. Estaba, creo, algo nervioso. Nada singular había en él; contaría unos cuarenta años y era algo cabezón. Lentes ahumados ocultaban los ojos; alguna vez los dejó sobre la mesa y los retomó. Al saludarnos, comprobé con satisfacción que yo era el más alto, e inmediatamente me avergoncé de tal satisfacción, ya que no se trataba de un duelo físico ni siquiera moral, sino de una mise au point quizá incómoda. Soy poco o nada observador, pero recuerdo lo que cierto poeta ha llamado, con fealdad que corresponde a lo que define, su torpe aliño indumentario. Veo aún esas prendas de un azul fuerte, con exceso de botones y de bolsillos. Su corbata, advertí, era uno de esos lazos de ilusionista que se ajustan con dos broches elásticos.

Llevaba un cartapacio de cuero que presumí lleno de documentos. Usaba un mesurado bigote de corte militar; en el curso del coloquio encendió un cigarro y sentí entonces que había demasiadas cosas en esa cara. Trop meublé, me dije. Lo sucesivo del lenguaje indebidamente exagera los hechos que indicamos, ya que cada palabra abarca un lugar en la página y un instante en la mente del lector; más allá de las trivialidades visuales que he enumerado, el hombre daba la impresión de un pasado azaroso.

Hay en el escritorio un retrato oval de mi bisabuelo, que militó en las guerras de la Independencia, y unas vitrinas con espadas, medallas y banderas. Le mostré, con alguna explicación, esas viejas cosas gloriosas; las miraba rápidamente como quien ejecuta un deber y completaba mis palabras, no sin alguna impertinencia, que creo involuntaria y mecánica. Decía, por ejemplo:

—Correcto. Combate de Junín. 6 de agosto de 1824. Carga de caballería de Juárez.

—De Suárez —corregí.

Sospecho que el error fue deliberado. Abrió los brazos con un ademán oriental y exclamó:

—¡Mi primer error, que no será el último! Yo me nutro de textos y me trabuco; en usted vive el interesante pasado.

Pronunciaba la ve casi como si fuera una efe.

Tales zalamerías no me agradaron. Más le interesaron los libros. Dejó errar la mirada sobre los títulos casi amorosamente y recuerdo que dijo:

—Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la historia... Esa misma edición, al cuidado de Grisebach, la tuve en Praga, y creí envejecer en la amistad de esos volúmenes manuables, pero precisamente la historia, encarnada en un insensato, me arrojó de esa casa y de esa ciudad. Aquí estoy con usted, en América, en la grata casa de usted...

Hablaba con incorrección y fluidez; el perceptible acento alemán convivía con un ceceo español.
Ya estábamos sentados y aproveché lo dicho por él, para entrar en materia. Le dije:

—Aquí la historia es más piadosa. Espero morir en esta casa, en la que he nacido. Aquí trajo mi bisabuelo esa espada, que anduvo por América; aquí he considerado el pasado y he compuesto mis libros. Casi puedo decir que no he dejado nunca esta biblioteca, pero ahora saldré al fin, a recorrer la tierra que sólo he recorrido en los mapas.

Atenué con una sonrisa mi posible exceso retórico.

—¿Alude usted a cierta república del Caribe? —dijo Zimmermann.

—Así es. A ese viaje inmediato debo el honor de su visita —le respondí.

Trinidad nos sirvió café. Proseguí con lenta seguridad:

—Usted ya sabrá que el ministro me ha encomendado la misión de transcribir y prologar las cartas de Bolívar que un azar ha exhumado del archivo del doctor Avellanos. Esta misión corona, con una suerte de dichosa fatalidad, la labor de toda mi vida, la labor que de algún modo llevo en la sangre.
Fue para mí un alivio haber dicho lo que tenía que decir. Zimmermann no pareció haberme oído; sus ojos no miraban mi cara sino los libros a mi espalda. Asintió con vaguedad y luego con énfasis:

—En la sangre. Usted es el genuino historiador. Su gente anduvo por los campos de América y libró las grandes batallas, mientras la mía, oscura, apenas emergía del ghetto. Usted lleva la historia en la sangre, según sus elocuentes palabras; a usted le basta oír con atención esa voz recóndita. Yo, en cambio, debo transferirme a Sulaco y descifrar papeles y papeles acaso apócrifos. Créame, doctor, que lo envidio.

Ni un desafío ni una burla se dejaba traslucir en esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo tan irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder estaba en el hombre, no en la dialéctica. Zimmermann continuó con una lentitud pedagógica:

—En materia bolivariana (perdón, sanmartiniana) su posición de usted, querido maestro, es harto conocida. Votre siège est fait. No he deletreado aún la pertinente carta de Bolívar, pero es inevitable o razonable conjeturar que Bolívar la escribió para justificarse. En todo caso, la cacareada epístola nos revelará lo que podríamos llamar el sector Bolívar, no el sector San Martín. Una vez publicada, habrá que sopesarla, examinarla, pasarla por el cedazo crítico y, si es preciso, refutarla. Nadie más indicado para ese dictamen final que usted, con su lupa. ¡El escalpelo, el bisturí, si el rigor científico los exige! Permítame asimismo agregar que el nombre del divulgador de la carta quedará vinculado a la carta. A usted no le conviene, en modo alguno, semejante vinculación. El público no percibe matices.

Comprendo ahora que lo que debatimos después fue esencialmente inútil. Acaso entonces lo sentí; para no hacerle frente, me así de un pormenor y le pregunté si en verdad creía que las cartas eran apócrifas.

—Que sean de puño y letra de Bolívar —me contestó— no significa que toda la verdad esté en ellas. Bolívar puede haber querido engañar a su corresponsal o, simplemente, puede haberse engañado. Usted, un historiador, un meditativo, sabe mejor que yo que el misterio está en nosotros mismos, no en las palabras.

Esas generalidades pomposas me fastidiaron y observé secamente que dentro del enigma que nos rodea, la entrevista de Guayaquil, en la que el general San Martín renunció a la mera ambición y dejó el destino de América en manos de Bolívar es también un enigma que puede merecer el estudio.

Zimmermann respondió:

—Las explicaciones son tantas... Algunos conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros, como Sarmiento, que era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió; otros, por lo general argentinos, le atribuyeron un acto de abnegación; otros, de fatiga. Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé qué logia masónica.

Observé que, de cualquier modo, sería interesante recuperar las precisas palabras que se dijeron el Protector del Perú y el Libertador.

Zimmermann sentenció:

—Acaso las palabras que cambiaron fueron triviales. Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos. Como usted ve, no he olvidado a mi Schopenhauer.

Agregó con una sonrisa:

—Words, words, words. Shakespeare, insuperado maestro de las palabras, las desdeñaba. En Guayaquil o en Buenos Aires, en Praga, siempre cuentan menos que las personas.

En aquel momento sentí que algo estaba ocurriéndonos o, mejor dicho, que ya había ocurrido. De algún modo ya éramos otros. El crepúsculo entraba en la habitación y yo no había encendido las lámparas. Un poco al azar, pregunté:

—¿Usted es de Praga, doctor?

—Yo era de Praga —contestó.

Para rehuir el tema central observé:

—Debe ser una extraña ciudad. No la conozco, pero el primer libro en alemán que leí fue la novela El Golem de Meyrink.

Zimmermann respondió:

—Es el único libro de Gustav Meyrink que merece el recuerdo. Más vale no gustar de los otros, hechos de mala literatura y de peor teosofía. Con todo, algo de la extrañeza de Praga anda por ese libro de sueños que se pierden en otros sueños. Todo es extraño en Praga o, si usted prefiere, nada es extraño. Cualquier cosa puede ocurrir. En Londres, en algún atardecer, he sentido lo mismo.

—Usted —respondí— habló de la voluntad. En los Mabinogion, dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro, mientras abajo sus guerreros combaten. Uno de los reyes gana el partido; un jinete llega con la noticia de que el ejército del otro ha sido vencido.

La batalla de hombres era el reflejo de la batalla del tablero.

—Ah, una operación mágica —dijo Zimmermann.

Le contesté:

—O la manifestación de una voluntad en dos campos distintos. Otra leyenda de los celtas refiere el duelo de dos bardos famosos. Uno, acompañándose con el arpa, canta desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche. Ya bajo las estrellas o la luna, entrega el arpa al otro. Éste la deja a un lado y se pone de pie. El primero confiesa su derrota.

—¡Qué erudición, qué poder de síntesis! —exclamó Zimmermann.

Agregó, ya más serenado:

—Debo confesar mi ignorancia, mi lamentada ignorancia, de la materia de Bretaña. Usted, como el día, abarca el Occidente y el Oriente, en tanto que yo estoy reducido a mi rincón cartaginés, que ahora complemento con una pizca de historia americana. Soy un mero metódico.

El servilismo del hebreo y el servilismo del alemán estaban en su voz, pero sentí que nada le costaba darme la razón y adularme, dado que el éxito era suyo. Me suplicó que no me preocupara de las gestiones de su viaje. (Tratativas fue la atroz palabra que usó.) Acto continuo, sacó del portafolio una carta dirigida al ministro, donde yo le exponía los motivos de mi renuncia, y las reconocidas virtudes del doctor Zimmermann, y me puso en la mano su estilográfica para que la firmara. Cuando guardó la carta, no pude dejar de entrever su pasaje sellado para el vuelo Ezeiza-Sulaco.

Al salir, volvió a detenerse ante los tomos de Schopenhauer y dijo:

—Nuestro maestro, nuestro común maestro, conjeturaba que ningún acto es involuntario. Si usted se queda en esta casa, en esta airosa casa patricia, es porque íntimamente quiere quedarse. Acato y agradezco su voluntad.

Acepté sin una palabra esta limosna última.

Fui con él hasta la puerta de calle. Al despedirnos, declaró:

—Excelente el café.

Releo estas desordenadas páginas, que no tardaré en entregar al fuego. La entrevista había sido corta.
Presiento que ya no escribiré más. Mon siège est fait.

Jorge Luis Borges, en El informe de Brodie
El informe de Brodie fue publicado originalmente en 1970

© María Kodama, 1995

© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1974, 1977, 1979, 1980, 1982, 1987, 1990, 1993, 1994, 1996, 1997, 1998

Selección: Agensur.info

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