domingo, 28 de agosto de 2016

Una perla de crueldad

Por Norma Morandini (*)
Ante situaciones extraordinarias, los cordobeses echamos mano de la frase “somos el rostro anticipado del país”. Tal cual sucedió dos años antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976, cuando el derrocamiento del gobierno de Obregón Cano y su vice, el sindicalista Atilio López, por la sedición del jefe de policía, anticipó el rostro más sufrido de nuestro país, la violencia política, las muertes y los secuestros. 

Sin embargo, los cordobeses debimos esperar este siglo para reconstruir y condenar en los tribunales el rompecabezas del terror de los campos de detención clandestinos La Perla, La Ribera y el D2, el Departamento de Informaciones de la Policía cordobesa. Tan igual a la maquinaria de muerte diseñada para hacer desaparecer los cadáveres y negar los delitos, con la singularidad de nuestra historia cordobesa, sus rebeldías y sus dirigentes sindicales respetados como Agustín Tosco. Llegamos tarde a la justicia pero esa distancia temporal trajo algunas novedades que podrán anticipar nuevas responsabilidades y actualizar postergados debates. La primera vez que un tribunal reconoce también como delitos de lesa humanidad, o sea, que no prescriben, los cometidos antes del 76, durante el gobierno democrático de Isabel de Perón. La primera vez que se reconocen tanto el robo de bebés como las violaciones sexuales como parte del plan sistemático de exterminio.

Entre el Juicio a las Juntas en el inicio de la democratización, cuando todavía podía sentirse el terror de la dictadura –los autos Falcon estacionaban en la puerta de los tribunales– y este otro, en la cuarta década democrática, ya sin miedo ante las bravuconadas de los que a los gritos prometen venganzas, con miles de cordobeses que esperaron la lectura de la sentencia en la calle, el tiempo fue modificando la relación con ese pasado trágico. Hasta las palabras fueron mutando. La expresión “guerra sucia”, tan común en el inicio de la democratización, ahora escandaliza y al “proceso de reorganización nacional”, como se nombró al régimen militar, ahora se lo designa como “dictadura cívico militar”; las víctimas de ayer hoy son héroes revolucionarios.

Desde que, en el Juicio a las Juntas, una sobreviviente que había narrado las torturas a las que fue sometida pasó a mi lado y exclamó: “¡Oh! Olvidé narrar cómo me violaron”, constaté que ésa fue una tortura adicional a las mujeres pero, también, la más difícil de narrar. Y la que se perpetúa en la violencia y los crímenes contra las mujeres.

La primera y única vez que asistí al juicio contra Menéndez, yo misma me violenté cuando uno de los abogados de la querella le pidió a una sobreviviente que describiera la felatio a la que fue obligada. Con su marido en la sala, entonces, me pregunté: ¿era necesario?

El día que la fiscal de la megacausa ESMA leyó su alegato ante una sala casi vacía, con tan sólo la única presencia del hermano de Helena Holmberg, la hija del ex embajador en Venezuela, Hidalgo Solá y yo, no pude resistir la descripción de los abusos sexuales que no había escuchado antes. Si cuento esta intimidad del dolor, es nada más que para advertir sobre el sufrimiento que esconden estos juicios y nos imponen la actitud más difícil, la de la comprensión y la compasión para evitar que con tanta liviandad nos sigamos lastimando. Si no convertimos la historia trágica en aprendizaje democrático, la que habrá triunfado es la dictadura porque nuestros corazones se resintieron y devuelven lo que recibimos a manos llenas: el odio y la crueldad con la que se envenenó y asesinó nuestra convivencia política.

(*) Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado

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