miércoles, 24 de agosto de 2016

En defensa de la vida ociosa

Unas vacaciones de verdad sirven para hacer esas cosas valiosas que nadie retribuye

Por Fernando Savater
Considero que la idea de crear una renta básica universal que se asigne a todos los ciudadanos simplemente por serlo y no por sus competencias o logros laborales es la vía de superar, mejorándola, la socialdemocracia que hoy parece estancada o en retroceso. Obviamente no es un proyecto inmediato, porque exige bonanza económica y un replanteamiento general de las prestaciones de la Seguridad Social: choca además con el fantasma del gasto público desenfrenado, como se ha visto en el reciente referéndum en Suiza al respecto. 

No es este el lugar de debatir el asunto ni soy yo la persona indicada para hacerlo, sólo quiero señalar que entre sus acérrimos oponentes, junto a los reacios a la imaginación social (eso es lo mismo que intentó el comunismo, etcétera), están sorprendentemente algunos integristas morales. La renta básica es “inmoral”, porque equivaldría a retribuir a la gente sin necesidad de trabajar, pagarles por no hacer nada. Fomentaría la pereza que, como sabemos desde antiguo, es la madre de todos los vicios… exceptuando a los que exigen esforzarse para dañar al prójimo.

La ética del trabajo como salvación tiene muchos predicadores, no sólo en el mundo protestante, y no todos recomendables: aún recordamos al jefe de empresarios estafador cuyo mandamiento era “trabajar más y cobrar menos”. Otros no tan bribones parecen tomar sinceramente aquel ukase bíblico, “amasarás el pan con el sudor de tu frente”, por un precepto moral cuando en realidad es una maldición…, además de una guarrada. En una de sus páginas más celebradas, Sánchez Ferlosio nos recuerda que los términos que se refieren a la suspensión temporal de la laboriosidad vienen siempre acompañados por algún otro que los disculpa: una sana diversión, unas merecidas vacaciones, un descanso reparador, un ocio saludable, etcétera. Para que no escandalicen los oídos de los empleados, no los vayan a tomar por un elogio de la vagancia. En cambio, quienes sin aportar datos fiables aseguran funestamente que “en España hay demasiadas vacaciones”, o que “los españoles trabajamos menos que nadie y estamos siempre de parranda”, como creen algunos de nuestros vecinos del norte europeo, son escuchados con un suspiro compungido y algún que otro golpe de pecho.

Sin embargo, la beatificación del trabajo ha contado a lo largo de los siglos con oponentes de peso. Aristóteles, por ejemplo, consideraba el ocio como requisito imprescindible para cultivar el pensamiento filosófico. Antes de que esta declaración refuerce a quienes consideran que la filosofía es una forma de perder el tiempo y por tanto debe ser suprimida de los planes de estudio, aclaro que ni Aristóteles ni nadie sensato han confundido nunca el ocio con la inacción letárgica. Lo que Aristóteles consideraba incompatible con la reflexión creadora eran las tareas meramente lucrativas y serviles…, aunque fuesen al servicio de uno mismo, el peor de los capataces.
Por lo demás, una cosa es ser trabajador y otra ser activo. Hay personas que trabajan mucho porque realmente no tienen nada que hacer: el trabajo les da la excusa perfecta para perder el tiempo y asegurar muy dignos que no cuentan ni con un momento libre para leer, jugar con sus hijos, crear un sistema metafísico o al menos enterarse de los programas políticos y las cataduras de los candidatos antes de votar. Los romanos, que no fueron precisamente célebres por su pereza, consideraban que la condición básica del ser humano es el otium, el ocio, y que su contrapartida negativa es el nec-otium, el negocio, que resulta su opuesto como la enfermedad es negación de la salud.

Karl Marx no estaba del todo contento con que su yerno Paul Lafargue, un francocubano demasiado “caribeño” para su gusto, hubiese escrito El derecho a la pereza, un panfleto más legible que El capital (aunque a panfletista genial a Marx no le ganaba nadie), donde desacredita la ética de la laboriosidad y recuerda oportunamente que la voz “trabajo” viene del nombre de un antiguo instrumento de tortura. También nuestros clásicos hablan frecuentemente de pasar “penas y trabajos” y no precisamente recomendando la experiencia… Lo cierto es que el propio Marx, en aquella página utópica donde describe cómo el hombre liberado será agricultor por la mañana, industrial más tarde, arquitecto o pintor luego y poeta al caer la noche, realmente no está hablando del paraíso de los trabajadores sino de las perfectas y eternas vacaciones… Simone de Beauvoir inicia su reflexión ética contando una anécdota leída en Plutarco. Pirro, gran rey de Persia, le cuenta al filósofo Cineas sus planes imperiales: conquistará toda Grecia, luego África, Asia Menor, Arabia, India… “¿Y después?”, le pregunta Cineas. El rey suspira: “¡Ah, luego descansaré!”. “Entonces”, observa Cineas, ahogando un bostezo, “¿por qué no descansar ahora mismo, sin tanto trajín?”. Por su parte, un laborioso arrepentido, Bertrand Russell, escribió un Elogio de la ociosidad, donde afirma: “La técnica moderna ha hecho posible, dentro de ciertos límites, que el ocio no sea la prerrogativa de pequeños grupos privilegiados, sino un derecho repartido igualmente por toda la comunidad. La moralidad del trabajo es una moralidad de esclavos y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud”.

Desde luego en la actualidad las vacaciones tienen serias contrapartidas negativas. Para empezar, como son simplemente el reverso de las jornadas laborales, no desmienten y triunfan sobre la necesidad del trabajo sino que la confirman. Por tanto, los millones de personas que no logran encontrar trabajo están condenados a una caricatura atroz y cutre de las vacaciones generales, lo mismo que las multitudes que se agolpan en las carreteras y aeropuertos cuando toca el éxodo veraniego tienen su reverso aciago en las desesperadas masas que huyen de dictaduras o guerras en busca de un futuro mejor.

Pero lo peor de todo es que las vacaciones están sometidas a la pauta laboral por excelencia, que no es producir sino gastar. Ahí cumple una función avasalladora la falta de educación —¡otra más!— porque cuanto más inculta es la gente, más dinero necesita para rellenar el tiempo libre. Son como esos países que no crean ni patentan nada propio y que todo tienen que importarlo del extranjero. Por supuesto incluyo en esta nómina a los snobs, esos pseudocultos a los que sale tan caro impresionar al vulgo con su “buen gusto” ostentatorio. Conozco personas tan desasistidamente incultas que menos mal que son millonarios, porque de otro modo no sé cómo se las iban a arreglar…

¿Entonces? Pues nada, que nadie les prive de sus vacaciones ni tengan el menor escrúpulo en tomárselas y eso en cuanto puedan, aunque en el calendario las fechas no estén marcadas con tinta roja. Tómenselas a su modo, haciendo esas cosas tan valiosas que nadie retribuye, sea leerse las obras completas de Shakespeare, aprender a tocar la flauta dulce o mirar incansablemente el mar. No vendan ni uno solo de sus minutos y compren lo menos posible, pero sin agobios ni exageraciones. También hay cosas bonitas, aunque lo más bonito nunca sea una cosa. Váyanse, váyanse muy lejos, para lo que no necesitan siquiera salir de casa: viajen alrededor de su cuarto, como hizo Xavier de Maistre. Y a poco que puedan, háganme caso: no vuelvan jamás...

© El País (España)

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