domingo, 17 de julio de 2016

El Presidente, en un jardín envenenado

Por Jorge Fernández Díaz
En mangas de camisa y con un entusiasmo de barricada, el fantasmal escribano Bitell lo anticipó mejor que nadie: "La cuestión es liberación o dependencia -gritó en 1983-. Y nosotros?¡vamos a optar por la dependencia!" Fue ovacionado. Sabemos que Menem convirtió ese hilarante y fogoso equívoco en una praxis seria, y ahora vemos con cierta perspectiva histórica que los Kirchner también siguieron ese programa invertido: nadie hizo tanto como ellos por destruir la reputación del Estado, manchar los organismos de derechos humanos y desacreditar el progresismo. 

Pero donde pusieron especial empeño fue en entregar la soberanía energética, hito que revuelve las osamentas de Perón y Mosconi. En esta tarea reaccionaria de demolición, los apóstoles de Bittel tuvieron enorme éxito: recibieron el petróleo, el gas y la electricidad con estándares satisfactorios, con capacidad para proveer al mercado doméstico y en algunos casos con excedentes para una jugosa operación exportadora. Doce años después queda tierra arrasada: el cuarto país con más recursos no convencionales de petróleo y el segundo en gas a nivel mundial, perdió el autoabastecimiento, atraviesa una crisis severa y registra una insólita dependencia de Bolivia, Uruguay, Paraguay, Brasil, Qatar y Trinidad y Tobago. Estos curiosos entreguistas disfrazados de emancipadores reventaron el patrimonio nacional y crearon, en consecuencia, un déficit fiscal explosivo y un paraíso artificial de tarifas congeladas. La táctica fue consumir hasta agotar stocks; el objetivo no era la patria declamada, sino ganar elecciones para no soltar el botín.

La bola de nieve creció a la vista de todos, y cuando la Pasionaria del Calafate entrevió la tragedia del porvenir intentó colar una corrección, pero la vencieron el chucho y la liviandad; se apartó entonces de la ladera y dejó que el alud lo arrasara a su infeliz sucesor. Pagadiós, según el Diccionario etimológico del lunfardo (Oscar Conde). El camporismo, por segunda vez en la historia, legó una especie de Rodrigazo: evadiendo ese borde abismal andan los argentinos como equilibristas borrachos y con irregular suerte. En términos un tanto luctuosos, podríamos decir que el kirchnerismo permitió de manera indolente que la pierna se gangrenara en la certeza de que otros vendrían a cargar con la cruz de decidir la cura o la amputación, y en la intención de criticar cualquier decisión clínica que se tomara. Está claro que el paciente va a sufrir (todos vamos a hacerlo), y que no hay textos nacionales o internacionales de referencia para llevar a cabo semejante intervención, por la sencilla razón de que la irresponsabilidad del cristinismo es de una extravagancia aterradora; los vanguardistas son siempre muy originales. Asevera un viejo refrán sajón: no hay forma de dar bien una mala noticia. ¿Pero habrá anestesias posibles y otro camino que no sea el zigzag? Cuando el cirujano es duro y dubitativo al mismo tiempo, el paciente tiene derecho a rebelarse, o a morir de miedo.

Esa mezcla de sentimientos fatales formó el caldo de cultivo del primer cacerolazo. Muchos militantes cristinistas que marchaban por las calles les gritaban a los caceroleros: "Jódanse, ustedes los votaron". La sociología de esa protesta muestra dos clases bien diferenciadas: ciudadanos independientes a quienes las facturas les resultan verdaderamente impagables y militantes dogmáticos que los desprecian con toda su alma, pero que se montan sobre su malestar. Esos ciudadanos tienen un reclamo legítimo, que Macri no debería subestimar, y son, a la vez, damnificados del sistema irreal creado por los jefes de aquellos mismos militantes que los acompañaban en el disgusto y en la petición. Víctimas y victimarios, sin reconocerse los unos a los otros, se quejaban solidariamente bajo la lluvia del jueves.

El Gobierno debería defender a esos vecinos y al mismo tiempo realizar las reformas que permitan la sustentabilidad económica, dos imperativos en fuerte oposición. Los empleados mediáticos de Cristina Kirchner, que durante cinco años tildaron de golpistas los cacerolazos y las marchas civiles, se escandalizaban el viernes porque Cambiemos no había oído "la voz de las cacerolas": su lamento tiene la misma credibilidad que Sergio Schoklender leyendo un tierno homenaje a las madres argentinas. Sin embargo, lo cortés no quita lo valiente: sería muy grave que el Gobierno efectivamente relativizara el síntoma y adoptara posiciones internas de soberbia tecnocrática. Acá el cuadro general no da para ninguna feria de vanidades: la inflación baja más lento que suero de brea y la reactivación tarda más que el general Alais. El propio Jorge Todesca, portador franco de malas noticias, confesó estar preocupado por nuevos incrementos en el sector alimentario. Los comerciantes siguen cubriéndose exageradamente por la inflación y el Gobierno no puede con ellos, ni con ella. Algunos empresarios, acorde a su valentía acostumbrada, siguen corriendo el arco; ahora prometen inversión recién para cuando se defina quién ganará la elección del medio término. Su conmovedor patriotismo combina con ciertos economistas de la ortodoxia que, a río revuelto, regresan con sus libritos de shock. Si con un gradualismo traumático y keynesiano atronaron ollas y sartenes, imaginemos quién sonaría la próxima vez. El Club del Helicóptero tiene socios involuntarios.

La situación no habilita tanto asombro ni tanta demagogia: estuvimos más de un lustro alertando sobre la magnitud del problema que se avecinaba. Se ha visto y probado que no exagerábamos entonces, pero tenemos hoy la tendencia a olvidar rápidamente nuestros propios diagnósticos en la noble desesperación por proteger a la gente de los efectos de un ordenamiento inevitable y doloroso. Al periodismo le asiste el derecho a la inconformidad permanente, pero a la oposición institucional le cabe al menos el rechazo al facilismo berreta y a la hipocresía, y también la obligación del cuidado y del rigor en medio de un tránsito por terrenos altamente inflamables que conoce muy bien, tanto sea porque los denunció o porque es de algún modo corresponsable de provocar estas secuelas. También la sociedad cree en la prestidigitación económica: compró el buzón de que vivía en una economía sustentable y luego adquirió la idea fantástica de que sería muy fácil encarrilar un tren destruido cargado de pasajeros negadores que marchaba sin frenos hacia un precipicio. El Gobierno, con sus mensajes de autoayuda del siglo XXI, tampoco hizo mucho por desalentar esa nueva superstición. Que presuntamente le convenía. Estamos en un jardín envenenado, plagado de paradojas: la lucha contra la mafia policial, por ejemplo, aumenta la inseguridad en el conurbano bonaerense y los abnegados militantes de la sensibilidad social que protestaron contra la oligarquía tienen líderes multimillonarios. Que cada día producen imágenes del alto rating: el kirchnerismo es una saga incesante de tesoros escondidos. Y el cerrajero que abrió las cajas de Florencia expresó lo que piensa el común: "Mirá todo lo que tiene esta mina, con tanta pobreza que hay en la calle". A Macri ese aforismo le viene como anillo al dedo, de hecho las encuestas de este mes lo siguen mimando. Hasta podría reescribir íntimamente a Perón: "No es que seamos buenos, es que los anteriores fueron peores". Pero lo cierto es que la pobreza de la calle, señalada por el cerrajero, tarde o temprano será su culpa. Porque mishiadura mata termosellado.

© La Nación

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