lunes, 25 de enero de 2016

El peso del pasado

Por Gregorio A. Caro Figueroa
El pasado pesa. El exceso de memoria y el olvido evasivo, también. El abuso y la manipulación de ambos, agobian. Así como no conviene confundir recuerdos personales con historia, tampoco es bueno hacer un lastre del pasado. Para unos, esta hipertrofia del pasado suele ser un rasgo de decadencia. Según otros, el abuso puede ser un síntoma de trastornos de la identidad de un pueblo.

Tales trastornos pueden tener su origen en malestares e incertidumbres provocados por amenazas reales o imaginarias a identidades que, para acentuar sus rasgos, necesitan recurrir a visiones ideológicas de la historia. Colocar el centro de gravedad en el pasado, reavivando y prolongando querellas, suele ser un estimulante para la acción y un recurso para ocultar problemas actuales.

En su denuncia de “la historia falsificada”, aludiendo a Juan Manuel de Rosas, Ernesto Palacio señaló como obligación “la glorificación –no ya la rehabilitación- del gran caudillo que decidió nuestro destino”. Esto señalará el despertar de la conciencia nacional. Esta reivindicación estuvo ligada a la admiración por Francisco Franco, “Caudillo de España por la Gracia de Dios”.

La identidad de la Argentina, receptora de millones de inmigrantes, carece del sustrato histórico de “naciones homogéneas”. Esas naciones no solo son resultado de “la suma de tradiciones familiares”, sino que sus historias coinciden con esas tradiciones, explicó Palacio.

Nuestra heterogeneidad y debilidad de origen deben sustituirse con la “comunidad espiritual de un ideal nacional”, capaz de absorber y transformar esas diferencias instalando la historia como núcleo del ser nacional, y las tradiciones y la memoria nacionales en el corazón de una visión histórica que no solo debe ser inculcada sino, también, impuesta.   

Desde la vertiente “revisionista-popular”, como desprendimiento del esquema país-real país-formal, se contrapuso la memoria y la tradición oral, trasmitidas en “el íntimo escenario de la amistad”, a la historia erudita, académica y documentada.

De la primera, en la que se confunden memoria individual y memoria colectiva, derivaría la verdadera historia: no ya de un gran hombre, sino del pueblo, o de su caudillo, como protagonistas. De la segunda, la “historia oficial” escrita por una elite al servicio de sus intereses antipopulares y antinacionales.

Esta visión maniquea, su obsesión por el pasado y el “frenesí de liturgias históricas”, están recrudeciendo. No asistimos a un tropical reverdecer latinoamericano. Menos aún, a un fenómeno típicamente argentino. Las expresiones locales de este interés por el pasado y las conmemoraciones forman parte de una antigua y recurrente tendencia que se manifiesta hoy en Europa. 

Con estilos y argumentos diferentes, defendiendo sus respectivos intereses e ideologías, conservadores, progresistas y populistas participan de este culto a la memoria y del frenesí conmemorativo que lo expresa. Durante gran parte del siglo XX, de la mano de regímenes totalitarios, el riesgo no fue el exceso de memoria sino su supresión y destrucción.

Tales regímenes destruyeron la memoria para poder reescribir la historia, cortando sus telas a medida de sus intereses. Si la historia del Reich milenario “puede ser releída como una guerra contra la memoria”, ocultando y controlando la información, como observó Primo Levi, también pueden serlo las historias de la Unión Soviética y de China comunista. 

En los años 90, Tony Judt y Andreas Huyssen advirtieron que, por un lado, las sociedades postmodernas son, a la vez, más olvidadizas e ignorantes del pasado y, por el otro, promueven esta “auténtica manía de monumentos y museos, nostalgias culturales y novelas históricas”. Esta saturación favorece que se mezclen marketing de la memoria con manipulación y explotación política.

Lo que es más grave y paradójico: estos excesos están vaciando la historia no solo de rigor, sino también de sentido. Este retro progresismo se podría explicar “por una pérdida de fe en el progreso, una reacción ante la aceleración del cambio tecnológico y la conciencia de la desaparición de la generación que vivió el Holocausto”.

Borges criticó los excesos de la memoria. El hombre podría producir “lo que necesita sin recurrir al pasado”, y anticipó: “con el tiempo se va a llegar a eso, porque ya hay demasiados museos, hay como una carga de memoria demasiado pesada”. Ahora hay demasiados museos, pero muchos de los nuevos están huecos de memoria. 

David Rieff retomó la crítica a la llamada “cultura de la conmemoración” o “moda de la memoria”. Rieff comprobó sobre el terreno durante la guerra en la ex Yugoslavia, las trágicas consecuencias que acarrean los odios ancestrales avivados por “recuerdos” colectivos de mitos de un pasado manipulado políticamente. 

Aquella guerra no estalló por diferencias étnicas e históricas: “fue encendida por ideólogos nacionalistas que transformaron el narcisismo de la diferencia menor en la monstruosa fábula de que la gente del otro lado eran asesinos, mientras ellos era víctimas inocentes”, señala Misha Glenny. La limpieza étnica comenzó “limpiando” la historia de “enemigos”.

Paul Ricoeur, que aborda con mayor profundidad el problema de la memoria y el olvido, y de la memoria y la historia, explica que entre el recuerdo y el olvido está la “memoria justa”. Con esa expresión alude a la idea de la justa distancia que tenemos que mantener respecto al pasado. “No hay que estar muy apegado a él ni alejarse en exceso, sino encontrar la justa distancia. La sabiduría de la que hablo consiste en esa proximidad que traen consigo algunos distanciamientos”.   

En América latina resulta doblemente paradójico que sectores que se consideran progresistas, hagan profesión de fe antimoderna y de cerrazón autárquica, abrazando las obsesiones del pasado en clave memorística y entronizando el culto a un santoral sectario. Aunque recrudezcan hoy bajo otros climas, no son nuevas esta “politización de la historia” ni esta “historización de la política”, advierte Diana Quatrocchi.

Aunque protagonizado por especialistas, el debate sobre las diferencias entre memoria personal, memoria colectiva e historia se proyecta más allá de esos círculos: influye en la convivencia social y en las políticas de Estado. La memoria selecciona, busca justificar y legitimar, suele ser emotiva e imprecisa y, por eso mismo, genera pasiones y las exalta cuando se intenta imponer desde el Estado una memoria sesgada y única.

Ese tipo de memoria, como recuerdo de un pasado vivido o imaginado, “ha llevado a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación, y a la determinación de buscar revancha más que al compromiso con la dura labor del perdón”, señala Rieff. 

Por el contrario, la historia apunta al rigor y a la crítica; busca y contrasta pruebas, procura conocer y explicar. La historia, a diferencia de la memoria, “está obligada a dar cuenta de todo”. “La historia reúne; la memoria divide”, señala Pierre Nora. Si esa memoria no es plural, divide, excluye, simplifica lo complejo, alimenta enconos. “La política de la memoria tiene que respetar una pluralidad de memorias”.

Santos Juliá advierte sobre los riesgos de confundir la memoria con la historia, refundiendo ambas en la caldera de los nuevos estudios culturales. Frente a esos intentos, sin negar otras formas de abordar el pasado, reivindica la autonomía de la historia como campo propio, saber crítico y conocimiento científico del pasado. No se trata de divorciar la memoria de la historia: se trata de delimitar sus respectivas esferas para tender puentes entre ambas.

 Sin desconocer esas estrechas relaciones, Pierre Nora afirma que memoria e historia “funcionan en dos registros radicalmente diferentes”. “La memoria depende en gran parte de lo mágico y sólo acepta las informaciones que le convienen. La historia, por el contrario, es una operación puramente intelectual, laica, que exige un análisis y un discurso críticos”.

Juliá, autor de “Historias de las dos Españas” (2004), quizás sea quien aporte la mejor síntesis de este debate cuando advierte que, “en la medida en que la memoria desplace a la historia, estamos sembrando el camino de nuevos enfrentamientos”. Aquí no se está debatiendo solo sobre el pasado: a través de él, lo que se está discutiendo es el futuro cercano.

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