viernes, 28 de agosto de 2015

Deuda pública récord

Paso atrás en la dialéctica del “desendeudamiento”

Por J. Valeriano Colque (*)
La deuda pública del Estado argentino, medida en dólares, alcanzó en 2014 un récord en términos absolutos: 233 mil millones si se incluyen los bonos impagos en manos de holdouts. Y equivale al 45 % del Producto Interno Bruto (PIB), apenas un punto menos que en el año 2000, aunque está lejos del extraordinario 151 % del PIB que alcanzó en 2002 tras la megadevaluación que acompañó la salida del default.

Los datos surgen de un estudio dado a conocer por el Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf), que destaca que, en términos nominales, la deuda de 2014 fue 40 mil millones de dólares superior al récord de 191 mil millones que se había alcanzado en 2004, justo antes del primer canje de deuda, de 2005.

Si bien en términos del PIB el porcentaje actual es sustancialmente más bajo que en ese año (45 % versus 106 % del PIB), la importancia de la deuda actual en el PIB se encuentra en niveles similares a los de los años 1999-2000, periodo en el cual el endeudamiento ya empezaba a constituir un problema difícil de manejar.

En los últimos cuatro años, el stock total de deuda pública aumentó en casi 58.000 millones. Gran parte de este aumento se explica por un mayor endeudamiento con los propios organismos estatales, principalmente el Banco Central, que fue el principal financista del sector público durante este periodo, brindándole asistencia en dólares–con el suministro de reservas a cambio de Letras intransferibles–y también en pesos–mediante el otorgamiento de adelantos transitorios.

Los dos principales argumentos con que el Gobierno nacional defiende lo que ha llamado su “política de desendeudamiento”: que gran parte de la deuda es con entidades públicas; y que una amplia mayoría de la deuda está nominada en pesos y no en moneda extranjera.

Actualmente, un 61 % de la deuda se encuentra en manos del propio Estado (Banco Central, Anses, Banco Nación y otros organismos). Sin embargo, un punto esencial es que la deuda ‘intrasector publico’ no puede ser ignorada. En primer lugar, porque un Estado ‘pagador’ cumple con todas sus obligaciones, independientemente de si estas están en manos privadas o públicas. En segundo lugar, porque es clave desde el punto de vista práctico y de sostenibilidad futura que se le paguen estos compromisos al Banco Central y a la Anses.

El próximo presidente. La contracara de la deuda intrasector público termina siendo un deterioro progresivo del balance de la autoridad monetaria–y en consecuencia del valor de la moneda–y del fondo de Anses (...) Honrar a tiempo estos compromisos tiene hondo impacto en toda la sociedad argentina y particularmente en los jubilados (y futuros jubilados).

En cuanto al horizonte de pagos, se estima que los vencimientos totales de capitales e intereses para la próxima gestión presidencial sumarán el equivalente a 30.500 millones de dólares en 2016; 21.500 millones en 2017; 17.200 millones en 2018 y 15.700 millones en 2019.

Descalabro de las finanzas públicas

Los billetes de 100 pesos ya son el común denominador en los bolsillos de los argentinos y de las empresas. Esa moneda representa el 70 % de los billetes en circulación. Aun así, la divisa de mayor denominación es insuficiente para atender los gastos diarios, por lo que cada vez se necesitan más.

El Banco Central informó que a fines de julio había 3.773,5 millones de unidades de 100 pesos en circulación, lo que implicaba un aumento de casi 41 % comparado con el año pasado.

El crecimiento del uso y la demanda de los billetes de 100 pesos demuestran que la inflación en la Argentina–pese a la moderación que este año mostró hasta junio último-sigue siendo un fenómeno perjudicial para la economía. Esta sólo se ha controlado en una reducida existencia de productos incluidos en el esquema de Precios Cuidados.

En forma paralela, la no existencia de una moneda de mayor denominación origina múltiples problemas de seguridad y de logística para las empresas, los servicios de seguridad y la actividad en general. Por contrapartida, en los países más desarrollados los instrumentos de mayor uso son las tarjetas de crédito y de débito.

La proliferación del papel moneda en nuestro país demuestra el descontrol del gasto público y el enorme déficit que acumulan las cuentas públicas. El rojo fiscal es hoy similar a los de los meses previos a las grandes crisis económicas que atravesó la Argentina. Hasta junio último, el déficit superaba los 105 mil millones de pesos, con una proyección superior a 250 mil millones para este año.

Para hacer frente a este descalabro de las finanzas públicas, el Gobierno nacional acudió a la emisión, vía anticipos del Banco Central; de allí la expansión de los billetes de 100 pesos en circulación.

El ministro de Economía de la Nación, Axel Kicillof, ha pretendido disimular esos problemas con frases carentes de veracidad.

La deuda del Estado argentino–medida en dólares–alcanzó en 2014 a 233 mil millones, si se incluyen los bonos impagos en manos de holdouts.

Ese monto equivale al 45 % del producto interno bruto, apenas un punto menos que en 2000, de acuerdo con un informe del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf). Aunque la situación no pueda compararse con la crisis de 2001-2002, el monto adeudado supera en más de 40 mil millones de dólares las obligaciones en 2014, que llegaban a 191 mil millones de dólares, antes del primer canje de deuda.

El descontrol del gasto público es innegable, así como su impacto en la emisión y, por ende, en la inflación, además de un endeudamiento que se convertirá en una pesada carga para los primeros años de la administración que asumirá el 10 de diciembre.

Otra herida lacerante a la democracia

Las fuertes sospechas de fraude en las elecciones en la provincia de Tucumán y el avance feroz de las fuerzas de seguridad contra los ciudadanos que salieron a reclamar por lo que consideran es un despojo en las urnas, le acaban de propinar otra herida lacerante a la democracia.

El estrépito tucumano se suma a otros episodios que se vienen verificando al ritmo de actos comiciales de enorme trascendencia cívica e institucional. Pero ya no se trata de hechos atribuibles sólo a la mano de obra que ponen a disposición los rentados punteros políticos de cada zona, sino también a fechorías operadas con la venia y el control de los propios jefes de gobierno.

Robo de boletas, urnas quemadas, sistemas enmarañados y obsoletos de votación y escrutinio, y la permisividad para que los cuartos oscuros presenten cuantiosas papeletas de candidaturas son fallas inconcebibles que detonan en escándalos, como ha ocurrido en Tucumán. El caudillaje y las malas prácticas políticas parecen prevalecer sobre los derechos cívicos; entre estos, el más elemental en un sistema republicano: el voto popular. Nadie está exento de tantas arbitrariedades. Desde la administración nacional de Cristina Fernández, pasando por el gobernador tucumano, José Alperovich, hasta los interminables caciques del conurbano bonaerense. Todos ellos han contribuido a incumplir el mandato crucial del sufragio en libertad y sin trampas.

Es inadmisible–y hasta suena a broma de pésimo gusto–que Aníbal Fernández, jefe de Gabinete de la Nación y candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, haya dicho que no se enteró de los incidentes del lunes en la ciudad de San Miguel de Tucumán, y por ende no podía opinar sobre ellos, porque “estaba durmiendo”.

Tampoco contribuye a pacificar los ánimos la escalada de acusaciones que se cruzan los principales aspirantes a conducir los destinos del país después del próximo 10 de diciembre. La mancha que se disemina sobre una democracia endeble se acrecienta aún más cuando la dirigencia política intenta sacar ventajas mezquinas. Ello quedó reflejado en el asesinato del militante político jujeño Jorge Ariel Velázquez, que mereció interpretaciones apresuradas de la propia Presidente, además de poner en tela de juicio el impresionante poder territorial y económico de la dirigente Milagro Sala.

Es impostergable bajar el tono de la confrontación a fin de preservar la transparencia y respeto a los electores de cara a la puja de mayor relevancia que nos depara el calendario; es decir, las presidenciales del 25 de octubre y eventualmente el balotaje del 22 de noviembre.

¿Se puede consentir que la multitud que reclama porque le incendiaron su derecho más preciado y porque intuye el fraude ominoso sea apaleada? Sin dudas, no.

(*) Economista

© Agensur.info

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