Por Natalio Botana |
Hay dos procesos paralelos en marcha. Uno es el electoral;
el otro busca prolongar desde el Gobierno un aparato de control. Ambos procesos
miran al futuro, pero mientras en el primero se cruzan los debates típicos de
una campaña, en el segundo el oficialismo mira hacia el pasado y a los cerrojos
que habría que instalar para sellar la impunidad.
¿Hasta qué punto llegarán estas obsesiones a consumar su
propósito? Por el momento, todo parece indicar que las acciones quedarán
trabadas, en última instancia, por el régimen de pesos y contrapesos que aún
subsiste en nuestro sistema judicial. El problema, por consiguiente, toca de
lleno lo que resultará de la puja de candidaturas. La Justicia podrá contener
esas sucesivas arremetidas, pero no podrá -porque no le compete- atacar las
malformaciones que nos deja esta larga década de pretendida hegemonía.
Las malformaciones son el producto de una espesa mezcla de
ineficiencias y corrupciones. En el reciente libro del presidente de la
Auditoría General de la Nación, Leandro Despouy, La Argentina auditada, el
lector tiene la oportunidad de conocer la trama de un mundo oculto tras el
laberinto que conforman las cuentas del Estado. La selección extraída de
alrededor de 3000 informes, referida a la Aduana, la energía y el transporte
ferroviario y aerocomercial, es como un breve tratado sobre las incompetencias
y corruptelas que nos rodean.
Estos datos son indicadores relevantes de lo que esconde la
fachada del Estado y del maridaje opaco entre el interés público y el interés
privado. No debe extrañarnos este relato basado en hechos reales y no en
ficciones. El Estado es entre nosotros un ente irresponsable porque, al cabo de
un sinnúmero de desviaciones grandes y pequeñas, no responde a las demandas de
la ciudadanía.
El oficialismo y la oposición (que fue iniciadora de estos
proyectos) dieron respuesta a un núcleo de carencias vitales mediante subsidios
que amortiguan la pobreza extrema (seriamente erosionados por la inflación),
pero los subsidios otorgados por el oficialismo a empresas de transporte
carecieron de aptitud para garantizar la seguridad de los usuarios. Éste es el
revés de la trama: si unos subsidios en la forma de asignaciones universales
significan, con toda razón, un mínimo derecho a la dignidad, la otra clase de
subsidios encarna un turbio manejo de dádivas y privilegios.
Poco hemos escuchado de parte de los candidatos más
populares (según los pronósticos siempre discutibles de las encuestas) acerca
de esta urgente tarea de reconstrucción. Por eso, la hipótesis, no compartida
por todos los candidatos, de que las elecciones se ganan de la mano de generalizaciones,
sin discutir programas ni políticas públicas, será puesta a prueba en los
sucesivos comicios nacionales que comienzan el mes próximo.
Al término de estos pocos meses se conocerá en efecto qué
imagen del país deseable se va generando en el electorado. La envoltura vaga de
un discurso que machaca en las consignas de cambiar o continuar nos es
equivalente al entrecruzamiento consciente, con propuestas específicas, de
proyectos de buen gobierno para los años venideros.
Se dice a menudo que este último aspecto, propio de una
democracia que abreva en ofertas de políticas públicas, no es el que importa a
los electorados del siglo XXI. Más que eso, lo importante en las elecciones es
la imagen que instintivamente transmiten los candidatos, el juicio que a los
electores le merecen sus gestiones de gobierno (si han tenido esa
responsabilidad) y el balance que hace la ciudadanía de la satisfacción
relativa de sus necesidades (que difieren, obviamente, en función de su ingreso
y capacidad de consumo).
Estos dos aspectos de la praxis democrática habrán de
influir, en grados variables, sobre cada uno de nosotros, tanto como las reglas
electorales gracias a las cuales votamos. Hoy, las reformas que se han venido
acumulando desde 1994 arrojan la novedad de practicar una elección obligatoria
montada sobre tres escalones: primero las PASO; después el primer turno de
octubre; por último, sin ninguno traspone la meta del 45% de los sufragios, o
el 40% con diez puntos de ventaja sobre el segundo, la última ronda en
noviembre entre los dos más votados.
En realidad, son elecciones nacionales a tres vueltas, con
el condimento de que por la misma escalera también se asciende en algunas
elecciones de distrito, como las que tendrán lugar pasado mañana en la ciudad
de Buenos Aires. Si esta suerte de indigestión electoral se combina con un
escuálido menú de propuestas, daríamos curso a un argumento contradictorio:
abundantes elecciones formales, ya que así lo exigen las reglas vigentes, y en
ellas escaso sustento material.
Esta blandura en la relación entre hechos e ideas tiene su
contrapartida en el crepúsculo del relato oficial. Hace años que se repite este
cuadro sugestivo de cambio de vestuario: sin duda, el peronismo es portador del
genio del transformismo. Si transformar es cambiar de rostro, modificar las
palabras o inventar otras para conservar el poder, ¿qué va quedando de la saga
contra las corporaciones, con su carga de sospechas y denuncias de
conspiraciones, mientras se apagan los mensajes (aunque siga encendida la
cadena oficial), los recursos disminuyen aceleradamente y los personajes que
hasta hace poco estaban en el purgatorio reaparecen protegidos bajo el apotegma
de "primero la patria, después el movimiento y luego los hombres"
Estos oportunos deslizamientos pueden alimentar una reserva
electoral no desdeñable cuando las posiciones adquiridas se sienten amenazadas.
En esa encrucijada, el transformismo tiene la ventaja de la plasticidad. Por
cierto, la amenaza en cuestión debería provenir de las filas de la oposición,
pero esa capacidad hipotética para vencer al transformismo es tributaria de los
términos en que se produzca la polarización de los candidatos más votados y de
la restricción que impone nuestro régimen de ballottage.
Si hay polarización es porque los dos candidatos más votados
superan el umbral del 70% de los sufragios. En este caso, la elección decisiva
será en las PASO de agosto, pues desde esa plataforma se lanzarán los dos
candidatos que encabezaron el pelotón a la elección, tal vez finalista, del mes
de octubre. Si, en cambio, el porcentaje de la polarización se reduce y aumenta
la franja de los terceros partidos, tendríamos la primicia de una distribución
más plural de los legisladores en el Congreso y se abriría el horizonte para
una última definición en noviembre.
De todo como en botica, decía un antiguo refrán. De todo,
sí, siempre que tengamos en cuenta que las PASO no son tan sólo un mecanismo
para ordenar y mejorar la competencia intrapartidaria (el oficialismo en el
plano nacional, por ejemplo, no las practica), sino un resorte que además
activa los sentimientos proclives a ponderar el éxito y, por ende, a
convertirlo en una tendencia inevitable que se consagrará en octubre. El
esquema del 45% o del 40% con diez puntos de diferencia es, para tal objetivo,
una pieza estratégica ya probada en anteriores comicios: por el atractivo que
tienen los buenos resultados, se suele premiar con más votos al que sale
primero.
Con este panorama a la vista, entramos en la recta final. La
cosa dependerá de la fortaleza de las oposiciones y de la astucia del
transformismo.
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