viernes, 17 de julio de 2015

El riesgo de volver al transformismo

Por Natalio Botana

Hay dos procesos paralelos en marcha. Uno es el electoral; el otro busca prolongar desde el Gobierno un aparato de control. Ambos procesos miran al futuro, pero mientras en el primero se cruzan los debates típicos de una campaña, en el segundo el oficialismo mira hacia el pasado y a los cerrojos que habría que instalar para sellar la impunidad.

¿Hasta qué punto llegarán estas obsesiones a consumar su propósito? Por el momento, todo parece indicar que las acciones quedarán trabadas, en última instancia, por el régimen de pesos y contrapesos que aún subsiste en nuestro sistema judicial. El problema, por consiguiente, toca de lleno lo que resultará de la puja de candidaturas. La Justicia podrá contener esas sucesivas arremetidas, pero no podrá -porque no le compete- atacar las malformaciones que nos deja esta larga década de pretendida hegemonía.

Las malformaciones son el producto de una espesa mezcla de ineficiencias y corrupciones. En el reciente libro del presidente de la Auditoría General de la Nación, Leandro Despouy, La Argentina auditada, el lector tiene la oportunidad de conocer la trama de un mundo oculto tras el laberinto que conforman las cuentas del Estado. La selección extraída de alrededor de 3000 informes, referida a la Aduana, la energía y el transporte ferroviario y aerocomercial, es como un breve tratado sobre las incompetencias y corruptelas que nos rodean.

Estos datos son indicadores relevantes de lo que esconde la fachada del Estado y del maridaje opaco entre el interés público y el interés privado. No debe extrañarnos este relato basado en hechos reales y no en ficciones. El Estado es entre nosotros un ente irresponsable porque, al cabo de un sinnúmero de desviaciones grandes y pequeñas, no responde a las demandas de la ciudadanía.

El oficialismo y la oposición (que fue iniciadora de estos proyectos) dieron respuesta a un núcleo de carencias vitales mediante subsidios que amortiguan la pobreza extrema (seriamente erosionados por la inflación), pero los subsidios otorgados por el oficialismo a empresas de transporte carecieron de aptitud para garantizar la seguridad de los usuarios. Éste es el revés de la trama: si unos subsidios en la forma de asignaciones universales significan, con toda razón, un mínimo derecho a la dignidad, la otra clase de subsidios encarna un turbio manejo de dádivas y privilegios.

Poco hemos escuchado de parte de los candidatos más populares (según los pronósticos siempre discutibles de las encuestas) acerca de esta urgente tarea de reconstrucción. Por eso, la hipótesis, no compartida por todos los candidatos, de que las elecciones se ganan de la mano de generalizaciones, sin discutir programas ni políticas públicas, será puesta a prueba en los sucesivos comicios nacionales que comienzan el mes próximo.

Al término de estos pocos meses se conocerá en efecto qué imagen del país deseable se va generando en el electorado. La envoltura vaga de un discurso que machaca en las consignas de cambiar o continuar nos es equivalente al entrecruzamiento consciente, con propuestas específicas, de proyectos de buen gobierno para los años venideros.

Se dice a menudo que este último aspecto, propio de una democracia que abreva en ofertas de políticas públicas, no es el que importa a los electorados del siglo XXI. Más que eso, lo importante en las elecciones es la imagen que instintivamente transmiten los candidatos, el juicio que a los electores le merecen sus gestiones de gobierno (si han tenido esa responsabilidad) y el balance que hace la ciudadanía de la satisfacción relativa de sus necesidades (que difieren, obviamente, en función de su ingreso y capacidad de consumo).

Estos dos aspectos de la praxis democrática habrán de influir, en grados variables, sobre cada uno de nosotros, tanto como las reglas electorales gracias a las cuales votamos. Hoy, las reformas que se han venido acumulando desde 1994 arrojan la novedad de practicar una elección obligatoria montada sobre tres escalones: primero las PASO; después el primer turno de octubre; por último, sin ninguno traspone la meta del 45% de los sufragios, o el 40% con diez puntos de ventaja sobre el segundo, la última ronda en noviembre entre los dos más votados.

En realidad, son elecciones nacionales a tres vueltas, con el condimento de que por la misma escalera también se asciende en algunas elecciones de distrito, como las que tendrán lugar pasado mañana en la ciudad de Buenos Aires. Si esta suerte de indigestión electoral se combina con un escuálido menú de propuestas, daríamos curso a un argumento contradictorio: abundantes elecciones formales, ya que así lo exigen las reglas vigentes, y en ellas escaso sustento material.

Esta blandura en la relación entre hechos e ideas tiene su contrapartida en el crepúsculo del relato oficial. Hace años que se repite este cuadro sugestivo de cambio de vestuario: sin duda, el peronismo es portador del genio del transformismo. Si transformar es cambiar de rostro, modificar las palabras o inventar otras para conservar el poder, ¿qué va quedando de la saga contra las corporaciones, con su carga de sospechas y denuncias de conspiraciones, mientras se apagan los mensajes (aunque siga encendida la cadena oficial), los recursos disminuyen aceleradamente y los personajes que hasta hace poco estaban en el purgatorio reaparecen protegidos bajo el apotegma de "primero la patria, después el movimiento y luego los hombres"

Estos oportunos deslizamientos pueden alimentar una reserva electoral no desdeñable cuando las posiciones adquiridas se sienten amenazadas. En esa encrucijada, el transformismo tiene la ventaja de la plasticidad. Por cierto, la amenaza en cuestión debería provenir de las filas de la oposición, pero esa capacidad hipotética para vencer al transformismo es tributaria de los términos en que se produzca la polarización de los candidatos más votados y de la restricción que impone nuestro régimen de ballottage.

Si hay polarización es porque los dos candidatos más votados superan el umbral del 70% de los sufragios. En este caso, la elección decisiva será en las PASO de agosto, pues desde esa plataforma se lanzarán los dos candidatos que encabezaron el pelotón a la elección, tal vez finalista, del mes de octubre. Si, en cambio, el porcentaje de la polarización se reduce y aumenta la franja de los terceros partidos, tendríamos la primicia de una distribución más plural de los legisladores en el Congreso y se abriría el horizonte para una última definición en noviembre.

De todo como en botica, decía un antiguo refrán. De todo, sí, siempre que tengamos en cuenta que las PASO no son tan sólo un mecanismo para ordenar y mejorar la competencia intrapartidaria (el oficialismo en el plano nacional, por ejemplo, no las practica), sino un resorte que además activa los sentimientos proclives a ponderar el éxito y, por ende, a convertirlo en una tendencia inevitable que se consagrará en octubre. El esquema del 45% o del 40% con diez puntos de diferencia es, para tal objetivo, una pieza estratégica ya probada en anteriores comicios: por el atractivo que tienen los buenos resultados, se suele premiar con más votos al que sale primero.

Con este panorama a la vista, entramos en la recta final. La cosa dependerá de la fortaleza de las oposiciones y de la astucia del transformismo.

© La Nación

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