domingo, 26 de abril de 2015

Nuestro hombre en Transilvania

Por Guillermo Piro
Bela Lugosi es el principal practicante en la historia del cine del colapso nervioso con carácter eterno. La geografía de su rostro puede variar algo, pero el paisaje espiritual se altera poco o nada. A partir de él, la actuación que aspira a inspirar terror comenzó a declinar. Cualquier actor que se afana en inspirar terror tiene el aura del asalariado. Todos son comediantes.

El Drácula encarnado por Bela es un enfermo emocional, una víctima terminal de su propia violencia. En su propio nombre está anclado el miedo (en el de Bela, digo). Los precedentes no importan. Tampoco las ocasionales e inadvertidas parodias que Bela hace de sí mismo: “No bebo... vino”, dice Drácula en la versión de Tod Browning de 1931 que volví a ver hace unos días.

Creo que nadie se ha tomado el trabajo de averiguar qué hilo sutil une los destinos faciales de Bela Lugosi, Carlos Gardel y Perón. Es evidente que este último hizo mucho más que limitarse a “ver” el film de Browning. Yo apostaría a que vio este film muchas, hasta conseguir imitar ciertas miradas. El parecido con Gardel en cambio más bien se intuye: Lugosi, en el film de Browning, nunca ríe. A lo sumo esboza demasiado tenuemente una sonrisa. Pero a partir de eso no es difícil imaginar cómo continuaría esa sonrisa, y el resultado, la summa, está en el rostro de Gardel.

La lascivia de Drácula es demasiado peronista, nunca exagera al punto de parecer monstruoso. Medido, Bela, a diferencia de sus predecesores y seguidores, es un modelo a seguir. El Drácula de Bela Lugosi es exactamente lo que quisiéramos que sea. Enérgico y bien hablado. Elegante y meticuloso. Bien peinado. Cuando besa la mano de una dama evalúa la presencia y el volumen de los senos. En un segundo su mirada se instala en los ojos de la dama, luego se evaden un momento, se pierden, apuntan a su mano. Y entonces, cuando el blanco está fijado y mientras la boca se aproxima para estampar en ella un beso suave, los ojos vuelven a las andadas. Se fijan en el cuello y bajan, bajan, bajan. Y sueltan a su presa en el mismo instante en que el beso se separa, dejando su huella grasosa, su marca invisible. Decimos: “Debe saber bailar. Es nuestro hombre en Transilvania”. Browning hace entrar por la puerta grande a la gran estrella de todos los tiempos: el humor. Cuando el vampiro aletea delante de la ventana de su víctima, uno ve al encanto salir volando por la otra puerta. Ese aleteo pausado, perezoso, desenmascara el artilugio: sé de los vampiros, parece decirnos Browning, pero no puedo decir lo mismo del deseo. En cualquier caso, manifestemos las dudas mostrando una y otra vez lo único que sabemos: los vampiros vuelan así, podemos verlos. Es todo lo que sabemos. Lo demás es arte, ¿o no?

Y lo más sorprendente es que viendo a ese vampiro aleteando ante la ventana pensamos que no puede ser otro que Bela. Sorprendente.

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