miércoles, 22 de abril de 2015

La otra devaluación

Por Gabriela Pousa
Argentina es un país extraño donde cuando nada pasa es cuando todo está pasando. Es difícil percibir las diferencias entre la realidad y la apariencia. Se vive entre escenografías y máscaras como si la vida misma estuviese maquillada. Todo se mezcla sin medir consecuencias. Idéntica trascendencia puede darse a un escándalo mediático que a la entronización de un Papa nacido en estos pagos.

El afán por establecer lo igualitario como paradigma de lo democrático ha llevado a confundir el negro con blanco. Igualar, en este caso, es un eufemismo de vivir uniformados. Salirse de ese “orden” se paga caro. 

En ese contexto, la coyuntura política carece de toda racionalidad. El escándalo es tomado con naturalidad, la tolerancia a la barbarie es magnánima, y se le perdona lo imperdonable al gobierno nacional en pro de quimeras y falsedades. A ningún otro gobierno se le ha dejado hacer como al actual. 

Criamos al kirchnerismo como se cría un chico. Le permitimos desde el primer día hacer lo que quiera sin medir consecuencias, que gatee libremente, que abra cajones, toque enchufes, juegue con los adornos, se trepe a los sillones, llore y grite… Así durante doce años. 

Hoy, en esta adolescencia progresiva, pretendemos que se comporte con altura, buscamos ponerle límite sin garantía de éxito por la simple razón de no tener noción del significado de ese concepto. Inútil pretender que obre acorde a normas o reglas que jamás se le ha enseñado. Sucede con el ser humano en el seno familiar, y sucede con el gobierno en el marco político y social.  

El hartazgo, la apatía, el creer que “la buena vida” es sinónimo de poder comprar en cuotas un electrodoméstico más, nos convirtió en portadores de una paciencia infinita. El tener cotizó más que el ser. Hubo convencimiento de que se le debe pleitesía a quien nos “regaló” recitales de rock, nos inauguró una canilla, divirtió en Tecnópolis y habilitó feriados, convirtiendo fechas patrias en fines de semanas largos. 

Sumidos en tamaña confusión, y temerosos de lo que vendrá porque siempre hemos estado al amparo de “papá Estado”, vemos el cambio con recelo y pavor: ¿tendremos que renunciar a los beneficios de ser esclavos? Sí, cambiar requiere un renunciamiento que no todos los argentinos están dispuestos a aceptar. 

Esto explica de algún modo, el por qué Daniel Scioli suena aún como un posible sucesor de la jefe de Estado. El mismo hombre que ocultó cadáveres durante una inundación puede ser electo Presidente de la Nación. ¿Hay acaso coherencia en ello? No. Coherencia no, lo que hay es temor. Temor a perder la dádiva, el plan social, el “beneficio” del clientelismo, la asignación universal por hijo… 

De lo contrario, no es factible entender que el gobernador del conurbano, pueda tener alta intención de voto. Daniel Scioli es Cristina sin el grito, el dedo acusador, la cadena nacional, el mal trato cotidiano, el agravio por acto u omisión. Y parte del pueblo argentino es inmune a la corrupción, a la decadencia institucional, a la justicia y a la mismísima Constitución. Le importa un ápice lo que pasa fuera de las paredes de su casa. Por eso la basura tapa las calles, los monumentos se manchan con aerosol y se rompe un colectivo o un vagón.

Hacer la vista gorda” es deporte nacional, el “no te metas” gravita como dogma, y el “más vale malo conocido que bueno por conocer” sella un destino de resignación y falso confort. 

Otro asunto que explica, o pretende explicar, la presunta  posibilidad de un triunfo del gobernador radica en la crisis económica. No se evidencia aún una nítida percepción de crisis en la ciudadanía. Esto se debe a esas apariencias que se confunden con la realidad, a las cuales aludíamos al comienzo de estas líneas. 

Parece haber cierta calma porque el dólar no se dispara ni se habla de corralitos o corridas bancarias. Y además, la inflación se instaló como algo con lo cual hay que aprender a convivir más que como un mal a combatir. ¿Qué importa una suba de precios si el gobierno sube el subsidio luego? Y siempre prima el temor a que un nuevo mandatario ponga fin a ese “favor”. 

Para entender que el subsidio a la pobreza es en realidad una cadena que ata y condena a no salir de ella, es necesario educación. Y el kirchnerismo se ha ocupado con creces de mantener la ignorancia generalizada, sobre todo en las clases más necesitadas.

En Argentina, la mayoría de las elecciones fueron definidas por el bolsillo guste o no. Véase que mientras las instituciones eran desmanteladas, mientras los Schoklender administraban fondos públicos, Ricardo Jaime estafaba o el juez Norberto Oyarbide cerraba toda causa contra el matrimonio presidencial, un 54 % le servía en bandeja la reelección a Cristina.

¿No se veía por ese entonces la corrupción? No la veía quien no quería, porque ya había pasado lo de Skanska, ya había entrado Antonini Wilson con la valija, ya habían sido diezmadas las Fuerzas Armadas y saqueadas las AFJP. Pero nada importaba porque se podían comprar plasmas en doce cuotas sin interés, o viajar a la costa los feriado puente y en Semana Santa… 

En síntesis, los argentinos no votaron gestión, votaron la apariencia de gestión que es distinto. Asimismo, el mayor apoyo que recibe Scioli, lo hace de sectores cuyo comportamiento y actitud frente a la política es nimio. O sea, el candidato tibio y moderado cuenta con el aval del ciudadano que le es similar: desaprensivo, resignado, moralmente anestesiado como el gobernador, para quien “el fin justifica los medios“. Así la Presidencia justifica las innumerables  displicencias que sufrió. Todo fuera por el sillón. 

Además, hay interés en votar tranquilidad después de años de tormentos, y Scioli está vendiendo eso: mesura, diálogo, sosiego y no tensión. Qué haya hecho o deshecho sigue sin ser prioridad para el elector. Si comúnmente se ha votado por el tenor del bolsillo, ¿por qué ahora habría que votar por eficiencia en la gestión?  

También es factible hacer una exégesis de la debacle que sufre el Frente Renovador. Sergio Massa no comprendió que su caudal electoral en la última elección, fue el voto a quién en ese momento, el gobierno, había erigido como opositor. Idéntica situación sucedió con Pino Solanas que se cegó, y no asumió que el voto porteño no estaba a su favor sino en contra de permitirle a Daniel Filmus, – y consecuentemente al oficialismo -, ocupar una banca más en el recinto.   

Cuando el escrutinio es mal leído suele sobrevenir este tipo de  decepción. Finalmente, la Presidente está más interesada en su propia suerte que en quién será su sucesor. Para ella habrá apenas un suplente porque no considera que el país pueda subsistir sin ella. La disyuntiva que enfrenta es advertir si la fidelidad de los jueces y fiscales que está consiguiendo por coimas y aprietes hoy, seguirá intacta cuando ya no sea ella quien trabaje en Balcarce 50. Esa duda la desvela porque, en política, la traición es regla y la lealtad excepción.

Así y todo, Fernández de Kirchner quiere volver a la vieja metodología con la cual el kirchnerismo construyó poder después de asumir con un 22% de votos. Cristina apuesta de nuevo a la caja. Y puede hacerlo porque en medio de una devaluación que sobrepasó el límite de la moneda, Argentina ha sufrido una devaluación mucho peor: la de la dignidad y el honor. 

No hace falta mucho para darse cuenta que, como el fiscal Javier De Luca, hay hombres baratos, en oferta, prestos a venderse al primer postor aunque ni siquiera sea el mejor. 


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