Los herederos de
Alfonsín, divididos entre el legado puro del radicalismo
y el macrismo.
Por James Neilson |
Lo mismo que el peronismo, el radicalismo es mucho más que
un movimiento político. Es un sentimiento, una subcultura, una manera un tanto
rara, casi decimonónica, de expresarse, una identidad elegida por quienes
encuentran atractivo un relato protagonizado por personajes como Leandro Alem,
Hipólito Yrigoyen y, en los años últimos, Raúl Alfonsín, además de los valores
que a su entender encarnaban tales prohombres.
Pero mientras que los camaleones
peronistas son capaces de adaptarse sin complejos a cualquier circunstancia,
por imprevista que les fuera, los radicales han resultado ser aún más
nostálgicos y mucho menos pragmáticos. Ellos sí se aferran a sus verdades
reveladas: la propensión de sus líderes a tomar al pie de la letra su propio
discurso altisonante los ha llevado a cometer tantos errores en el gobierno que
en diversas ocasiones el radicalismo ha estado al borde de la extinción pero,
para desconcierto de los sepultureros, una y otra vez la UCR ha logrado
levantarse de la tumba.
Acaba de hacerlo de nuevo. Si bien, como en 2007 cuando, por
falta de presidenciables propios, los radicales se alinearon detrás del
peronista Roberto Lavagna, han tenido que pactar con un extrapartidario, en
esta oportunidad Mauricio Macri, que podría aportarles los votos que necesitan,
de prosperar la alianza que está formándose con PRO, el ala más razonable y más
democrática del populismo nacional se aseguraría un papel determinante en los
años próximos. Sucede que, a pesar de haber sufrido tantos reveses por, como
confesó Alfonsín antes de despedirse de la presidencia, no poder, no saber o no
querer hacer lo necesario para gobernar con solvencia, la UCR ha conservado un
imponente aparato político que está presente en todos los distritos del país.
Cuando de vehículos electorales se trata, posee tantas flotillas como el PJ o
más; lo que no tiene son conductores que estarían en condiciones de usarlos
para alcanzar la Casa Rosada.
En el corto plazo, la capacidad movilizadora del radicalismo
entraña un peligro. Si merced a ella Ernesto Sanz derrotara a Macri en las
PASO, reeditando lo hecho por Fernando de la Rúa en 1998 cuando, en la interna
de la alianza de aquel entonces, superó por un margen muy amplio a la
frepasista Graciela Fernández Meijide, el acuerdo con PRO, que se basa en la
voluntad radical de aprovechar la popularidad creciente del jefe del gobierno
porteño, dejaría de tener sentido y todo volvería a ser como era antes de la
Convención del domingo pasado. Así y todo, Sanz y la ex radical Elisa Carrió
tendrán que hacer un esfuerzo auténtico por hundir el barco que, esperan,
salvaría al país de más años de hegemonía peronista.
Los kirchneristas que temen que se mantenga a flote, están
poniéndose cada vez más nerviosos, lo que puede entenderse ya que para muchos,
comenzando con Cristina, el llano amenaza con serles terriblemente inhóspito.
La aparición repentina de una alternativa que, como saben muy bien, podría
triunfar en las elecciones venideras, los asustó tanto que su reacción inicial
bordeó la histeria. Aníbal Fernández, representante él de una ultraderecha de
reminiscencias mussolinianas de la que el peronismo no ha logrado librarse, se
puso a lamentar el supuesto regreso de “la derecha espantosa” liderada, nos
informó, por un imbécil. Se entiende: en los manuales de geometría ideológica
confeccionados por los kirchneristas, Macri, un político que no desentonaría en
el gobierno del presidente francés François Hollande, un socialista, se halla
ubicado en la derecha extrema del diagrama que han improvisado, mientras que
los fachos montoneros y sus admiradores ocupan un lugar en la izquierda. De más
está decir que tales distorsiones, ocasionadas por la voluntad de muchos
peronistas de alejarse lo más posible de los orígenes intelectuales del
movimiento en el que militan, han contribuido enormemente a obstaculizar el
desarrollo político y socioeconómico de la Argentina.
También ha tenido consecuencias muy negativas la idea de que
en esta parte del mundo las coaliciones nunca sirvan para gobernar. Es un
planteo antidemocrático, ya que, en una sociedad compleja y por lo tanto
pluralista como la argentina, la única alternativa a una alianza será un
régimen autoritario, por preferencia unipersonal, como el encabezado
actualmente por Cristina, o sea, una especie de dictadura consentida. En
Europa, además de países latinoamericanos como Brasil y Chile, las coaliciones
son normales, mientras que en Estados Unidos los partidos Demócrata y
Republicano son ellos mismos “rejuntes” de facciones muy diversas. Oponerse por
principio a tales arreglos porque el gobierno de la Alianza terminó mal es tan
perverso como autodestructivo.
Puede que haya exagerado Lilita al vaticinar que el frente
Pro-UCR-CC, más otras formaciones que podrían agregarse en los meses próximos,
gane las elecciones en la primera vuelta, pero no cabe duda de que, siempre y
cuando se mantenga intacto, brindará a los radicales una buena oportunidad para
regresar al poder real. ¿Habrán aprendido algo de la experiencia de los
gobiernos de Alfonsín y De la Rúa? Sería de esperar que sí. Por cierto, al país
no le convendría en absoluto ser sacrificado nuevamente en el altar de la
inoperancia principista o de prejuicios ideológicos patéticamente anticuados,
como los que tuvieron que enfrentar De la Rúa mientras luchaba para sobrevivir
en medio de una coyuntura internacional sumamente desfavorable. De haberse
visto beneficiado el gobierno de la Alianza por el viento de cola que por un
rato hizo viable el “modelo” populista de los K, el país no hubiera sufrido el
colapso político y económico del cual, la etapa de crecimiento “a tasas chinas”
que disfrutó Néstor Kirchner no obstante, dista de haberse recuperado.
Los kirchneristas no son los únicos que tienen motivos para
sentirse alarmados por la convergencia de PRO y la UCR. El gran perdedor de la
interna radical que se celebró en Gualeguaychú fue Sergio Massa, ya que había
esperado incorporar al grueso del radicalismo a su propio movimiento peronista
transversal. Aunque en algunos distritos podrá confiar en el apoyo de
dirigentes radicales locales, el que los jefes del partido, luego de un debate
a veces tumultuoso, hayan apostado a Macri hace pensar que su candidatura se
desinflará al polarizarse el electorado. Ya antes de optar los radicales por
aliarse con el porteño, el diputado Massa se encontraba en dificultades. Con
todo, por tratarse de un político aún bastante joven, podría concentrarse en la
pelea con Daniel Scioli por el derecho a encabezar el próximo avatar del
peronismo que está experimentando una de sus metamorfosis periódicas. Aunque
Massa siga soñando con la presidencia de la República, la gobernación de la
provincia de Buenos Aires le sería un objetivo más realista. Por lo demás, le
permitiría surfear lo que, tal y como están las cosas, podría resultar ser la
ola del futuro.
Lo mismo que Dilma Rousseff en Brasil cuando, para conseguir
la reelección, acusó a su rival Aécio Neves de querer depauperar a los ya muy
pobres privándolos de subsidios, sólo para ordenar ella misma la madre de todos
los ajustes en cuanto se enteró de los resultados, los kirchneristas procurarán
sembrar miedo entre los habituados a confiar en la generosidad personal del
caudillo peronista de turno hablando pestes del “derechismo” atroz de Macri y
del odio por los desafortunados que supuestamente comparte con los satánicos
“poderes concentrados”, el monopolio Clarín y los empresarios nativos y
extranjeros. Huelga decir que, en el caso de que un presunto oficialista como
Scioli triunfara, el gobierno resultante no tendría más alternativa que la de emular
a Dilma aplicando un feroz torniquete fiscal, pero desde el punto de vista de
los ocupantes actuales de la Casa Rosada, tales detalles carecen de
importancia.
En las etapas próximas de la campaña electoral que se puso
en marcha no bien terminó la anterior asistiremos a un diálogo de sordos. Los
contrincantes hablarán en lenguas mutuamente incomprensibles. Los kirchneristas
quieren descalificar por completo a sus retadores sin preocuparse por la
eventual veracidad de sus afirmaciones, mientras que estos creen que lo que el
país necesita es un cambio de estilo, de suerte que es de prever que traten de
llamar la atención a su propia sobriedad, moderación y sentido práctico. Si
bien es probable que dicha estrategia les permita captar una mayoría sustancial
de los votos de la clase media, no hay garantía alguna de que resulte eficaz en
los sectores más pobres que siempre han apoyado a los candidatos peronistas sin
manifestar interés en sus divagaciones ideológicas, fueran estas “neoliberales”
como las de Carlos Menem o “progresistas” como las de Cristina y sus allegados.
El encargado de desafiar el monopolio peronista en las zonas
más deprimidas del conurbano tendrá que ser Macri que, mal que les pese a los
resueltos a tratarlo como un frío tecnócrata con la cabeza atiborrada de ideas
foráneas, es capaz de comunicarse con naturalidad con los despectivamente
llamados “humildes”. Si logra establecer vínculos con los famosos “barones” del
Gran Buenos Aires que, con escasas excepciones, distan de ser los mafiosos truculentos
de la leyenda negra que se ha propagado, la tarea que le aguarda no debería
resultarle demasiado difícil.
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