Por Jorge Fernández Díaz |
"Ella perdió el timón, hermanito, andamos a los tumbos;
esto es un terremoto, un verdadero quilombo", se quejaba amargamente el
jueves un cacique del Frente para la Victoria ante un veterano periodista
político con el que intentaba congraciarse. A esa misma hora, un referente
parlamentario tomaba café y se confesaba angustiado bajo la mirada atenta de
una cronista: "Pegamos el volantazo porque Cristina vio las encuestas;
nadie nos creía que el tipo se había suicidado. En esta hora dramática no
tenemos convicciones; tenemos pura desesperación".
"Luchamos por nuestro territorio y te diría que por
nuestro pellejo". Ésos son mis principios, pero si no les gusta, puedo
cambiarlos. Y éste era el tenor de los susurros lastimeros que los dirigentes
de los Restos del Naufragio Peronista emitían poco antes de ponerse el saco y
asistir a Matheu 130, prolijos y repeinados, para reclamar a viva voz que
"cese el uso de la mentira".
Ese fabuloso festival de la hipocresía, la complicidad y la
farsa fue ejecutado con apurada partitura de Capitanich y de Zannini , y letra
alucinada de Cristina Kirchner . Según los voceros de ese aquelarre, los
periodistas de los diarios somos culpables del cataclismo, actuamos en
consonancia con el "golpismo judicial" y los servicios, estamos
informando para ocultar el turismo marplatense y formamos parte de una gran
conspiración destituyente de carácter cósmico. "Exigimos", se
atrevieron a decir, apropiándose de manera obscena justamente de un verbo que
la sociedad les aplica a ellos mismos en este momento de indignación e
intemperie. La gente les exige que respondan con profesionalismo y con humildad
frente a esta grave crisis institucional, y que abandonen el felpudismo ciego
en la emergencia. La respuesta que dieron los miembros de la oligarquía
peronista, muchos de ellos millonarios y señores feudales que se transformaron
en lo que combatían, fue sacar pecho y convalidar con cara de granito lo que no
creen. Desde 1983 no se veía al peronismo tan alejado de la sociedad. Faltaban
Herminio Iglesias y su célebre cajón, aunque para no extrañarlo demasiado
pusieron a Alberto Samid y a Gildo Insfrán. Mutó el escenario climático en la
Argentina, y los mandarines, expertos en supervivencia y capaces de hacer un
asado dentro de una garrafa, aparecieron de repente atontados por la
obsecuencia, bailando rumba en el camposanto, ofreciéndose insólitamente como
corazas de carne en medio del tiroteo.
Un importante consultor, que pide reserva y que tiene
sondeos a mano, explica la magnitud del desastre: la sociedad está atónita,
azorada, anonadada, indignada, en carne viva. "La muerte de Nisman les
parece too much." La inmensa mayoría tiene la percepción de que las
denuncias del fiscal son creíbles, que fue un asesinato, que el Gobierno está
involucrado en buena medida, y no creen que se vaya a esclarecer el hecho.
Según este observador, "se instalará un clima negro, pesado, pesimista,
con demanda de oxigenación ética e institucional. Se consolida la demanda de
cambio". Esto es una foto y no una película, pero desvela a los duques
peronistas que encaran comicios provinciales inminentes: el negocio se volvió
abruptamente resbaladizo. Nadie, ni ellos mismos, están convencidos de que las
tempestades provengan de afuera. Saben que la "conspiración" luce y
cohesiona, pero también que Cristina no ha dejado de sembrar una y otra vez los
vientos huracanados que ahora la arrasan.
Es interesante retroceder un poco y bucear en ese dominó
fatal. Como los periodistas investigaban irregularidades y hechos de
corrupción, el kirchnerismo fue contra los medios. Como la Justicia puso
reparos jurídicos a ese atropello estatal, el kirchnerismo fue contra los
jueces. Como los magistrados se sintieron atacados, rescataron de sus cajones
las causas dormidas. Como los expedientes avanzaron a velocidad de miedo y
revelaron episodios turbios, el kirchnerismo les puso la proa a los servicios
de Inteligencia, acusándolos de no frenar con mañas oscuras a los fiscales. Y
como los espías se sintieron desplazados, alimentaron con más información las
causas de los juzgados y se prendieron en una guerra sorda. Esta espiral de
torpezas políticas deja al desnudo un sistema de gobernar que ha entrado en una
crisis severa: la gestión económica y la política exterior de este Gobierno
también podrían explicarse por este modus operandi que no sabe desandar los
errores, que se enoja con la realidad. Que es temperamental, neurótico,
vengativo y solitario, y que invariablemente intenta solucionar un problema
generando otro y otro más. A esto se suma la precariedad y la incompetencia con
que los operadores cumplen en el terreno concreto esas órdenes intempestivas. Y
también lo que podríamos denominar "el momento Nerón". Cuando
Petronio, antes de suicidarse, le envía una carta al emperador pirómano, éste
tiene un ataque de ira y manda demoler la casa de su ilustre súbdito, destruir
sus estatuas, liquidar a sus sirvientes y familiares, y terminar con todo
vestigio de su memoria. La lección es vieja. Quien no puede gobernar su ira no
puede gobernar en paz un país: una y otra vez deberá lidiar entonces con sus
propios incendios. Esta historia no se trata, por lo tanto, de las heridas que
le infligen al oficialismo, sino de los estragos tremendos que él mismo se
provoca. Y esa debilidad por el arrebato que a la patrona de Balcarce 50 le
permitió lanzar una terrible jihad judicial sin tener conciencia de que ella
misma venía floja de papeles y de que su tropa no resistiría el escrutinio
serio de Comodoro Py, volvió a la luz en la madrugada del lunes, cuando sobre
la sangre todavía caliente intentó establecer que se trataba de un suicidio:
Nisman se había matado al descubrir la inconsistencia de su denuncia. Pocas
horas después mandó a Hebe de Bonafini a comunicar su espectacular pero también
atolondrado cambio de táctica: le habían tirado un cadáver.
Los progres del kirchnerismo, esos grandes fabricantes de
coartadas intelectuales, tampoco estuvieron a las alturas de las
circunstancias. Salvo algunas excepciones, esta semana brillaron por su
ausencia y mantuvieron un silencio colaboracionista. Se rasgaban legítimamente
las vestiduras con Kosteki y Santillán, pero más tarde aprendieron a mirar para
otro lado con Mariano Ferreyra, víctima de patotas tercerizadas del
kirchnerismo, y luego con la tragedia de Once. Por ese camino fue fácil arribar
a estas plácidas costas donde vacacionan calladitos, relativizando el
enriquecimiento ilícito, la inmoralidad pública y otras perversiones de la
política oficial. No les pareció repugnante que se utilizara la investigación
de la pista iraní a los únicos efectos de coquetear con Estados Unidos, y
tampoco que de buenas a primeras dinamitaran su credibilidad para establecer
relaciones carnales con Irán. El fin siempre justifica los medios, aunque haya
85 personas muertas entre los escombros de la democracia.
Resulta verdaderamente inquietante que este colectivo lleno
de pensadores y artistas de variedades no explote de indignación frente al
hecho innegable de que éste fue el Gobierno de los servicios y de que ésta fue
la década espiada. Los Kirchner utilizaron más que nadie a los agentes de las
alcantarillas para vigilar a propios y extraños, y para proveer de carpetazos y
carne podrida a rasputines mediáticos, siempre dispuestos a enlodar a los
disidentes. Es curioso, a su vez, que estas almas bellas ni siquiera se
mosqueen frente a la perspectiva de que la "democratización de los
servicios de Inteligencia" se realice ahora bajo la óptica de un general
sospechado de delitos de lesa humanidad. Mientras vivían del erario y se entretenían
advirtiendo ampulosamente sobre las corporaciones privadas, una peligrosa e
inarticulada mafia de Estado se iba instalando en la Argentina bajo sus propias
narices. Funcionarios corruptos, espías siniestros, jueces venales,
barrabravas, punteros, narcopolicías y traficantes de drogas son parte de un
mismo entramado, lleno de vasos comunicantes con el poder. El más concentrado
de todos los poderes.
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