Por Octavio Paz |
La novela más sonada de Lawrence, no la mejor, fue Lady Chatterley's lover (El amante de lady
Chatterley). Se publicó primero en Florencia, en 1928, en una edición
limitada; provocó inmediatamente un gran revuelo que no tardó en convertirse,
en los países anglosajones, en escándalo. En 1932 apareció una edición
expurgada, y sólo hasta 1959 salió a la luz una edición completa y destinada al
público en general.
Yo leí El amante de
lady Chatterley hacia 1934, y me causó una impresión profunda, como las
otras novelas, poemas, ensayos y libros de viaje de Lawrence. Leí sus obras con
entusiasmo o, más exactamente, con esa pasión ávida y encarnizada que sólo se
tiene en la juventud. Entre ellas, claro, me impresionaron las que escribió
sobre México.
La dimensión mítica
Lawrence vio, oyó, tocó, olió y, en una palabra, sintió la
tierra mexicana, con sus montañas, sus pedregales, sus lagos, sus polvaredas,
sus nubes enormes y sus grandes lluvias. Con poderosa fantasía, ayudado por sus
finísimos sentidos -también por el entusiasmo y la cólera, las dos alas de su
prosa-, adivinó y recreó la dimensión mítica del paisaje mexicano, abrupta
geografía que esconde en cada cráter extinto y en cada abismo verde una
potencia sobrenatural.
Lawrence tenía el don poético por excelencia: transfigurar
aquello de que hablaba. Así lo gró lo que otros novelistas mexicanos y
extranjeros no han con seguido: convertir a los árboles y las flores, los
montes y los lagos, las serpientes y los pájaros de México, en presencias.
Es curioso, por no decir lamentable, que ningún crítico
nuestro haya dedicado un estudio serio a la producción mexicana de Lawrence. La serpiente emplumada es un libro
disparatado y entrañable, Mañanas de
México vale más que cualquier tratado de psicología, y varios de los himnos
y poemas que esmaltan -la palabra es justa- su gran y fracasada novela están
entre lo mejor de su poesía. Además, sus cuentos y sus cartas.
Hay una nouvelle en la que aparece la sombra de México: Saint Mawr. Creo que es una de las obras
verdaderamente maestras de la literatura inglesa del siglo XX. En sus páginas,
la naturaleza vuelve a ser la divinidad pánica que veneraron los antiguos y la
fuente de regeneración de nuestra degradada especie.
Heroína
Al final del relato, la heroína, Lou, de regreso de los
combates del árido erotismo moderno (Lawrence fue un gran creador de personajes
femeninos), al contemplar los montes y cañadas de Nuevo México, dice unas
palabras que son, más que una confesión, una revelación, en el sentido
religioso y erótico del término: "Hay algo aquí que me ama y me desea. No
puedo decir qué es. Pero es un espíritu... Es más real que los hombres... es
algo salvaje, más grande que la gente, más grande que la religión... Me desea.
Y por él mi sexo es profundo y sagrado...".
Cada gran escritor pertenece a uno de los cuatro elementos
que, según los antiguos, componen al universo: unos a la tierra, otros al aire,
al fuego o al agua.
Lawrence es terrestre, pero su elemento nativo es el fuego,
que es la sangre de la tierra y el gemelo adversario del agua. En los seres
animados, el principio vital del fuego se transforma en líquido: savia, semen,
sangre. El fuego circula por las arterias del hombre convertido en sangre.
Con el Fénix, el pájaro que renace de la llama, la sangre es
uno de los emblemas de Lawrence. Tal vez la obsesiva repetición de la palabra
sangre y de sus asociaciones sexuales y religiosas en mi primer libro (Raíz del hombre 1937) sea un eco del
fervor con que lo leí esos años.
Eros y religión
Lawrence me ayudó a reinventar el mito del primer día del
mundo: bajo el gran árbol de la sangre, los cuerpos enlazados beben el vino
sagrado de la comunión. La tonalidad religiosa de esta visión erótica -la frase
puede invertirse: eros religión son vasos comunicantes- aparece también en un
poeta que yo leía en esos años: Novalis. Los amantes, dice el poeta alemán,
"sentados a la mesa siempre puesta y nunca vacía del deseo", consumarán
la comunión de La carne y de la sangre. Poesía a un tiempo erótica y
eucarística, como en uno de los Himnos a
la noche (el VII), leído y releído muchas veces: "¿Quién puede decir
que comprende / el misterio de la sangre? / Un día todo será cuerpo, / un solo
cuerpo. / Y la pareja feliz ha de bañarse / en la sangre divina...".
A despecho de que la inspiración de Lawrence bebe en las
mismas fuentes de la poesía de Novalis y del pensamiento místico de Jacobo
Böhme, fue acusado de pornografía. La acusación no era enteramente falsa:
algunas de sus novelas son, en cierto modo, pornográficas; lo son por y en el
exceso mismo de su religiosidad carnal.
No en balde, al final de su vida, se ocupó con pasión del
libro del Apocalipsis, en el que veía
los restos mutilados de una religión solar, más antigua que el
judeo-cristianismo.
En esas páginas, escritas en 1929, un año antes de su
muerte, Lawrence dice claramente cuál era su propósito: "Lo que queremos
es destruir nuestras falsas, inorgánicas relaciones, especialmente con el
dinero, y restablecer nuestra relación orgánica y viva con el cosmos, el sol y
la tierra, con la raza humana y con la nación y la familia. Comencemos con el
sol, y el resto, despacio, llegará".
Se sentía una parte del sol, como los ojos son una parte del
rostro. Nada más alejado del erotismo, de Sade (una filosofía) o de Laclos (una
psicología) que el erotismo religioso de Lawrence. Tal vez por esto lo han
comprendido mejor los poetas que los intelectuales.
Columna escrita el 12
de marzo de 1991.
© El País
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