sábado, 13 de diciembre de 2014

Los amantes de lady Chatterley

Por Octavio Paz
La novela más sonada de Lawrence, no la mejor, fue Lady Chatterley's lover (El amante de lady Chatterley). Se publicó primero en Florencia, en 1928, en una edición limitada; provocó inmediatamente un gran revuelo que no tardó en convertirse, en los países anglosajones, en escándalo. En 1932 apareció una edición expurgada, y sólo hasta 1959 salió a la luz una edición completa y destinada al público en general.

Yo leí El amante de lady Chatterley hacia 1934, y me causó una impresión profunda, como las otras novelas, poemas, ensayos y libros de viaje de Lawrence. Leí sus obras con entusiasmo o, más exactamente, con esa pasión ávida y encarnizada que sólo se tiene en la juventud. Entre ellas, claro, me impresionaron las que escribió sobre México.

La dimensión mítica

Lawrence vio, oyó, tocó, olió y, en una palabra, sintió la tierra mexicana, con sus montañas, sus pedregales, sus lagos, sus polvaredas, sus nubes enormes y sus grandes lluvias. Con poderosa fantasía, ayudado por sus finísimos sentidos -también por el entusiasmo y la cólera, las dos alas de su prosa-, adivinó y recreó la dimensión mítica del paisaje mexicano, abrupta geografía que esconde en cada cráter extinto y en cada abismo verde una potencia sobrenatural.

Lawrence tenía el don poético por excelencia: transfigurar aquello de que hablaba. Así lo gró lo que otros novelistas mexicanos y extranjeros no han con seguido: convertir a los árboles y las flores, los montes y los lagos, las serpientes y los pájaros de México, en presencias.

Es curioso, por no decir lamentable, que ningún crítico nuestro haya dedicado un estudio serio a la producción mexicana de Lawrence. La serpiente emplumada es un libro disparatado y entrañable, Mañanas de México vale más que cualquier tratado de psicología, y varios de los himnos y poemas que esmaltan -la palabra es justa- su gran y fracasada novela están entre lo mejor de su poesía. Además, sus cuentos y sus cartas.

Hay una nouvelle en la que aparece la sombra de México: Saint Mawr. Creo que es una de las obras verdaderamente maestras de la literatura inglesa del siglo XX. En sus páginas, la naturaleza vuelve a ser la divinidad pánica que veneraron los antiguos y la fuente de regeneración de nuestra degradada especie.

Heroína

Al final del relato, la heroína, Lou, de regreso de los combates del árido erotismo moderno (Lawrence fue un gran creador de personajes femeninos), al contemplar los montes y cañadas de Nuevo México, dice unas palabras que son, más que una confesión, una revelación, en el sentido religioso y erótico del término: "Hay algo aquí que me ama y me desea. No puedo decir qué es. Pero es un espíritu... Es más real que los hombres... es algo salvaje, más grande que la gente, más grande que la religión... Me desea. Y por él mi sexo es profundo y sagrado...".

Cada gran escritor pertenece a uno de los cuatro elementos que, según los antiguos, componen al universo: unos a la tierra, otros al aire, al fuego o al agua.

Lawrence es terrestre, pero su elemento nativo es el fuego, que es la sangre de la tierra y el gemelo adversario del agua. En los seres animados, el principio vital del fuego se transforma en líquido: savia, semen, sangre. El fuego circula por las arterias del hombre convertido en sangre.

Con el Fénix, el pájaro que renace de la llama, la sangre es uno de los emblemas de Lawrence. Tal vez la obsesiva repetición de la palabra sangre y de sus asociaciones sexuales y religiosas en mi primer libro (Raíz del hombre 1937) sea un eco del fervor con que lo leí esos años.

Eros y religión

Lawrence me ayudó a reinventar el mito del primer día del mundo: bajo el gran árbol de la sangre, los cuerpos enlazados beben el vino sagrado de la comunión. La tonalidad religiosa de esta visión erótica -la frase puede invertirse: eros religión son vasos comunicantes- aparece también en un poeta que yo leía en esos años: Novalis. Los amantes, dice el poeta alemán, "sentados a la mesa siempre puesta y nunca vacía del deseo", consumarán la comunión de La carne y de la sangre. Poesía a un tiempo erótica y eucarística, como en uno de los Himnos a la noche (el VII), leído y releído muchas veces: "¿Quién puede decir que comprende / el misterio de la sangre? / Un día todo será cuerpo, / un solo cuerpo. / Y la pareja feliz ha de bañarse / en la sangre divina...".

A despecho de que la inspiración de Lawrence bebe en las mismas fuentes de la poesía de Novalis y del pensamiento místico de Jacobo Böhme, fue acusado de pornografía. La acusación no era enteramente falsa: algunas de sus novelas son, en cierto modo, pornográficas; lo son por y en el exceso mismo de su religiosidad carnal.

No en balde, al final de su vida, se ocupó con pasión del libro del Apocalipsis, en el que veía los restos mutilados de una religión solar, más antigua que el judeo-cristianismo.

En esas páginas, escritas en 1929, un año antes de su muerte, Lawrence dice claramente cuál era su propósito: "Lo que queremos es destruir nuestras falsas, inorgánicas relaciones, especialmente con el dinero, y restablecer nuestra relación orgánica y viva con el cosmos, el sol y la tierra, con la raza humana y con la nación y la familia. Comencemos con el sol, y el resto, despacio, llegará".

Se sentía una parte del sol, como los ojos son una parte del rostro. Nada más alejado del erotismo, de Sade (una filosofía) o de Laclos (una psicología) que el erotismo religioso de Lawrence. Tal vez por esto lo han comprendido mejor los poetas que los intelectuales.

Columna escrita el 12 de marzo de 1991.

© El País

Selección: Agensur.info

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