viernes, 28 de noviembre de 2014

UN TEXTO DE RAY BRADBURY

La pasión y la dicha de escribir

Ray Bradbury y el empeño, la garra y la pasión para escribir.
Ray Bradbury (1920-1912) fue uno de los mayores escritores de ciencia-ficción, pero también incursionó en el género policial y concretó numerosos ensayos. En cada una de sus obras, se centró siempre en la esencia de la condición humana. Su manera de encarar ese desafío fue a través de textos cargados de poesía. Así surgió Crónicas marcianas pero su relato épico futuro fue, seguramente, Fahrenheit 451. A continuación, un texto del ensayo Zen y el Arte de Escribir.

«The Joy of Writing» [La dicha de escribir]

Garra. Entusiasmo. Cuán raramente se oyen estas palabras. Qué poca gente vemos que  viva  o,  para  el  caso,  crea  guiándose  por  ellas. Sin embargo,  si me pidiesen que nombrara los elementos más importantes del carácter de un autor, aquello que da forma a su material y lo impele hacia dónde quiere ir, sólo podría advertirle que pusiera atención a su garra, que se fijara en su entusiasmo.

Ustedes tienen su lista de autores favoritos. Yo tengo la mía. Dickens, Twain, Wolfe, Peacock, Shaw, Moliere,  Jonson,  Wycherly,  Sam  Johnson.  Poetas: Gerard  Manley Hopkins,  Dylan  Thomas,  Pope.  Pintores: El  Greco, Tintoretto.  Músicos: Mozart,  Haydn, Ravel,  Johann  Strauss  (!).  Pensar  en  estos  nombres  es  pensar  en  garras,  apetitos, entusiasmos  grandes  o  pequeños  pero  siempre  importantes.  Pensar  en  Shakespeare  y Melville es pensar en truenos, relámpagos, viento.  Todos conocían el gozo de crear en formas amplias o reducidas, en telas ilimitadas o estrechas. Son los hijos de los dioses. Sabían  divertirse  trabajando.  No  importaba  si  de  vez  en  cuando  crear  era  difícil,  qué tragedias o enfermedades les afectaban la vida más  íntima. Las cosas importantes son las que nos llegaron de sus manos y sus mentes, y están llenas a reventar de vigor animal y vitalidad intelectual. Nos transmitieron sus odios y desesperaciones con una especie de amor.

Miren ustedes las elongaciones de El Greco y díganme, si pueden, que su trabajo no lo hacía feliz. ¿De veras pretenderán que el  Dios creando a los animales del universo de Tintoretto  se  basa  en  algo  menos  que  «diversión»  en el  sentido  más  amplio  y  más enteramente  comprometido?  El  mejor  jazz  dice:  «Voy  a  vivir  siempre;  no  creo  en  la muerte». La mejor escultura, como la cabeza de Nefertiti, no cesa de repetir: «El Hermoso estuvo, está y estará aquí para siempre». Cada uno de los hombres que mencioné atrapó un  fragmento  del  mercurio  de  la  vida,  lo  congeló  para  siempre  y,  en  el  ardor  de  su creatividad,  se  volvió  a  señalarlo  y  exclamar:  «¿No es  cierto  que  es  bueno?».  Y  era bueno.

¿Qué tiene que ver todo esto con escribir el cuento de nuestra época? Sólo lo siguiente: si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia, que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría más sano. ¿Cuánto hace que no escribe usted una historia que vuelque en el papel un amor o un odio verdadero? ¿Cuánto que no se atreve a liberar un bien conservado prejuicio para que sacuda la página como un rayo? ¿Cuáles son las  mejores y las peores cosas de su vida y cuándo saldrá a susurradas o gritarlas?

¿No sería fabuloso, por ejemplo, tirar al suelo un  ejemplar de Harper's Bazaar que ha  estado  hojeando  en  la  consulta  del  dentista,  saltar  a  la  máquina  de  escribir  y desbocarse en carcajadas rabiosas contra ese esnobismo tonto y a veces vergonzante? Eso mismo hice yo hace unos años. Topé con un número donde los fotógrafos de Bazaar, con un perverso sentido de la igualdad, volvían a utilizar nativos de un callejón de Puerto Rico junto a unas modelos de aspecto famélico que posaban a beneficio de unas aún más demacradas semimujeres de los mejores salones del país. Tal furia me dieron esas fotos que, más que ir, me lancé hacia mi máquina y escribí «Sol y sombra», la historia de un viejo portorriqueño que le arruina la tarde a un fotógrafo de Bazaar deslizándose en todas las fotos y bajándose los pantalones.

Me atrevería a decir que hay algunos de ustedes que hubieran querido hacerlo. Yo me di el gusto; las limpiadoras secuelas de la risa, el chillido, la gran carcajada como un relincho. Es probable que los editores de Bazaar no oyeran nada. Pero muchos lectores oyeron  y  exclamaron: ¡Vamos,  Bazaar,  vamos  Bradbury!  No reivindico  victoria. Pero cuando fui a colgar los guantes, tenían manchas de sangre.

¿Cuánto hace que no escribe una historia así, por pura indignación? ¿Cuándo fue la última vez que la policía lo paró en su barrio porque tenía ganas de pasear y tal vez pensar de noche? A mí me sucedió bastantes veces como para que al fin, irritado, escribiera «El peatón», un cuento sobre una época, dentro de cincuenta años, en que  a  un  hombre  lo  arrestan  y  someten  a  estudios  clínicos  porque  insiste  en  mirar  la realidad no televisada y respirar aire no acondicionado.

Dejando de lado enojos e irritaciones, ¿y los gustos qué? ¿Qué es lo que más quiere en el mundo? Hablo de las cosas grandes y las chicas. ¿Un tranvía, un par de zapatillas de  tenis?  A  éstas  una  vez,  cuando  éramos  niños,  nos las  invistieron  de  magia.  El  año pasado  publiqué  un  cuento  sobre  el  último  viaje  de  un  niño  en  un  tranvía  que  huele  a todas las tormentas del tiempo, un tranvía lleno de asientos de terciopelo verde musgo y electricidad  azul  pero  destinado  a  que  lo  reemplace un  prosaico  autobús  de  olor  más práctico.  Otro  cuento trataba  de  un  muchacho  que  quería  un  par  de  zapatillas  de  tenis nuevas  para  poder  saltar  sobre  ríos,  casas y  calles,  y  hasta  arbustos,  aceras  y  perros. Para  él  las  zapatillas  eran  una  corriente  de  gacelas  y  antílopes  en  el  estío  del  veld africano. Había allí una energía de ríos liberados  y tormentas veraniegas; no había nada en el mundo que necesitara tanto como esas zapatillas.

Por consiguiente, sin complicaciones he aquí mi fórmula. ¿Qué es lo que más quiere usted en el mundo? ¿Qué ama, o qué detesta? Busque un personaje como usted que quiera algo o no quiera algo con toda el alma. Dele  instrucciones  de  carrera.  Suelte  el  disparo.  Luego  sígalo  tan  rápido  como  pueda. Llevado por su gran amor o su odio, el personaje lo precipitará hasta el final de la historia.

La  garra  y  el  entusiasmo  de  esa  necesidad  —y  tanto  en  el  amor  como  en  el  odio  hay garra—, encenderán el paisaje y elevarán diez grados la temperatura de su máquina de escribir.

Todo esto se dirige sobre todo al escritor que ya ha aprendido su oficio; es decir, que ha asimilado suficientes útiles gramaticales y conocimiento literario como para no tropezar cuando  quiere  correr.  Pero  el  consejo  también  conviene  al  principiante,  aunque  por razones puramente técnicas tenga que andar con paso inseguro. Incluso aquí la pasión suele salvar la jornada.

La  historia  de  cada  cuento,  entonces,  debería  leerse  casi  como  un  informe meteorológico:  Caluroso  hoy,  refrescando  mañana.  Hoy  por  la  tarde  incendie  usted  la casa. Mañana vierta fría agua crítica sobre las brasas ardientes. Para cortar y reescribir ya habrá tiempo mañana. Hoy, ¡estalle, hágase pedazos, desintégrese! Las otras seis o siete versiones serán toda una tortura. ¿Por qué no disfrutar pues de la primera, con la esperanza de que su gozo busque y encuentre en el mundo otros que al leer su cuento también se incendien?

No tiene por qué ser un gran incendio. Un fuego pequeño, acaso la llama de una vela; el anhelo de un prodigio mecánico como un tranvía o un prodigio animal como un par  de  zapatillas  corriendo  a  lo  conejo  por  la  hierba  de  la  madrugada.  Fíjese  en  los pequeños encantos, encuentre y modele las pequeñas amarguras. Saboréelos en la boca, pruébelos en la máquina. ¿Cuánto hace que no lee un libro de poesía o se toma una tarde para  uno  o  dos  ensayos?  ¿Ha  leído  alguna  vez  un  número  de  Geriatrics,  publicación oficial de la Sociedad Geriátrica Americana, una revista dedicada «a la investigación y el estudio clínico de las enfermedades y procesos de la tercera edad»? ¿Ha visto siquiera algún  ejemplar  de  What 's  New,  una  revista  publicada  en  el  norte  de  Chicago  por  los laboratorios Abbot, y que contiene artículos como «El Tubocurarene para cesáreas» o «El Fenurone en la epilepsia», pero que también incluye poemas de William Carlos Williams y Archibald  Macleish,  cuentos  de  Clifton  Fadiman  y  Leo  Rosten  e  ilustraciones  de  John Groth,  Aaron  Bohrod,  William  Sharp  y  Russell  Cowles?  ¿Absurdo?  Tal  vez.  Pero  hayideas en cualquier lugar, como manzanas caídas deshaciéndose en la hierba por falta de caminantes con ojo y lengua para la belleza, sea absurda, horrorosa o refinada.
Gerard Manley Hopkins lo dijo así:
Gloria a Dios por las cosas variopintas...
por los cielos bicolores como vacas pías;
por el lunar rosado en la pecosa trucha esquiva;
las ascuas en la hoja del castaño; el ala del pinzón;
el paisaje parcelado y dividido: redil, barbecho y aradío;
por todos los oficios, aparejos, pertrechos y accesorios.
Por todo lo adverso, original, sobrio, extraño;
lo voluble, lo moteado (¿quién sabe cómo?);
lo rápido, lo lento; lo dulce, lo agrio; lo tenue, lo brillante;
Él engendra y protege una belleza inmutable:
alabadlo.
Thomas Wolfe se tragó el mundo y vomitó lava. Dickens comió cada hora de su vida en una mesa diferente. Moliere, para degustar la sociedad, empuñó un escalpelo, como hicieron  Pope  y  Shaw.  Adonde  se mire  en el  cosmos  literario,  todos  los  grandes  están atareados en amar y odiar. ¿Ha abandonado usted esta ocupación básica por obsoleta para  su  escritura?  Entonces  se  pierde  una  buena  diversión.  La  diversión  de  la  ira  y  el desencanto,  de  amar  y  ser  amado,  de  conmover  y  ser  conmovido  por  este  baile  de máscaras  en  el  que  giramos  desde  la  cuna  hasta  el  cementerio.  La  vida  es  corta,  la desdicha segura, la muerte cierta. Pero entre tanto, en su trabajo, ¿por qué no transportar esas  hinchadas  vejigas  con  las  etiquetas  de  Garra  y Entusiasmo?  Con  ellas,  en  viaje hacia la tumba, yo me propongo azotar a un espantajo, acariciar el peinado de una linda chica y saludar a un muchacho subido a un caqui.

Si alguien se me quiere unir, en el Ejército de Coxie hay lugar de sobra.

«The Joy of Writing» [La dicha de escribir], en Zen & the Art of Writing, Capra Chapbook  Thirteen, Capra Press, 1973.

Selección: Agensur.info

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