Democracia: lo
absoluto y lo relativo
Por Octavio Paz
Fragmento del discurso
pronunciado por el poeta, escritor y ensayista
mexicano Octavio Paz (1914-1998), premio Nobel de Literatura, en un foro
de oradores realizado en España, en noviembre de 1991.
En la edad moderna cambia la vieja relación entre religión y
política: en la conquista de América, la política vive en función de la
religión, es un instrumento de la idea religiosa; en la Revolución Francesa, la
política se transforma en religión. Más exactamente: la revolución confisca el
sentimiento de lo sagrado. La religión revolucionaria no fue sino la religión
civil de Rousseau, convertida en pasión y cuerpo político. Su Cristo fue un
ente mitad abstracto y mitad real: el pueblo (más tarde sería el proletariado).
Ahora bien, como religión, a la revolución le faltan muchas cosas y, entre
ellas, la principal: la trascendencia. Aun así, la revolución satisface, al
menos temporalmente, la sed de totalidad y el hambre de fraternidad que
padecemos. Nos une al todo, que es el pueblo, la clase o el partído.Una y otra
vez, con apasionada insistencia, Robespierre y Saint-Just aluden a la virtud
como a la fuerza que une a las conciencias dispersas. Para ellos, virtud era
abnegación, donde cada uno a la causa común. Subrayo que la causa, para serlo
realmente, debe ser común. La causa es una emanación de la voluntad general: la
soberanía popular encarnada en una milicia. Los jefes revolucionarios son los
guardianes de la voluntad gene ral, sus intérpretes y sus ejecutores. Como la
virtud corre siempre el riesgo de pervertirse, es decir, de separarse del
cuerpo común, el complemento natural y necesario de la religión revolucionaria
es el terror. Los movimientos revolucionarios del siglo XIX y del XX heredaron
la tonalidad y las ambiciones religiosas de la gran revolución. Entre todos
ellos, el marxismo alcanzó una dimensión internacional y logró fundar estados
poderosos en dos grandes países: Rusia y China. La gran paradoja es que, en las
dos revoluciones, la intervención del proletariado fue más bien marginal. Como
antes el pueblo de 1793, la palabra proletariado ha designado en nuestro siglo
no tanto a una categoría social como a un mito: Cristo y Prometeo, el mártir y
el héroe filantrópico, fundidos en una sola figura redentora. Sin embargo, no
en todas las corrientes nacidas del marxismo aparece la aspiración
metahistórica. Una de ellas, a través de la II Internacional, pudo insertarse
en las sociedades democráticas europeas, y debemos a su acción buena parte de
las conquistas obreras. Pero, al abandonar el mito revolucionario, perdió su
poder de seducción, especialmente entre los intelectuales. Una rama de la
socialdemocracia rusa, la bolchevique, recogió la otra mitad de la herencia. A
la caída del zarismo asaltó el poder, aniquiló a los otros partidos, consolidó
su dominación en el imperio ruso, la extendió a otros países y se convirtió en
una opción revolucionaria mundial.
En Rusia, la teoría de la voluntad general volvió a ser el
fundamento de la dictadura de los jefes, aunque en una forma menos abstrusa y
convertida en una regla procesal: el "centralismo democrático" de
Lenin. Fue el descenso de una discutible idea filosófica a un recurso para
acallar a los disidentes. Ni el pueblo ni el proletariado ni el partido encaman
a la voluntad general, sino el Comité Central. En la versión marxista-leninista
de la revolución, aparece además un elemento que no previó Rousseau y que fue
la gran aportación de Hegel interpretado por Marx: la historia tiene una dirección
predeterminada. Así, en el bolchevismo se unieron los dos extremos de los
antiguos absolutismos religiosos: la creación de un hombre nuevo y el sentido
de la historia, la redención y la providencia. Nuestro siglo ha presenciado,
con una mezcla de admiración y de impotencia, el impetuoso nacimiento del mito revolucionario,
la desecación de la doctrina vuelta catecismo, la congelación del terror
convertido en rutinaria administración de la muerte y, en fin, la petrificación
del sistema hasta su final pulverización. La dictadura jacobina duró dos años;
la dictadura comunista, más de 70, y causó no miles, sino millones de muertos.
Sí, la historia se repite, pero la segunda vez no como farsa, sino como
pesadilla inmensa y abrumadoramente real.
No puedo ocuparme de las causas del desmoronamiento del
comunismo. Me limitaré a observar que lo determinante no fue la presión
externa, sino las contradicciones internas; no hubo ninguna gran derrota
diplomática, ningún Waterloo que provocase la caída del régimen. Durante su
larga y costosa rivalidad con la Unión Soviética, las democracias liberales
capitalistas prefirieron siempre, en lugar de la franca confrontación, la
política llamada de contención. ¿Sabiduría política o imposibilidad de
movilizar a una opinión pública semiadormecida por la abundancia y la
prosperidad? Tal vez ambas cosas: sentido común y realismo de corto alcance.
Si la caída fue asombrosa, los efectos no lo fueron (*). Era
natural la carrera hacia la democracia y el mercado libre; era natural también
la resurrección de los nacionalismos y el renacimiento del fervor religioso. La
desaparición del comunismo enfrenta a Europa no con sus fantasmas, sino con el
despertar de realidades dormidas. Pero hay despertares terribles. La
recrudescencia de las querellas nacionalistas, como en Yugoslavia, sería el
preludio de la guerra civil, la anarquía y, tal vez, la desintegración. Esos
trastornos romperían el precario equilibrio mundial. No menos grave es la
contradicción insalvable entre el sistema democrático, la economía de mercado y
las formas arcaicas del nacionalismo y del sentimiento religioso. La democracia
modema está fundada en la pluralidad y el relativismo, mientras que el
nacionalismo y el fanatismo religioso son fraternidades cerradas, unidas por el
odio a lo extranjero y el culto a un absoluto tribal. La modemidad es, a un
tiempo, indulgente y rigurosa: tolera toda clase de ideas, temperamentos y aun
vicios, pero exige tolerancia. Es lo contrario de una fraternidad. En esto
reside su inmensa novedad histórica y su enorme falta, en el doble sentido de
imperfección y de carencia.
A las democracias modernas les falta el otro, los otros. No
es necesario hacer, otra vez, la descripción de la división de las sociedades
contemporáneas, unas ricas y otras pobres y aun miserables. En el interior de
cada sociedad se repite la desigualdad. Y en cada individuo aparece la escisión
psíquica. Estamos separados de los otros y de nosotros mismos por invisibles
paredes de egoísmo, miedo e indiferencia. A medida que se eleva el nivel
material de la vida, desciende el nivel de la verdadera vida. La marca del
conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros. La publicidad
y los medios de comunicación crean por temporadas este o aquel consenso en
torno a esta o aquella idea, persona o producto. Pero la publicidad no postula
valor alguno; es una función comercial y reduce todos los valores a número y
utilidad. Ante cada cosa, idea o persona, se pregunta: ¿sirve?, ¿cuánto vale?
El hedonismo fue, en la antigüedad, una filosofia; hoy es una técnica
comercial. Ninguna civilización había utilizado la belleza de unos senos de
mujer o la flexibilidad de los músculos de un atleta para anunciar una bebida o
unos trapos. El sexo convertido en agente de ventas: doble corrupción del
cuerpo y del espíritu.
El mercado libre tiene dos enemigos: el monopolio estatal y
el privado. Este último tiende a crecer y a reproducirse en nuestras
sociedades. Aunque su influencia se extiende a todos los dominios de la vida
contemporánea, de la economía a la política, sus efectos son particularmente
perversos en las conciencias. La democracia está fundada en la pluralidad de
opiniones; a su vez, esa pluralidad depende de la pluralidad de valores. La
publicidad destruye la pluralidad no sólo porque hace intercambiables a los
valores, sino porque les aplica a todos el común denominador del precio. En
esta desvalorización universal consiste esencialmente el complaciente nihilismo
de las sociedades contemporáneas. Banal nihilismo de la publicidad: lo
contrario de lo que temía Dostoievski. Decir que todo está permitido porque
Dios no existe es una afirmación trágica, desesperada; reducir todos los
valores a un signo de compraventa es una degradación. Los medios tratan a las
ideas, a las opiniones y a las personas como noticias, y a éstas, como
productos comerciales. Nada menos democrático y nada más infiel al proyecto
original del liberalismo que la ovejuna igualdad de gustos, aficiones,
antipatías, ideas y prejuicios de las masas contemporáneas.
La democracia moderna no está amenazada por ningún enemigo
externo, sino por sus males íntimos. Venció al comunismo, pero no ha podido
vencerse a sí misma. Sus males son el resultado de la contradicción que la
habita desde su nacimiento: la oposición entre la libertad y la fraternidad. A
esta dualidad en el dominio social corresponde, en la esfera de las ideas y las
creencias, la oposición entre lo relativo y lo absoluto. Desde el comienzo de
la modernidad, esta cuestión ha desvelado a nuestros filósofos y pensadores;
también a nuestros poetas y novelistas. La literatura moderna no es sino la
inmensa crónica de la historia de la escisión de los hombres: su caída en el
espejo de la identidad o en el despefiadero de la pluralidad. ¿Qué nos pueden
ofrecer hoy el arte y la literatura? No un remedio ni una receta, sino una
herencia por rescatar, un camino abandonado que debemos volver a caminar. El
arte y la literatura del pasado inmediato fueron rebeldes; debemos recobrar la
capacidad de decir no, reanudar la crítica de nuestras sociedades satisfechas y
adormecidas, despertar a las conciencias anestesiadas por la publicidad. Los
poetas, los novelistas y los pensadores no son profetas ni conocen la figura
del porvenir, pero muchos de ellos han descendido al fondo del hombre. Allí, en
ese fondo, está el secreto de la resurrección. Hay que desenterrarlo.
(*) Me refiero a los
inmediatos no a los lejanos, que son imprevisibles.
Recopilación: El País
(España)
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