miércoles, 17 de septiembre de 2014

El mundo cambia y la Argentina no

Por Tomás Abraham (*)
Somos testigos de una revolución cultural que desplaza el eje de la hegemonía occidental y atlántica de los últimos cinco siglos a Asia. La velocidad de esta mutación supera diez veces a la producida por la revolución industrial en Inglaterra. Lo que llevó doscientos años hoy se concreta en veinte. Karl Marx dejó la Alemania pastoril y anacrónica con sus filósofos espirituosos para vivir y estudiar en la cuna del futuro.
Hoy no tenemos un Marx, pero sí decenas de analistas que describen y reflexionan sobre la creciente presencia china en todo el mundo. Lo hacen desde Martin Jacques y Henry Kissinger a –para mencionar sólo lo recientemente editado en nuestro país– Juan Pablo Cardenal y Humberto Araujo en España, como Diego Guelar en la Argentina.

Cada uno de ellos, como tantos otros, nos ilustran sobre la presencia china en el comercio, en las inversiones, en el financiamiento, y hasta en los cientos de “Institutos Confucio” en Africa y América Latina.

Nosotros no podemos distraernos ante esta realidad, más aún después de la visita del presidente Xi Jinping, que rubricó con su presencia la principal, si no la única, fuente de financiamiento que conservamos al –de lejos– más importante cliente de nuestras exportaciones, y al inversionista codiciado para obras de infraestructura y transporte.

A partir de los inicios de las tratativas para planificar los futuros acuerdos entre China y EE.UU. en 1973 llevados a cabo por Richard Nixon y H. Kissinger con Mao Zedong y Zhou Enlai, el posterior fortalecimiento metódico de las relaciones entre ambos países cambió el diagrama del poder mundial. La alianza sino-norteamericana pasó de ser una estrategia común para frenar las ambiciones del Oso Ruso a una dinámica económica gigantesca. Ya no es el peligro nuclear y el de una guerra planetaria lo que impulsa acuerdos entre los dos más grandes poderes de la tierra, sino un flujo de riquezas y de conocimientos por los cuales se potencian
mutuamente.

Uno compra bonos de deuda del Tesoro norteamericano, el otro desarrolla los productos de exportación chinos a través de la radicación de sus corporaciones, enseña el know how de su producción y abre sus universidades para que decenas de miles de científicos e ingenieros chinos se especialicen en sus disciplinas.
Mientras tanto nosotros vivimos con lo nuestro como si nada existiera fuera de nuestra aldea, salvo, claro, los buitres. Ahí sí descubrimos que lo nuestro no alcanza y a falta de dólares buscamos yuanes.

Los gobiernos kirchneristas han llevado al país al conocido cuello de botella. A un embudo. Por su orificio ancho, toda una población como una densa crema clama por sus legítimas reivindicaciones y se siente despojada de sus derechos. Por la salida estrecha hay un guardián inclemente que exige recursos materiales para satisfacerlas.

Cuando se llega a una situación como la actual no hay otra solución que la crisis, es decir, romper el cuello de la botella. Por algo la oposición se ahorra el tema. Y lo hace hablando de programas, planes, acuerdos, sin decir jamás qué medidas implementarían ni con qué apoyo político cuentan.

No lo pueden decir porque cuando la inflación va de 20 a 30 y de 30 a 40% se baila sobre una soga sin red de contención. Y todos los gestos ampulosos de controles de precios, leyes de abastecimiento, subsidios al consumo con créditos baratos y a las empresas para que no despidan personal ocioso, todo eso muestra una sola cosa: que las cosas van mal y que se posterga algo doloroso.

 Cuando hay una moneda que pierde valor cada mes y nadie quiere conservarla, no hay moneda. Si no hay moneda no hay ahorro, sin ahorro no hay crédito, si no hay crédito no hay inversión, si no hay inversión no hay producción, si no hay producción no hay empleo, si no hay empleo hay violencia. De eso sí se nos ofrece por entregas dosificadas y posiblemente haya una oferta con mayor gramaje aún en futuras luchas callejeras y sabotajes.

Los gobiernos kirchneristas fueron incapaces de lograr acuerdos entre sectores que generan riquezas. Debilitaron el país al atacar y desprestigiar a grupos económicos claves para el fisco. Se empalagaron con la palabra “poderes concentrados” mientras desmantelaron todos los organismos de control. Hicieron de la ayuda social una trampa al inmovilizar a millones de personas fuera del mercado y de la cultura del trabajo a la espera de planes y asignaciones. Por el apadrinamiento paternalista de la rebelión juvenil y de la inclusión escolar, nivelaron bien para abajo excluyendo a las nuevas generaciones de los desafíos que impone la revolución científica y, con menos pretensiones, para trabajos de alguna calificación (para tener una idea real de lo que sucede en los establecimientos secundarios y en los profesorados, recomiendo la lectura de En las escuelas, de Gonzalo Santos, docente de 29 años). De los derechos humanos hicieron una bandera partidaria y una versión de la historia sesgada y encubridora. De la seguridad, un emblema de garantistas pedantes que con tono de juridismo paquete legitiman el crimen en nombre de la justicia social, en consonancia con personajes inventados que muestran la supuesta caricatura de una dureza uniformada.

Dicen que existe la posibilidad de que una vez arreglado el tema del default técnico arriben inversiones a la Argentina ya que nuestros activos están muy baratos. ¿Es ésta una buena noticia o tan sólo procura las delicias de un remate cuando hay embargos, ruinas o quiebras? Viene dinero para comprar empresas que ya no quieren estar radicadas en nuestro mercado para una vez efectuada la operación hacerse del dinero y salir. Como proyecto de desarrollo económico nada ofrece para festejar.

Todo esto se resume en una verdad muy simple: los dos períodos de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner han sido malísimos para nuestra joven democracia. Aquellos a los que les gusta estigmatizar a la historia y a sus personajes han bautizado los 90 como “segunda década infame”, ¿qué tal si inauguramos una tercera?
Desde 2007 se echó por la borda el sacrificio de los productores argentinos luego de la crisis de 2001. El esfuerzo de los trabajadores reincorporados en empresas antes paralizadas y la avanzada productiva agrícola hicieron reflotar un país hundido que llegó a darle vía impuestos al trabajo y al comercio más de cincuenta mil millones de dólares de reserva al Banco Central.
Después, un plan mezquino de acumulación de poder personal para que un matrimonio presidencial se perpetuara en el poder arrasó con lo ahorrado y conseguido, se hizo de cajas jubilatorias, demonizó a la prensa, apretó jueces y procuradores, vendió a bajo precio un relato nacional y popular que sabía agradable a los oídos de nostálgicos y contingentes con rencor acumulado.

A pesar de que el “relato” convirtió la política en una neurosis colectiva con sus obsesiones persecutorias, no se pudo negar una realidad: Argentina es un país dependiente, un eslabón minúsculo de la geopolítica mundial. Nos pueden con poco porque nos falta astucia y bastante sutileza. Un despreciado juez de Nueva York que un jurista local ha reubicado en Avellaneda aisló a nuestro país del crédito internacional. Es suficiente con que baje el precio de la soja a doscientos dólares la tonelada para acabar con el modelo, con sus beneficiarios y cortesanos. Si el jerarca chino llegara a alejarse, no hay Belgrano Cargas y los fletes seguirán por las nubes y las pretensiones de Randazzo por el piso. No alcanza con que disimulemos nuestras flaquezas y errores con simulados gritos de dolor por las agresiones de las que somos víctimas.

Pero no todo está perdido. Tomás Moro llamó a su isla de la felicidad “Utopía”, nosotros, desprendidos del mundo en nuestra aldea flotante, buscamos otro nombre. Pongámosle “Esperanza”, pero lamentablemente ese islote ya existe, está en el Pacífico.

(*) Filósofo

© Perfil.com

0 comments :

Publicar un comentario