Por Relato del
Presente
“Si no la ponemos nosotros, no la ponen los empresarios y
nadie mantiene todo esto”, dijo la Presi como si cada obra la pagara de su
bolsillo. Extrañamente, la guita sale del Estado y va a parar a algunos
selectos bolsillos, pero de un modo difícil de entender. Robar en la función
pública es todo un arte en el que no todos saltan a la fama internacional, pero
muchos hacen su mejor esfuerzo para luego quedar en el más cruel de los
anonimatos.
Durante la gestión de Romina Picolotti, el país se dividía
entre los que ya llevábamos un posgrado en putear al kirchnerismo y los que no
se enteraban que nos gobernaba la selección nacional de amigos de lo ajeno. La
gestión de Picolotti era casi monacal en comparación con lo que hemos visto después.
O sea, cuando Cristina le ordenó a Sergio Massa que le pidiera la renuncia a
Picolotti, Ricardo Jaime ya tenía un yate, un departamento en Brasil,
quichicientas propiedades y más cuentas que cuaderno de tareas de alumno
castigado. Sin embargo, Picolotti no se fue por sus manejos: la mina del look
de corte de agua y ausencia de jabón fue cuestionada durante 2 años y medio por
haber nombrado a más de trescientos empleados en su Secretaría, en su inmensa
mayoría, familiares, amigos, familiares de amigos y amigos de familiares.
También le habían echado en cara su incapacidad, pero
convengamos que eso nunca fue parámetro para el Gobierno que bancaba a
Guillermo Moreno. Sin embargo, en un país en el que la Presidente recibe los
diarios en papel de manos de un canillita que se mueve en avión, sólo un idiota
puede creer que Picolotti la rajaron por ladri: la renuncia le fue requerida
justo en la misma semana en la que Alberto Fernández, principal mentor de
Picolotti, criticó al Gobierno.
Por aquellos meses de 2009, a las denuncias de
enriquecimiento ilícito del Gobierno se les ponía el sello de ingreso y el de
archivo en la misma Mesa de Entradas del Juzgado en turno y delante del
denunciante. Néstor compraba dos millones de dólares un día antes de una
devaluación y pocos se preocupaban. A nadie le pareció sospechoso que el ya
expresidente justificara su transacción con un “necesitaba comprar un hotel”,
dado que todos hemos comprado un hotel cinco estrellas alguna vez en la vida.
Julio De Vido ya tenía su chacrita de varias hectáreas en el norte de la
provincia de Buenos Aires, y Felisa Micelli ya había pasado a la posteridad por
ahorrar de a miles los dólares que guardaba en el baño de su despacho para no
gastar de más.
Sin embargo, el caso de Picolotti y su afición por no poner
de su bolsillo ni las propinas, sirve para ejemplificar en menor escala lo que
pasará con casi todos los funcionarios que se la dieron de patriotas con la
ajena: quedarán en el olvido y sólo nos acordaremos de ellos cuando nos
enteremos de que, una vez más, están de paseo por Comodoro Py.
El comportamiento de la funcionaria que respetaba tanto al
medio ambiente que llevaba todo un ecosistema en su cabellera, pinta de cuerpo
entero a cualquier funcionario promedio que, a pesar de tener un suculento
salario y robar lo que tenga a mano, considera que es justo que todos nosotros
le paguemos hasta la niñera de sus hijos.
Hemos visto funcionarios honestos, boludos, corruptos,
inteligentes, corruptos boludos, corruptos inteligentes, honestos boludos y
honestos porque no les salió otra cosa. Estos últimos forman parte de un grupo
interesante, aquel que es honesto porque no se enteró/no supo cómo chorear.
Faltó a clases justo ese día y nunca entendió cómo llevarse la torta, la
bandeja y, si pinta, a la camarera que la trae a la mesa. Una buena para ellos:
cuando alguna mente memoriosa los recuerde, automáticamente dirán “pero era
honesto”.
La explicación de por qué se chorea aún cuando ya se tiene
todo, es bastante simple: son coleccionistas de guita. Al billete lo ven como
un objeto de colección al que hay que admirar. He conocido tipos que, como
quien charla del clima, afirman que acomodan sus dólares por modelo, número de
serie o Estado emisor. Les gusta verlos, olerlos, tocarlos, saber que están
ahí. De esa base para arriba, el resto sigue el mismo patrón.
Tienen treinta propiedades, pero la que más les gusta es la
que todavía no compraron. El negociado que más disfrutan es el que está por
venir. En un eterno devenir del futuro inalcanzable, nunca están satisfechos:
al no coleccionar figuritas, nunca llenan el álbum, siempre hay cosas nuevas y
deseables para sumar a la colección.
De chicos se comieron los piojos o eran niños bien, no hay
diferencia en el resultado. Los primeros llegan como gordo en huelga de hambre
a un asado. Saben que se llenaron con la segunda entraña, pero está todo ahí,
para comerse. Y como está para comerse hay que deglutirlo aunque no se pueda
respirar. Los segundos todavía no superaron el trauma de la minita que los
humilló al recordarles que el auto se los compró papi y están desesperados por
tener su propia fortuna, su propia colección.
No la tocan, no la gastan, no la reproducen, sólo la
acumulan. Como buenos coleccionistas, no quieren desprenderse de una sola
pieza. De allí que los gastos diarios propios y ajenos -cuando quieren
impresionar a alguien o mostrar qué tan grande tienen el complejo- son
solventados por la caja chica, que de chica sólo tiene el nombre.
El fondo de gastos comunes -la cajita, para los gomías- es
un estándar de la administración que abarca desde un destacamento policial en
Carmen de Patagones hasta la mismísima presidencia. Un mecanismo dispuesto
desde que el mundo existe para que cada dependencia del Estado tenga dinero en
efectivo para gastos diarios. Lógicamente, no incluye una cena de camaradería
de la promoción 87 del turno mañana mercantil, pero todo se dibuja si se tienen
los comercios amigos correspondientes. Ciento cincuenta resmas de hojas y
cartuchos de tinta para una repartición que no tiene impresoras, o noventa y
dos bidones de agua para el dispenser de una oficina con tres personas, todo
vale mientras el proveedor amigo nos dibuje la factura a cambio del pago de
IVA. El negocio es redondo, dado que el buen hombre podrá usar ese IVA
facturado para vender sin ticket esas ciento cincuenta resmas que no le dieron
a nadie.
La caja chica no es sólo un agujero por el que se van
millones -cientos de millones- todos los meses sin mayor control que el de las
facturas truchas, sino que es el pilar de todo el resto, el entrenamiento
básico, las inferiores que hay que pasar para poder chorear en primera.
La hermana boba de la caja chica es la locación de
servicios, un mecanismo que el Estado también usa para negrear -contratar sin
aguinaldo ni vacaciones pagas a personas para que hagan el mismo trabajo que
podría hacer un Planta Permanente con todos los beneficios de la ley- pero que
también utiliza como si se tratara de una obligación para hacer más billetines.
Es la perfección de lo que antiguamente llamábamos ñoqui, un tipo que es
contratado para que no trabaje y, al cobrar la contraprestación por el servicio
que no realizó, separe la guita del monotributo y entregue el resto a la
persona indicada. Es el mecanismo favorito para satisfacer a los militantes de
menor rango, pero también viene joya para hacer guita. Un área que necesita de
quince empleados, cuenta con diez de planta permanente. Toman a los cinco que
faltan, se les paga el monto equivalente a un salario mínimo y se contrata a
otros quince por mucha guita. No van nunca. Saquen la cuenta de cuánta se
desvía por mes y multipliquen hasta el infinito de reparticiones públicas.
Por todo esto no la rajaron a Picolotti, dado que obra en el
Manual del Buen Funcionario. Lo que asusta es que, si la mina nos parece una
boluda ratona, es imposible dimensionar la que se han choreado en otros modus
operandi.
Licitación directa. Es algo más suculento que la caja chica,
aunque opera casi del mismo modo, dado que funciona para comprar de forma
rápida pero por montos muy superiores. Al igual que la cajita feliz, se pueden
dejar por escrito que se compraron quinientas computadoras que si se recibieron
sandías no pasa nada. La mayor escala también aplica a los proveedores, que
están registrados en un padrón y son felices por tener un socio que los ayude a
blanquear.
Licitación (a secas). Es el mecanismo más entretenido, dado
que conlleva tantos pasos a cumplir que el funcionario siente que realmente
ganó el dinero por el empeño que le puso al choreo. Gracias a que Cristina hace
una cadena nacional por cada paso, además de enterarnos que el Anses le dio un
crédito a un jubilado para que se compre un caballo pura sangre, podemos
comprender el mecanismo de la licitación: primero se hace el anuncio de la obra
que se desea llevar a cabo, se reciben las ofertas y se elige al ganador
tomando como parámetros menor costo, mayor beneficio o ambos.
En la habitualidad, esta Disneylandia que nos pinta la ley
es un poco diferente y, antes de hacer el anuncio, ya se arregló con uno o con
todos los oferentes. Las aperturas de sobres para demostrar transparencia son
para la tribuna. Es como que la profesora nos pase las respuestas del examen y
luego lo rindamos delante de todos. Si no se pudo arreglar para que los
perdedores presupuesten más de quien debe ganar, se le pide al garantizado
ganador que le agregue beneficios a su oferta para justificar el mayor costo.
Beneficios que nadie comprobará y, si alguien se anima, no faltará quien pueda
explicar su ausencia con el aumento de costos de las paritarias y la inflación.
Como ejemplo podemos poner que la inmensa mayoría de las
obras públicas que ha llevado el kirchnerismo adelante las han ganado siempre
los mismos tres: Electroingeniería, CPC (Cristóbal López) o Austral
Construcciones (Lázaro Báez).
Por eso tardaron tanto en llamar a licitación para la red 4G
de celulares: porque no había negocio para propios y amigos, no existía una
posibilidad cierta de hacer una gran fiesta y, obviamente, porque las compañías
están tan entongadas que acá podemos llegar a comunicarnos con palomas
mensajeras sin que a ningún funcionario le caliente.
Tras la sobrefacturación, obviamente, aparece el retorno,
ese porcentaje hermoso que excede al costo de la obra y que oficia de mecanismo
polimodal en la modalidad favorita para el choreo de los últimos años: los subsidios.
Todas las modalidades descriptas precedentemente, no son copyright del
kirchnerismo y aún no entiendo cómo no fue declarado patrimonio cultural de la
clase dirigente argentina, dado que no reconoce afiliación partidaria ni época
histórica.
De más está decir que el subsidio y la empresa con mayoría
estatal -o directamente empresa del Estado- no son inventos, tampoco, del
Modelo de Redistribución de Culpas con Crecimiento Marginal. Sin embargo, por
la proximidad del ejemplo, nos viene joya. El sistema de subsidios que vivimos
hoy en día proviene de la eternización de una medida adoptada tras la
devaluación de enero de 2002. El aumento de costos de los prestadores de
servicios -transporte, energía, etcétera- obligaba a la suba proporcional de
los importes a cobrar, los cuales debían ser pagados en su mayoría por
asalariados que perdieron dos tercios de su poder adquisitivo de un día para el
otro.
Ante este panorama, aparecieron los subsidios para completar
la diferencia de guita entre lo pagado y el costo del servicio. La idea -y esto
se puede encontrar en el Boletín Oficial- era que los mismos fueran
disminuyendo con el paso del tiempo, el aumento de los salarios y la
recuperación del consumo. Pero con los años el consumo se transformó en el Alá
del fundamentalismo nacional y los subsidios crecieron a la par de la
inflación. La calidad cayó por razones obvias: los subsidios son para mantener
el servicio, no para mejorarlo ni ampliarlo.
Esto último no se vio reflejado en los números y se pagaron
subsidios que alcanzan para tener un tren transoceánico hasta la base Marambio.
Así, lo que se originó como un tecnicismo para compensar la diferencia entre
costo e ingresos, se convirtió en un mecanismo para lucrar con la diferencia
entre subsidio y costo. Los resultados los podemos ver cuando nos cortan la luz
en las cuatro estaciones, cuando las fábricas tienen que dejar de producir para
que un ama de casa de Balvanera pueda prender la cocina y cuando los trenes le
hacen competencia a Lázaro Costa.
Las empresas del Estado quedaron para lo último, dado que es
lo máximo a lo que puede aspirar un delincuente que se precie. El primer puesto
en la consideración no es en vano, ya que dentro de una empresa del Estado está
todo: caja chica hasta para pagar las putas, licitaciones para tirar al techo y
subsidios para mantener un precio tentador para los consumidores financiados
por personas que nunca podrán disfrutarlo.
El hambre demostrado para pegarse un panzazo de entrada
quedó en evidencia cuando se chusmea qué pasó con el tendido eléctrico Pico
Truncado-Puerto Madryn, en el cual se denunció un sobreprecio del 400%. O sea,
en una obra se pagó lo que deberían haber salido cuatro obras del mismo tipo.
Este tipo de maniobras también explica por qué siguen choreando a pesar de
amasar la que no podrán gastar en cincuenta vidas. Primero, porque les gusta
acumular guita. Segundo, porque si a la siguiente obra se paga lo que
corresponde -o un sobreprecio menor- alguien se daría cuenta que en la anterior
se choreó, y fuerte. La glotonería de billetines se les prorroga por el cagazo
a que vuelva el anonimato el cual relacionan, indefectiblemente, con la
malaria.
Es la necesidad de permanecer en el poder en segundas
líneas, de saltar de un bando al otro sin tapujos, de acomodarse a último
momento con quien tenga chances de llegar al poder, porque para el
coleccionista de guita, tener que desprenderse de una sola moneda para pagar un
chicle les da la misma sensación de quien vende la tele para bancar el
alquiler. Sensación de empobrecerse.
Y en el medio, en cambio, queda nuestra sensación, esa que
nos dice que cuando con nuestro sueldo pagamos un café unos veinte mangos, en
realidad estamos pagando el nuestro y el del funcionario, que de tan patriota,
se merece no gastar su salario astronómico. Después de todo, vivir de la ajena
es un trabajo arduo.
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