Por Luis Alberto Romero |
La socialdemocracia europea cruje y se desarma. Pierde votos
y encanto. Para unos es el estatismo superado y para otros se trata apenas de
una variante del establishment. En América latina, la política va por otros
rumbos y, específicamente en la Argentina, donde aquel ideario reformista nunca
logró establecerse, para muchos es hoy un horizonte posible.
La socialdemocracia nació en Alemania hace un siglo y medio.
Desafiando la ortodoxia marxista, Eduard Bernstein sostuvo que el socialismo
podía recorrer una buena parte de su camino de la mano de la democracia y el
capitalismo. Entonces fue derrotado y denigrado, pero sus ideas rebrotaron en
1918, cuando los socialistas sostuvieron la república de Weimar, arrasada luego
por el aluvión nacionalista y populista del nazismo.
Al fin de la Segunda Guerra Mundial, con los acuerdos de
reconstrucción, en Europa llegó la hora de la socialdemocracia. Desde el
gobierno o la oposición, impulsó los Estados de Bienestar que durante tres
décadas de espectacular crecimiento capitalista aseguraron el control de su
dimensión salvaje e hicieron mucho por la democracia y la equidad social. Desde
los años setenta estos Estados comenzaron a hacer agua: eran caros, sus
políticas sociales eran torpes e impedían el crecimiento económico. Su crisis
arrastró a los partidos socialdemócratas. Hoy los empresarios, que afrontan los
desafíos de la economía global, apuestan por gobiernos más tecnocráticos que
democráticos, con menos impuestos, menos gasto estatal y más libertad de
acción. Para la izquierda, los socialdemócratas han perdido sus virtudes
cívicas, congelan el debate partidario y se suman al reparto de cargos y
coimas. Los nuevos descontentos recuerdan con nostalgia los tiempos de la
autarquía económica y las nacionalizaciones.
Visto desde la perspectiva de la ilusión socialdemócrata, de
la que participo, es un resultado desalentador. Pero visto desde la perspectiva
argentina actual cabe pensar: ¡ojalá tuviéramos esos problemas!
La tradición socialdemócrata, que pesó poco en nuestro país,
tuvo una oportunidad en 1946. Desde hace diez años, acuciados por el fascismo,
los socialistas venían confluyendo con radicales, comunistas, sindicalistas e
intelectuales, en un frente antifascista. En la elección de 1946 esa idea tomó
forma con la Unión Democrática, cuyo programa sumó al antifascismo las ideas
socialdemócratas de posguerra, que ya había plasmado el laborismo inglés.
Perdieron frente a Perón, que ofreció otra versión del discurso de la justicia
social, envuelto en la doctrina social de la Iglesia y sumando los motivos
populista y nacionalista. Además, construyó su candidatura desde el poder;
había certidumbre sobre lo que haría y sobre la capacidad de hacerlo, y eso fue
decisivo para captar a los sindicatos y los trabajadores.
Perón construyó un Estado de Bienestar singular, con poca
igualdad y muchos privilegios corporativos, manirroto y poco previsor,
despreocupado de la eficiencia económica y de la democracia institucional.
Selló la alianza entre el peronismo, los trabajadores y amplios sectores
populares, y ya no hubo futuro para la socialdemocracia. Tampoco lo hubo para
los conservadores, los nacionalistas, los católicos o los comunistas, pues el
movimiento peronista supo cubrir todos los flancos.
En 1983, Raúl Alfonsín quebró su hegemonía electoral desde
una posición afín con la socialdemocracia. Aunque fue un excepcional
constructor democrático, falló en el costado social y también en la promoción
de un capitalismo sin prebendas. De todos modos, fue un interludio breve. Desde
1987, en lo sustancial gobiernan los peronistas, con ideas y discursos
cambiantes pero con un estilo compartido de hacer política y de administrar el
gobierno.
La Argentina es hoy un país devastado. El Estado, sometido a
gobiernos arbitrarios, ha desertado de sus funciones esenciales y tiene
carcomidas sus agencias y sus burocracias. La República está amputada y el
Estado de Derecho está en cuestión. Predominan los empresarios prebendarios,
que poco aportan al producto social y generan una gigantesca colusión con los
gobernantes, que recientemente ha plasmado en un régimen cleptocrático. Los
fracasos de una economía desquiciada son más evidentes a la luz de la reciente
y desaprovechada prosperidad. Finalmente, tenemos una sociedad escindida, que
los subsidios no han recompuesto, y un mundo de la pobreza en el que la lucha
por la supervivencia da lugar a que otros hagan buenos negocios económicos y
políticos. Los militares son responsables de una parte, pero a treinta años del
retorno democrático se puede decir que los peronistas lo hicieron, menemistas y
kirchneristas. Sin duda, son los principales responsables del estado actual del
país.
A partir de diciembre de 2015 habrá muchas cosas urgentes
que hacer: restablecer la institucionalidad, reordenar la macroeconomía,
recomponer el Estado, reintegrar a los excluidos. Todos reconocen estos
problemas. Pero quienes participaron y se beneficiaron -con una valija de
dinero o un paquete de votos- difícilmente encaren soluciones de fondo, y hasta
es posible que se tienten con alguna continuidad. Frente a ellos coexisten
diversas corrientes de opinión y distintas fuerzas políticas. Entre ellas están
las que se identifican con la tradición socialdemócrata. Todos coinciden en
algunas cosas básicas: respeto a la institucionalidad democrática, sensibilidad
social y aprecio por el saber técnico y burocrático.
Es alentador, porque de todo eso necesitará un gobierno de
reconstrucción. Conocimiento técnico y experiencia estatal para reordenar la macroeconomía
y mucha sensibilidad social para ser cuidadoso con el reparto de los
inevitables costos. Saber burocrático y convicción republicana para recomponer
el Estado y rearticular sus partes sanas. Saber, sensibilidad y persuasión para
iniciar la tarea de la reintegración social, que requiere un gran aporte
solidario. Mucha decencia para desarmar el aparato cleptocrático y mucha
seguridad republicana para hacerlo por las vías legales. Finalmente, mucha
convicción para insuflar a todo este conjunto el soplo vital que lo ponga en
funcionamiento.
Todo esto se encuentra en potencia en buena parte de la
ciudadanía y en las fuerzas políticas opositoras. Pero hay una distancia entre
las intenciones y las acciones. Hará falta una única fuerza política, consistente
y convencida, que derrote al gatopardismo peronista y que pueda enfrentar las
reacciones generadas por cualquier reforma. Hay que construirla. La tradición
socialdemócrata tiene una tarea específica en este esfuerzo conjunto: asegurar
que las soluciones incluyan la perspectiva de la equidad social.
La reconstrucción llevará al menos dos períodos
presidenciales. Quizá más. Cuando esté consolidada, seguramente comenzarán a
plantearse esos problemas que hoy están en el debate de la socialdemocracia
europea. Si se logra reconstruir el Estado y promover un empresariado no
prebendario, aparecerán en la agenda pública temas como la fiscalidad, los
controles, el encadenamiento virtuoso de los beneficios, el cuánto y el cómo de
la distribución. Con el Estado de Derecho y la democracia republicana
consolidados, probablemente se discuta sobre la burocracia, los partidos
políticos y las formas de participación popular. Hasta se podrá discutir el
diseño institucional federal.
Los de tradición socialdemócrata tendrán mucho que decir
sobre la combinación entre libertad e igualdad, entre Estado y mercado, entre
crecimiento y equidad. Seguramente por entonces la socialdemocracia del mundo
habrá adecuado sus propuestas a una época de globalización, crisis y
austeridad. En la Argentina habrá discusiones apasionantes sobre muchos temas
que hoy no podemos pensar ni imaginar. Felices quienes puedan participar en
ellos y encarnar una tradición socialdemócrata muy valiosa, que hoy no llega a
tener en nuestro país un lugar propio y específico.
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