sábado, 14 de junio de 2014

Ante la corrupción, no basta con indignarse

Por Luis Alberto Romero
El apasionante "show de la corrupción" de estos días trae al debate una de las cuestiones más difíciles para las fuerzas opositoras: cuál debe ser el lugar de la investigación sobre la corrupción reciente , tanto en la campaña electoral como en la acción del nuevo gobierno.

Hasta ahora el develamiento de este aspecto central del régimen kirchnerista va desarrollándose por vías normales: la opinión pública, que acucia, y la Justicia, que avanza a su ritmo. 

Figuras importantes del régimen ya transitan los juzgados y hasta parece que puede caer el último velo. En un año y medio habrá un nuevo gobierno. Para poder empezar a reconstruir el Estado de Derecho y la credibilidad democrática, tendrá que encarar la cuestión de investigar la corrupción, castigar a los responsables, pero, ante todo, fortalecer la ley. Es tarea de la Justicia, aunque ayudará mucho que haya un buen impulso de tipo ético, un viento de cola que venga del lado de la ciudadanía y de las autoridades.

Pero antes hay una elección de por medio , y para el caso el cálculo es un poco distinto. Algunos candidatos quizá se tienten con hacer de la corrupción su bandera insignia. Pero eso solo no será suficiente para convencer a un electorado que -sin desechar el tema- pedirá propuestas más sustanciosas. Más aún, convertir la condena de la corrupción en el eje de la campaña puede ser contraproducente, pues hay disponibles respuestas descalificatorias, como la fatalista "corrupción hubo siempre" y la cínica "robó, pero hizo", que, aunque parezcan triviales, son eficientes.

Si se pretende devolverle a la política su dimensión moral y a la vez asegurar la eficacia electoral, hay que comenzar cuestionando la palabra "corrupción". Se trata de uno de esos términos denostativos de amplio espectro, adecuados para suscitar indignación y desencadenar catarsis, pero poco útiles para entender y proponer. En sus términos más generales, incluye todo lo que transcurre en las zonas grises de la legalidad, como la feria de La Salada; el ejemplo muestra que son fenómenos demasiado complejos para reducirlos a la mera corrupción. Si se la acota a los funcionarios públicos y sus prácticas deshonestas, conviene hacer distinciones de nivel, magnitud y responsabilidad, para enfocar adecuadamente las propuestas.

En el escalón más bajo existe la pequeña o mediana coima al funcionario que tolera algunas licencias a los reglamentos, y que no siempre es fácil de diferenciar de la propina. Es un problema cultural, reprobable, pero no urgente. En un segundo nivel, ya más serio, está la práctica de los políticos, que recaudan fondos para llenar la caja política y también la personal. Fue una de las consecuencias, ciertamente no querida, de la democracia. La política es cara, no hay un sistema legítimo de financiamiento, y la sottopolitica, como se la llama en Italia, casi forma parte de lo normal. Es factible reducirla, acotarla, controlarla, pero es dudoso que desaparezca. No tiene sentido colocarla en el centro de un programa electoral.

El tercer nivel ya es más serio. Se trata de los gobernantes del Estado y los beneficios excepcionales que pueden otorgar a los grandes intereses cercanos a ellos. El Estado argentino tiene una larga tradición de franquicias y prebendas, y también de colonización de sus oficinas del Estado por estos grupos. Pero desde 1976 hubo un salto cualitativo. En procesos concurrentes, se concentró el poder económico, se deterioró el Estado, incluyendo los mecanismos de control del gobierno, y el poder político se centralizó en el presidente, primero con la dictadura y luego con la democracia. Esto facilitó las relaciones colusivas entre gobernantes y empresarios, que fraguaron en los años de Menem, durante la reforma del Estado y las privatizaciones. El "robo para la Corona" de Manzano y Verbitsky (autor de aquel libro) expresa acabadamente el nuevo tipo de corrupción en el que, a cambio de suculentas comisiones, los dirigentes políticos licuaron los controles institucionales y dieron vía libre a los intereses privados. Como en los tiempos de las bandas germánicas, una parte quedó en la tienda del jefe y la otra fluyó a la periferia, para hacer menos dolorosa la transición al nuevo mundo del mercado sin Estado.

Con el kirchnerismo se avanzó en ese camino y a la vez se inventó algo nuevo. La palabra corrupción, insuficiente ya para los años de Menem, no alcanza para definir lo que es, en pocas palabras, una organización política instalada en el gobierno para depredarlo. El Estado, definitivamente desmantelado, quedó en manos de un grupo de políticos que usaron discrecionalmente los poderes estatales para apropiarse de los recursos fiscales, que son los de la sociedad. El grupo político gobernante no fue simplemente sobornado por los grandes. Se convirtió él mismo en el eje de este régimen cleptocrático, que combina la concentración de los recursos y del poder.

Llenar la "caja política" no es sólo una actividad concurrente de la de gobernar, sino el objetivo mismo del Gobierno. Con la caja se construye el poder que posibilita la acumulación, se modela la opinión, se manejan gobernadores, congresistas e intendentes y se producen los sufragios requeridos por la democracia. Cada acción gubernamental, cada obra pública, cada subsidio -más allá de su justificación discursiva- apunta a generar un ingreso para la caja política. Los "empresarios amigos" -los Báez, los López-, así como las Madres de Plaza de Mayo, son parte del circuito de acumulación que gira alrededor del Gobierno, de los "pingüinos". En cierto sentido, como lo dijo en su momento Néstor Kirchner , es un gran triunfo de la política sobre el mercado.

Estamos apenas empezando a conocer esta trama, revelada gradualmente por periodistas, políticos y jueces. Hay mucho para averiguar todavía, pero también hay que pensar cómo se explica el sistema de este régimen. Los políticos tienen que poder presentar una imagen clara, evidente y comprensible de algo que no es la familiar corrupción sino una maquinaria nueva y mucho más potente. Tienen que poder hacer evidentes sus inmensos costos sociales. Deben mostrar que no es la "corrupción de siempre", y que el "roba, pero hace" no se aplica en este caso, donde se roba, se daña, se mata y hasta se corrompen las iniciativas valiosas. Finalmente, deben convencer a los electores de que desarmar este Frankenstein es posible -todavía no está consolidado- y que es urgente, pues nos va en ello el futuro y el presente.

Por eso hay que reemplazar la fórmula simplista de la "corrupción", que nos lleva a una indignación fácil y finalmente conformista, y pasar al planteo de las cuestiones específicas involucradas en este régimen cleptocrático: la ley y su valoración; la república y su capacidad de control del gobierno; la burocracia y su eficiencia; la economía y la compleja ecuación entre iniciativa individual e injerencia estatal; la sociedad y su grave escisión de la pobreza. Sólo una propuesta capaz de articular reflexivamente este conjunto de cuestiones podrá ofrecer una alternativa atractiva al régimen actual.

¿Que lugar queda para la indignación? Es necesaria, pero no basta. Una política basada sólo en el repudio de la corrupción probablemente concluirá en un fracaso catastrófico. La ilusión de un nuevo comienzo, impulsado por los puros y los justos, suele terminar pronto en desilusión, apenas se descubre que los hombres, cada uno de nosotros, no somos definitivamente buenos o malos, y que apenas podemos aspirar razonablemente a mejorarnos de a poco.

Hacer política sólo con denuncias y buenas intenciones no sirve. Pero sin ellas no se puede. Es muy difícil encarar una transformación como la que requiere la Argentina sin el aporte de una dosis de ilusionado optimismo, de indignación, de rebeldía, como la que suscita hoy la evidencia de la corrupción. Como decía Sarmiento, también hay que querer "vencer las contradicciones a fuerza de contradecirlas". En definitiva, la política consiste en combinar el pesimismo de la razón con el optimismo del corazón. Es un arte, no una ciencia. Ojalá las musas iluminen a nuestros políticos.

El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político Argentino.


© La Nación

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