domingo, 18 de mayo de 2014

Patrioteros y afines a la caza de los "antiargentinos"

Por Jorge Fernández Díaz
El flaco de anteojos caminaba por la vereda impar de la avenida Quintana. Tenía un aire triste y circunspecto, y llevaba bajo el brazo su crónica recién escrita. 

Debía enviarla a Europa lo antes posible; en su país la Guerra de Malvinas era seguida minuto a minuto, con pavor y expectación. 

Ya se había declarado el cese de hostilidades en las islas y el corresponsal tenía un secreto: durante el transcurso de la conflagración había tomado partido por el bando de los perdedores. Es por eso que caminaba ahora ensombrecido por esa ciudad silenciosa, abatida y desierta del fin del mundo.

Cuando llegó a la calle Montevideo sintió, no obstante, una explosión de gritos, una especie de reverberante ovación. Al flaco se le aceleró el pulso, pensó en ese instante que un milagro había logrado cambiar el penoso curso de los acontecimientos. Corrió unos metros hasta un bar y entonces descubrió a qué se debía tanta euforia: la selección nacional había metido un gol. Se estaba jugando en España el Mundial de fútbol. El flaco se quitó entonces los anteojos, alucinado por esta escena, respiró agitadamente porque la mala sorpresa le había cortado el aliento y luego siguió caminando, cabizbajo y atónito. Pocos días después retornaría a su país entendiendo por fin el espíritu argentino, esa rara mezcla de heroísmo, talento, frivolidad, estupidez e infamia.

Esta semana trajo ecos lejanos de aquel desconcierto, sobre todo al comprobar cómo el Mundial de Brasil se instaló justo en el medio de la agenda política de la Casa Rosada, y también la indiferencia general con que la sociedad ha recibido el hecho de que el jefe de Gabinete y el vocero de la Presidenta de la Nación hayan copado la parada, en un acting partidario que ninguna república bananera se atrevió a imitar y que tuvo por objeto apoderarse simbólicamente del seleccionado, y por lo tanto de la celeste y blanca. Como todo el mundo sabe, estos torneos globales sirven para que algunas comunidades acomplejadas exageren la analogía y la metáfora, y despunten su nacionalismo de pacotilla.

El oficialismo tiene un escenario de mínima y otro de máxima. De mínima pretende que el clima mundialista desvíe la atención de la economía y los escándalos judiciales, y que sirva también como anestesia para fallos intragables y aumentos de tarifas. De máxima pretende asociar al movimiento nacional y popular con la épica argenta. En todo esto no es muy original: ahí está el progresista libertario Julio Grondona para atestiguar los favores que su rancia corporación le hizo a Videla y a los sucesivos gobiernos. Todos han querido mojar el pan en ese caldo triunfalista, aunque con irregular suerte. Pero resulta que el kirchnerismo es experto en relatos: sobre epopeyas retóricas sabe mucho más que sus antecesores y está enviciado con los trucos de magia. La idea es ligar su fatigosa propaganda del ser nacional con la mismísima argentinidad que por unos días inflamará nuestros pechos. Somos la Argentina, parecen susurrar, y quienes están en contra nuestra son "antiargentinos", viejo concepto de la dictadura militar que sugestivamente desempolvaron estos días dos miembros importantes del gabinete nacional para anatemizar a sus críticos. Vamos, vamos Argentina; vamos, vamos a ganar. Y que nuestros rivales aguafiestas queden como gorilas, amargos, neoliberales, oligarcas y antiargentinos: rezan para que Messi y el Kun Agüero no liguen, para que continúe del desánimo y para que el pueblo frustre su desdicha.

Balcarce 50 ensayó una artimaña similar con el millonario soldado chavista Diego Maradona. Tienen suerte con la ideología de los directores técnicos: ahora resulta que el Che Sabella también fue un simpatizante del setentismo y que este gobierno, caracterizado por practicar un sistema fuertemente unitario y por fracasar en su intento de destruir el núcleo de desigualdad social, le parece de pronto un emblema virtuoso de las "políticas federales y distributivas". Es magnífico, por cierto, cómo las convicciones personales resultan tan lucrativas en esta nación generosa.

De esto último pueden dar fe muchos actores, artistas y escritores argentinos, que callan sus opiniones políticas y que gracias a ello consiguen la gracia divina del Gran Patrón: contrataciones, becas, viajes al exterior y prebendas de la Cancillería, de la Jefatura de Gabinete y de la ex Secretaría de Cultura. Habrá que ver si la discriminación ideológica continúa con la gestión de Teresa Parodi. No fue muy alentadora la carta que le envió Hebe de Bonafini, quien la felicitó por haber "cantado casi más fuerte la marcha peronista que el himno". Tampoco sabemos si el consejo directivo de la Fundación del Libro aceptará finalmente la renuncia de la directora de la Feria, víctima del kirchnerismo editorial. Ese grupo militante vive holgadamente de la teta del Estado, cuestionó la presencia en Buenos Aires de Mario Vargas Llosa y presionó para que se cancelara la invitación a Zoé Valdes, escritora antipopulista de opinión punzante.

Los campeones de la argentinidad han hecho todo lo posible para comprar aplausos y silencios, invisibilizar a los disidentes y abrir una grieta cultural. Irónicamente, la división de la patria caracteriza a los patrioteros. Es por eso que el slogan de la AFA resulta tan curioso: "No somos un equipo, somos un país". Es una lástima, porque al revés acaso podría irnos un poco mejor. Fíjense qué sucedería si pudiéramos decir: "No somos un país, somos un gran equipo". Si fuéramos un gran equipo conseguiríamos de una vez por todas ser un país, algo que no somos. Me refiero a un país democrático de verdad, donde haya división de poderes, respeto a las instituciones, lucha contra la corrupción, racionalidad económica y sobre todo alternancia, esa facultad de entregarle la administración pública cada cuatro u ocho años a otro partido que no venga a demoler los logros y conquistas. Un país es un lugar donde se combate y no se alienta el cainismo ni la fractura, y por lo tanto donde son posibles los acuerdos y las políticas de Estado. Un país en serio no puede jugar su destino en un partido único de poder, que practica el gatopardismo para perpetuarse, con la épica por delante y los negocios por detrás.

El declamado amor a la patria conduce en ocasiones a la farsa. Tomando un solo ejemplo al azar -pongamos la energía-, uno puede verificar cómo los pecados y contradicciones de la época de Malvinas siguen vigentes entre nosotros. En nombre de las banderas de Mosconi, la gestión de los Kirchner logró que el país dejara de autoabastecerse y de exportar: diez años después gastamos 12.000 millones de dólares para importar gas y petróleo, rozamos la hecatombe energética y andamos mendigando alguna inversión extranjera. Eso no invalida, sin embargo, el talento heroico de los técnicos y profesionales de YPF. Todo eso junto es la Argentina.

La misma impostura permite que quienes se llenan la boca sobre la defensa de los intereses nacionales hayan realizado pagos indebidos a acreedores internacionales por 2000 millones de dólares, culpa de las mentiras del Indec y de una insólita negligencia gubernamental por la que nadie va a renunciar ni va a ir preso. Si se enterara de todos estos desastres domésticos, aquel joven corresponsal europeo que tomó partido por nosotros, los eternos perdedores, adoptaría la misma expresión de tristeza y asombro de 1982. Hoy muchos argentinos, como el flaco de anteojos, caminamos cabizbajos por la vereda de la perplejidad y del escepticismo.

© La Nación

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