domingo, 13 de octubre de 2013

Un momento de tregua en la joven democracia argentina

Por Tomás Abraham (*)
¿Qué pasaría con nosotros si el kirchnerismo se callara por un tiempo? ¿Qué efectos tendría que los de Carta Abierta cerraran el buzón un par de meses, los Kunkel, las Conti, los Kicillof, y Sandra Ruso se internaran en un monasterio trapense y la Presidenta aprovechara por su lado el obligado reposo para meditar en silencio?

Propongo un ejercicio de imaginación sobre el clima político del que seríamos testigos o partícipes en una situación así, inédita, nada habitual desde hace años en que padecimos un bombardeo persistente en nombre de una entidad llamada modelo y su cobertura correspondiente con el nombre de relato. Subamos a este simulador de cabina y viajemos en el espacio-tiempo.

Gracias a este estado de calma generalizada, podríamos pensar con cierta distancia en estos treinta años de democracia e integrar hechos de variado tipo –algunos desafortunados como otros positivos– en una nueva perspectiva.

No sería sorprendente que, una vez los ánimos sosegados, llegáramos a observar que la década kirchnerista, si bien no ha sido una década ganada ni otra perdida, no ha sido peor que los interrumpidos seis años de alfonsinismo, ni que el decapitado delarruismo, el prolongado menemismo o el conspirativo duhaldismo.

Estos diez años han sido parte de una fase más en esta –¿por qué no llamarla así?– joven democracia argentina. Es cierto que aplicar la palabra juventud a un país no deja de ser una referencia compleja. Un país no es una persona. Puede tener una historia milenaria, centenaria o breve. Pero este asunto de la duración no es garantía de la permanencia de tradiciones, ni de una buena salubridad política, ni de frescura o inocencia.

El envejecimiento, el desgaste o la dinámica, y menos la pobreza o la riqueza, de las naciones no se miden del mismo modo que en los seres vivos o entre individuos de nuestra especie.

Existen los jóvenes viejos, así también los veteranos que no se anquilosan y se amoldan a los cambios con llamativa flexibilidad. Esta cualidad o atributos relativos a la capacidad de mutabilidad sí es trasladable, en esta ocasión, de las personas a las naciones. Pensemos que la vieja España salió del oscurantismo franquista con un furibundo y acelerado destape además de una metódica y persistente democratización política. Y podemos pensar también en algo que nos concierne más directamente y es que, si bien se supone que un joven está más abierto a los cambios y derrocha espíritu de aventura, en el caso de nuestro joven país, hablamos hace casi setenta años, o sea cuatro generaciones, el mismo idioma político, hacemos los mismos gestos, recordamos las mismas cosas e invocamos las mismas glorias.

Esto sucede cuando escuchamos a alguien de 80 años, otro de 70, otro de 40, y los de 20. No me refiero sólo a la vigencia de la épica peronista sino a todo lo que se destila en su nombre a favor o en contra, ya sea desde el progresismo o el conservadurismo.

Por eso podríamos hacer un pequeño esfuerzo intelectual y disponer la necesaria buena voluntad, en este momento, de un kirchnerismo algo más lateral por los resultados de las primarias y por la convalecencia de su jefa, para bajar la guardia, dejar de velar la armas, en un permanente estado de alerta, y reflexionar sobre estos treinta años de democracia incluyendo al kirchnerismo en este inacabado ciclo histórico.

¿Podemos llegar a decir que estamos aprendiendo a vivir en democracia? ¿Estamos en condiciones de afirmar que, a pesar de los tumbos institucionales, la ciudadanía ya no acepta ciertas cosas que pongan en peligro su mundo de derechos y de libertades?

Una situación como la actual, debida a este escenario de reposo y de derrota electoral oficialista, puede ayudar a pensar en nuestro país más allá de trincheras y chicanas. En la medida en que el kirchnerismo no se coloque en el púlpito de quienes han refundado la nación, que no se unjan como depositarios de superioridad moral por juicios a represores, que se calmen un poco estos supuestos viejos combatientes que se autohomenajean como juventud maravillosa, si mengua aunque sea un instante la rediviva gesta sanmartiniana en unión continental con el indómito espíritu bolivariano por la Patria Grande, si podemos por otro lado poner un freno a la andanada de reacciones, respuestas y actitudes reactivas que estos anuncios declamatorios producen, entonces, quizá, podríamos llegar a tener una visión menos irritable, un poco más abarcativa e integradora del kirchnerismo en los intentos de hace tres décadas por democratizar nuestra sociedad.

De ahí el flaco favor que hacemos a este proceso de pensamiento aquellos que, desde el campo cultural o desde la política, aprovechamos el avance electoral de fuerzas opositoras o la incomodidad de sectores fanatizados que hoy hablan con sordina, para contraatacar con saña, arrancándonos los pelos porque durante un mes tendremos nada menos que al maldito Boudou de presidente, que nos soliviantemos por sentir que atacan nuestro pundonor republicano al estar presididos por un hombre que vuelve en moto a su departamento de Puerto Madero luego de favorecer a un amigo en la impresión de billetes, muecas ampulosas que poco tienen que ver con el análisis político y que en lugar de mejorar, empeoran la retórica oficialista.

Por mi parte, rezo no sólo por el pronto restablecimiento de la Presidenta sino para que Boudou ni siquiera se resfríe, para no dejar lugar –Dios nos libre– a la señora Betty Rojkés, fonoaudióloga nacida en Tucumán, que nos retraería al 1º de julio de 1974 en que otra señora, María Estela, conocida por el nombre artístico de Isabel Martínez, asumía la presidencia de los argentinos.

Dado entonces este paréntesis en la hiperactividad mediática de la Presidenta y por el paladar suavizado de los principales candidatos al Congreso de la Nación, haré una lista de lo que podríamos haber aprendido oficialistas y opositores en estas tres décadas de democracia.

No más golpes militares después de que Alfonsín hiciera el juicio a la junta, Menem borrara del mapa al sector carapintada y Néstor Kirchner reiniciara los juicios y descolgara el cuadro de Videla. Se da por terminada de esta manera la larga marcha del siglo XX de golpes militares y fraudes patrióticos.

Cuando se dice que hemos aprendido lecciones de democracia como comunidad, nada asegura que el tema esté definitivamente encarpetado, el asunto terminado y la ciudadanía, por decisión unánime, haya ascendido un peldaño político de una autocomplaciente madurez republicana. El evolucionismo no es una doctrina apta en cuanto a la historia se refiere.

Pero muestra una radiografía de un estado de la opinión pública que por definición es cambiante, enmarcada como está por situaciones históricas que nunca son las mismas.

A pesar de que en política no hay verdades absolutas, podemos sostener que la inmensa mayoría del pueblo argentino no quiere golpes militares ni tampoco golpes institucionales.

Otra lección aprendida es que hay un reconocimiento de que la inflación es un problema. El hecho de que el 25% de inflación sea para muchos una variable insostenible muestra que en un país que tuvo varias hiperinflaciones, aumento de precios en el que nuestra actual cifra anual era mensual, con antecedentes de ese tipo, más allá de desmentidas, estadísticas trucadas y polémicas entre entendidos, nadie cree que la inflación una vez que supera un determinado número sea un incentivo sin dobleces y un fenómeno necesario.

Por el alfonsinismo hemos aprendido que el pluralismo es un acta pendiente. Por el menemismo hemos aprendido poco y nada, quizás una mejora en algunos servicios, una cierta voluntad pacificadora, oscurecida por hechos tenebrosos como AMIA, Río Tercero y el asesinato de José Luis Cabezas.

La Alianza no dejó nada; por el contrario, sumó impotencia a la voluntad democratizadora.

Finalmente, el kirchnerismo puso sobre la mesa una serie de cuestiones ineludibles para el futuro si se quiere evitar que nos vendemos una vez más los ojos y retrocedamos a épocas amortizadas.

Enumeraré algunas. Reforma de la Justicia. La Ley de Medios. En lo que respecta a estos dos asuntos pendientes, el hecho de que el Gobierno trate de imponer su política de arrasar con adversarios, ocupar espacios de poder, tejer alianzas con sectores para reforzar su voluntad de hegemonía, deformar una necesaria democratización con trampas de todo tipo, el hecho es que a nuestra joven democracia se le debe tanto una reforma de la Justicia que no será fácil por la resistencia corporativa, y una ley de medios que evite que empresas de multimedios se hagan dueñas de redes, contenidos, sintonías, etc., y que impida también que un gobierno se apropie directamente, o por intermediarios, de medios de comunicación públicos.

En otro terreno, hay un reconocimiento de que el trabajo es una actividad imprescindible para la dignidad de cada habitante adulto, y mientras se esté desocupado por sucesivas crisis económicas y sociales existe el derecho de recibir asistencia del Estado, pero sin ser marginado, por razones clientelares, de la sociedad salarial.

No podemos terminar esta serie de acuerdos tácitos sin mencionar que la inseguridad ha dejado de ser considerada una sensación producida por el interés de los medios de generar miedo en la población. Es un dato de la realidad, pero parece que todavía no hay conciencia de la gravedad de una situación en la que el delito coexiste con el colapso de todos los sistemas de protección de la población. La impunidad parece total y la impotencia gubernamental acompaña.

Este fenómeno social no es sólo responsabilidad de esta década, la tercermundialización de nuestra sociedad viene de largo, con sus consecuencias en términos de miseria, marginación y narcotráfico.

Es posible que en épocas anteriores no haya habido una discusión como presenciamos estos años sobre el rol del periodismo, el poder de los medios, el funcionamiento de la Justicia, la obligación del Estado de asistir a quien no tiene trabajo, la inseguridad… etc.

No tiene mucho sentido discutir qué fuerza política es la agraciada con el mérito de haber abierto el debate sobre estas cuestiones porque lo que importa es si se concretan en mejores leyes e instituciones.

Es más productiva esa polémica que todos los lugares comunes del discurso político que se nutren de generalidades como las de que hay que eliminar la pobreza, tener una sociedad más igualitaria, invertir más en educación, pensar en el largo plazo, prometer luchar sin descanso contra la corrupción ajena, y todo lo que se puede decir sin costo alguno, ni siquiera costo de pensamiento.

Nuestra joven democracia, entonces, está marchando. Este momento de tregua, debido a un retroceso electoral, y a una transitoria convalecencia de la jefa de Estado, debería ser una oportunidad no restringida a un simulador de cabina con sus escenarios deseables. Se trata de bastante más que abroquelarse con un mismo acento tardoadolescente cuando se sugiere escuchar lo que quiere la gente.

Un infortunio personal o un resultado electoral son accidentes que no valen de por sí para este momento histórico en el que algunos ven un cambio político. Para que éste ocurra, se necesita mucho más que otra melodía o un obligado silencio, se trata de una nueva actitud política. La aprovecharíamos todos.

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