Por Tomás Abraham (*) |
¿Qué pasaría con nosotros si el kirchnerismo se callara por
un tiempo? ¿Qué efectos tendría que los de Carta Abierta cerraran el buzón un
par de meses, los Kunkel, las Conti, los Kicillof, y Sandra Ruso se internaran
en un monasterio trapense y la Presidenta aprovechara por su lado el obligado reposo
para meditar en silencio?
Propongo un ejercicio de imaginación sobre el clima político
del que seríamos testigos o partícipes en una situación así, inédita, nada
habitual desde hace años en que padecimos un bombardeo persistente en nombre de
una entidad llamada modelo y su cobertura correspondiente con el nombre de
relato. Subamos a este simulador de cabina y viajemos en el espacio-tiempo.
Gracias a este estado de calma generalizada, podríamos
pensar con cierta distancia en estos treinta años de democracia e integrar
hechos de variado tipo –algunos desafortunados como otros positivos– en una
nueva perspectiva.
No sería sorprendente que, una vez los ánimos sosegados,
llegáramos a observar que la década kirchnerista, si bien no ha sido una década
ganada ni otra perdida, no ha sido peor que los interrumpidos seis años de
alfonsinismo, ni que el decapitado delarruismo, el prolongado menemismo o el
conspirativo duhaldismo.
Estos diez años han sido parte de una fase más en esta –¿por
qué no llamarla así?– joven democracia argentina. Es cierto que aplicar la
palabra juventud a un país no deja de ser una referencia compleja. Un país no
es una persona. Puede tener una historia milenaria, centenaria o breve. Pero
este asunto de la duración no es garantía de la permanencia de tradiciones, ni
de una buena salubridad política, ni de frescura o inocencia.
El envejecimiento, el desgaste o la dinámica, y menos la
pobreza o la riqueza, de las naciones no se miden del mismo modo que en los
seres vivos o entre individuos de nuestra especie.
Existen los jóvenes viejos, así también los veteranos que no
se anquilosan y se amoldan a los cambios con llamativa flexibilidad. Esta
cualidad o atributos relativos a la capacidad de mutabilidad sí es trasladable,
en esta ocasión, de las personas a las naciones. Pensemos que la vieja España
salió del oscurantismo franquista con un furibundo y acelerado destape además
de una metódica y persistente democratización política. Y podemos pensar
también en algo que nos concierne más directamente y es que, si bien se supone
que un joven está más abierto a los cambios y derrocha espíritu de aventura, en
el caso de nuestro joven país, hablamos hace casi setenta años, o sea cuatro
generaciones, el mismo idioma político, hacemos los mismos gestos, recordamos
las mismas cosas e invocamos las mismas glorias.
Esto sucede cuando escuchamos a alguien de 80 años, otro de
70, otro de 40, y los de 20. No me refiero sólo a la vigencia de la épica
peronista sino a todo lo que se destila en su nombre a favor o en contra, ya
sea desde el progresismo o el conservadurismo.
Por eso podríamos hacer un pequeño esfuerzo intelectual y
disponer la necesaria buena voluntad, en este momento, de un kirchnerismo algo
más lateral por los resultados de las primarias y por la convalecencia de su
jefa, para bajar la guardia, dejar de velar la armas, en un permanente estado
de alerta, y reflexionar sobre estos treinta años de democracia incluyendo al
kirchnerismo en este inacabado ciclo histórico.
¿Podemos llegar a decir que estamos aprendiendo a vivir en
democracia? ¿Estamos en condiciones de afirmar que, a pesar de los tumbos
institucionales, la ciudadanía ya no acepta ciertas cosas que pongan en peligro
su mundo de derechos y de libertades?
Una situación como la actual, debida a este escenario de
reposo y de derrota electoral oficialista, puede ayudar a pensar en nuestro
país más allá de trincheras y chicanas. En la medida en que el kirchnerismo no
se coloque en el púlpito de quienes han refundado la nación, que no se unjan
como depositarios de superioridad moral por juicios a represores, que se calmen
un poco estos supuestos viejos combatientes que se autohomenajean como juventud
maravillosa, si mengua aunque sea un instante la rediviva gesta sanmartiniana
en unión continental con el indómito espíritu bolivariano por la Patria Grande,
si podemos por otro lado poner un freno a la andanada de reacciones, respuestas
y actitudes reactivas que estos anuncios declamatorios producen, entonces,
quizá, podríamos llegar a tener una visión menos irritable, un poco más
abarcativa e integradora del kirchnerismo en los intentos de hace tres décadas
por democratizar nuestra sociedad.
De ahí el flaco favor que hacemos a este proceso de
pensamiento aquellos que, desde el campo cultural o desde la política,
aprovechamos el avance electoral de fuerzas opositoras o la incomodidad de
sectores fanatizados que hoy hablan con sordina, para contraatacar con saña,
arrancándonos los pelos porque durante un mes tendremos nada menos que al
maldito Boudou de presidente, que nos soliviantemos por sentir que atacan nuestro
pundonor republicano al estar presididos por un hombre que vuelve en moto a su
departamento de Puerto Madero luego de favorecer a un amigo en la impresión de
billetes, muecas ampulosas que poco tienen que ver con el análisis político y
que en lugar de mejorar, empeoran la retórica oficialista.
Por mi parte, rezo no sólo por el pronto restablecimiento de
la Presidenta sino para que Boudou ni siquiera se resfríe, para no dejar lugar
–Dios nos libre– a la señora Betty Rojkés, fonoaudióloga nacida en Tucumán, que
nos retraería al 1º de julio de 1974 en que otra señora, María Estela, conocida
por el nombre artístico de Isabel Martínez, asumía la presidencia de los
argentinos.
Dado entonces este paréntesis en la hiperactividad mediática
de la Presidenta y por el paladar suavizado de los principales candidatos al
Congreso de la Nación, haré una lista de lo que podríamos haber aprendido
oficialistas y opositores en estas tres décadas de democracia.
No más golpes militares después de que Alfonsín hiciera el
juicio a la junta, Menem borrara del mapa al sector carapintada y Néstor
Kirchner reiniciara los juicios y descolgara el cuadro de Videla. Se da por
terminada de esta manera la larga marcha del siglo XX de golpes militares y
fraudes patrióticos.
Cuando se dice que hemos aprendido lecciones de democracia
como comunidad, nada asegura que el tema esté definitivamente encarpetado, el
asunto terminado y la ciudadanía, por decisión unánime, haya ascendido un
peldaño político de una autocomplaciente madurez republicana. El evolucionismo
no es una doctrina apta en cuanto a la historia se refiere.
Pero muestra una radiografía de un estado de la opinión
pública que por definición es cambiante, enmarcada como está por situaciones
históricas que nunca son las mismas.
A pesar de que en política no hay verdades absolutas,
podemos sostener que la inmensa mayoría del pueblo argentino no quiere golpes
militares ni tampoco golpes institucionales.
Otra lección aprendida es que hay un reconocimiento de que
la inflación es un problema. El hecho de que el 25% de inflación sea para
muchos una variable insostenible muestra que en un país que tuvo varias
hiperinflaciones, aumento de precios en el que nuestra actual cifra anual era
mensual, con antecedentes de ese tipo, más allá de desmentidas, estadísticas
trucadas y polémicas entre entendidos, nadie cree que la inflación una vez que
supera un determinado número sea un incentivo sin dobleces y un fenómeno
necesario.
Por el alfonsinismo hemos aprendido que el pluralismo es un
acta pendiente. Por el menemismo hemos aprendido poco y nada, quizás una mejora
en algunos servicios, una cierta voluntad pacificadora, oscurecida por hechos
tenebrosos como AMIA, Río Tercero y el asesinato de José Luis Cabezas.
La Alianza no dejó nada; por el contrario, sumó impotencia a
la voluntad democratizadora.
Finalmente, el kirchnerismo puso sobre la mesa una serie de
cuestiones ineludibles para el futuro si se quiere evitar que nos vendemos una
vez más los ojos y retrocedamos a épocas amortizadas.
Enumeraré algunas. Reforma de la Justicia. La Ley de Medios.
En lo que respecta a estos dos asuntos pendientes, el hecho de que el Gobierno
trate de imponer su política de arrasar con adversarios, ocupar espacios de
poder, tejer alianzas con sectores para reforzar su voluntad de hegemonía,
deformar una necesaria democratización con trampas de todo tipo, el hecho es
que a nuestra joven democracia se le debe tanto una reforma de la Justicia que
no será fácil por la resistencia corporativa, y una ley de medios que evite que
empresas de multimedios se hagan dueñas de redes, contenidos, sintonías, etc.,
y que impida también que un gobierno se apropie directamente, o por
intermediarios, de medios de comunicación públicos.
En otro terreno, hay un reconocimiento de que el trabajo es
una actividad imprescindible para la dignidad de cada habitante adulto, y
mientras se esté desocupado por sucesivas crisis económicas y sociales existe
el derecho de recibir asistencia del Estado, pero sin ser marginado, por
razones clientelares, de la sociedad salarial.
No podemos terminar esta serie de acuerdos tácitos sin
mencionar que la inseguridad ha dejado de ser considerada una sensación
producida por el interés de los medios de generar miedo en la población. Es un
dato de la realidad, pero parece que todavía no hay conciencia de la gravedad
de una situación en la que el delito coexiste con el colapso de todos los
sistemas de protección de la población. La impunidad parece total y la
impotencia gubernamental acompaña.
Este fenómeno social no es sólo responsabilidad de esta
década, la tercermundialización de nuestra sociedad viene de largo, con sus
consecuencias en términos de miseria, marginación y narcotráfico.
Es posible que en épocas anteriores no haya habido una
discusión como presenciamos estos años sobre el rol del periodismo, el poder de
los medios, el funcionamiento de la Justicia, la obligación del Estado de
asistir a quien no tiene trabajo, la inseguridad… etc.
No tiene mucho sentido discutir qué fuerza política es la agraciada
con el mérito de haber abierto el debate sobre estas cuestiones porque lo que
importa es si se concretan en mejores leyes e instituciones.
Es más productiva esa polémica que todos los lugares comunes
del discurso político que se nutren de generalidades como las de que hay que
eliminar la pobreza, tener una sociedad más igualitaria, invertir más en
educación, pensar en el largo plazo, prometer luchar sin descanso contra la
corrupción ajena, y todo lo que se puede decir sin costo alguno, ni siquiera
costo de pensamiento.
Nuestra joven democracia, entonces, está marchando. Este
momento de tregua, debido a un retroceso electoral, y a una transitoria
convalecencia de la jefa de Estado, debería ser una oportunidad no restringida
a un simulador de cabina con sus escenarios deseables. Se trata de bastante más
que abroquelarse con un mismo acento tardoadolescente cuando se sugiere
escuchar lo que quiere la gente.
Un infortunio personal o un resultado electoral son
accidentes que no valen de por sí para este momento histórico en el que algunos
ven un cambio político. Para que éste ocurra, se necesita mucho más que otra
melodía o un obligado silencio, se trata de una nueva actitud política. La
aprovecharíamos todos.
(*) Filósofo www.tomasabraham.com.ar
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