Por Luis Gregorich |
Hace algo más de 30 años -el 1° de septiembre de 1983- se estrenaba en
Buenos Aires el documental La República perdida , en el ocaso
de la dictadura militar que había usurpado el poder en 1976.
Se vivía un clima
de efervescencia política, debido a la inminente recuperación de la democracia,
y seguramente eso contribuyó a que la película, que recogía el último medio
siglo de historia argentina, despertara un interés quizás inesperado en el
público y sobrepasara pronto el millón de espectadores.
Como suele ocurrir con el cine, el producto final fue la consecuencia de
un trabajo colectivo. Sólo mencionaré a Enrique Vanoli, dirigente de la Unión
Cívica Radical y ex secretario de Ricardo Balbín, que dio la idea inicial y
participó en la producción; a Miguel Pérez, competente director y montajista; a
Luis María Serra, autor del excelente fondo musical, y a Juan Carlos Beltrán,
que prestó una clara y sobria voz al relato en off.
Por mi parte, había aceptado escribir el guión, después de que Vanoli me
explicó el proyecto en un sentido amplio y me aseguró absoluta libertad para
realizarlo. No me faltaban la práctica de la escritura ni la pasión por los
asuntos argentinos, pero mi relación con el cine era la de un devoto aficionado
más que la de un guionista profesional. Había conocido en cineclubes los
documentales de Robert Flaherty y Leni Riefenstahl, así como muestras de lo que
nuestro compatriota Jorge Prelorán filmó y denominó "cine
etnobiográfico". En una escapada a Montevideo habíamos visto, con mi
mujer, una versión incompleta de un notable (y discutible) ejemplo de cine
militante: La hora de los hornos, censurada por entonces en nuestro
país. Si hubo un modelo que tomé en cuenta, tal vez fue Morir en Madrid,
de Frédéric Rossif.
Dispuse sólo de tres meses para terminar el guión. Recuerdo largas
jornadas de revisión de material fílmico y viejos noticiosos que debían
coordinarse con el texto. Me propuse presentar a la reciente historia argentina
como una totalidad, como una sucesión de episodios con sentido y no como meros
fragmentos sueltos, y en la que no faltaran sus protagonistas, se tratara ya de
individuos o de sectores sociales.
Desde la caída de Perón en 1955 habían transcurrido 28 años de golpes
militares, de proscripciones del peronismo, de gobiernos débiles y de crisis
económicas, para culminar con el regreso y la muerte del caudillo, a la que
siguió una etapa de confusión, caos y represión ciega. Estábamos abandonando
ese oscuro escenario y era preciso -nos parecía- contribuir a la fundación de
un nuevo régimen, menos cruento y más estable.
En ese marco, la propuesta tácita era sugerir, desde la humilde
perspectiva de una película documental, la construcción de un sistema político
bipartidista, que ante todo ahuyentara el autoritarismo y el gobierno de las
minorías. Había que pensar en los dos grandes partidos que tuvieran realmente
la posibilidad de alternarse en el poder y que con sus diferencias pudieran
coincidir en una estrategia de largo plazo. Esos dos grandes partidos, aun con
sus fracturas y vacilaciones, no podían ser en ese momento más que el peronismo
y el radicalismo. Imaginábamos una modesta versión del Pacto de la Moncloa,
suscripto en España, seis años atrás, por partidos políticos, sindicatos y
asociaciones empresarias.
La República perdida recibió elogios y críticas, y hasta desempeñó un papel en la campaña
electoral ya lanzada por esos días. Unos años más tarde mereció una secuela,
dedicada a la época de la dictadura militar, de la que no fui guionista. Tuve
el privilegio de ser invitado muchas veces, en colegios, sindicatos, clubes y
toda clase de organizaciones no gubernamentales, para debatir después de una
proyección. Ya atenuado ese entusiasmo decidí, cumplidos los 30 años de su
estreno, reverla en soledad, para formular mi propio balance. La experiencia
resultante entremezcló persistencias básicas con insatisfacciones variadas. El
guionista de 1983 no era el espectador de 2013.
Para empezar, la historia que presenta la película, con toda su buena fe
y corrección política, se nos aparece hoy demasiado esquemática y simplista,
encarnada por una lucha entre el bien y el mal (entre los políticos populares y
nacionales, y la oligarquía conservadora y sus delegados militares) que
descuida la responsabilidad del conjunto social en que está inmersa. El texto
es justificadamente severo con los Uriburu, los Aramburu y los Onganía, pero
demasiado benevolente con Yrigoyen y Perón, que de todos modos habrían soportado
una visión más crítica. Es cierto que se trata de un guión "fechado",
con los apremios y el maniqueísmo de la rápida transición a la democracia, pero
aun así debió ser más matizado.
Todavía conmueven, y seguirán conmoviendo, las imágenes: la irrupción de
Uriburu en la Casa de Gobierno, la Plaza de Mayo del 17 de octubre, los
fúnebres ritos multitudinarios de cada 20 años (con los entierros de Yrigoyen,
Eva Perón y el propio Perón), el abrazo de Perón y Balbín, las fechorías de las
compañías de lanzagases y el ominoso desfile de los tanques? Se echan de menos,
tal vez, testimonios directos de personas comunes, de aquellos que no pudieron
ser sujetos de la historia y que se limitaron a sufrirla. Y nos queda la
pregunta que no podíamos contestar en 1983: ¿serían (serán) nuestros dirigentes
capaces de recuperar la República con lo que implica de convivencia, respeto a
la ley y división de poderes?
Con todos los reparos que merece el gobierno actual, no creo que pueda
decirse que se han pasado los límites y la República se ha perdido otra vez.
Sin embargo, si hoy quisiéramos filmar un documental parecido, deberíamos
admitir, con tristeza, que el bipartidismo no ha cristalizado, que el capital
de esperanza de 1983 se ha ido dilapidando, que la división de los argentinos
no se ha podido suturar, que vivimos en una burbuja creada por estadísticas
oficiales optimistas y falaces, y que se ha privado a nuestra sociedad de
objetivos y proyectos de largo plazo, dignos de nuestro destino e historia. En
tal sentido, creo que el (quizá ingenuo) mensaje final de la película que
recordamos, con su llamado al consenso y al acuerdo nacional, sigue vigente, y
su necesidad seguramente se reactualizará en 2015, con la sucesión
presidencial.
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