Por Tomás Abraham |
Muchos creen que si el personal gubernamental cambia, el
país cambiará. No es así. Existe un sistema que rige las conductas de los
gobernantes, les fija sus posibilidades de acción y permite pocas
modificaciones en el terreno en que las cosas se determinan, me refiero a la
economía.
La economía globalizada no es sólo un nivel de la realidad,
sino la instancia social que marca los límites del terreno de la acción
política.
Pero no todo se dirime de acuerdo a estructuras
independientes de la praxis, o de la lucha de los pueblos. Se puede elegir
cualquier vocabulario o ideología para reinstalar la dimensión creativa y
transformadora de los hombres. Me refiero a un dato subjetivo.
No da lo mismo que la calidad de las personas que dirigen el
país sea buena o mala. Así como se habla de calidad institucional, también
existe la calidad personal, y es posible que tengan que ver entre sí.
Puede ocurrir que los nuevos presidentes y ministros no sólo
sean gente con buenas intenciones, sino estudiosa de los problemas nacionales,
con coraje para tomar decisiones, honesta, y que el gobierno termine muy mal.
En el año 1999, el modelo productivista de Duhalde fue
derrotado con amplitud por la propuesta ética de De la Rúa. Pero no se trataba
sólo del radicalismo sino de una alianza con el Frepaso. El gabinete estaba
conformado por dirigentes serios y competentes como Terragno, Fernández
Meijide, Chacho Alvarez, Storani, Llach, López Murphy, Machinea…
Todos ellos hoy son motivo de escarnio y condena pública,
pero no hay que olvidar la imagen que tenían cuando fueron votados e, insisto,
que aún hoy me merecen, quien más quien menos –quien nada–, respeto por su
quehacer político.
El problema no fueron ellos, ni el mismo presidente, que a
pesar de su imagen anodina había sido un destacado joven dirigente en el ‘73,
como para acompañar la fórmula presidencial de los radicales, un legislador
elogiado y prestigioso años después, y un eficiente intendente de la Ciudad de
Buenos Aires.
El problema era el corset de la convertibilidad. Así se
llamaba al cepo de los 90. No se podía pagar los intereses de la deuda porque
no había superávit, y los únicos recursos que podía generarse para postergar
situaciones irreversibles exigían políticas de ajuste.
Con una economía que dejaba al 20% de la población fuera del
mercado de trabajo, y sin planes sociales, bajar el gasto era una quimera.
No había salida programada. La gente tenía prometido que sus
depósitos estaban dolarizados. Era una ley del Congreso. Finalmente, ante el
vaciamiento bancario, se salió con una crisis que se llevó puestos a todos,
dirigentes y pueblo incluido. Para no llegar a este extremo, las coimas del
Senado para votar leyes de flexibilidad laboral fueron un intento desesperado
para mejorar la situación de los desocupados con un procedimiento habitual en
la política nacional –el 70/30–, y que fue interpretado como una medida cuasi
esclavista.
Más allá de si lo era o no, en otros lugares tuvo más éxito
y bajó la desocupación, como en Alemania. “Muti” Merkel ha logrado lo que desea
conseguir Cristina: tres mandatos.
Hoy aquella flexibilidad es un recuerdo maldito exorcizado
en nombre del trabajo en negro, de la feria de La Salada y de los talleres
textiles.
En nuestro tercer milenio, el cepo cambió de nombre, pero
existe. Los más optimistas sueñan con un aterrizaje suave. Esperan que el
candado se destrabe con un soplo. Será sin duda difícil.
Así como no era criticable la implementación de la convertibilidad,
que detuvo el proceso hiperinflacionario, estabilizó la economía, restauró la
confianza de los inversores, abrió las puertas del crédito y disparó el consumo
–lo que fue agradecido por la ciudadanía en sucesivas elecciones legislativas y
presidenciales–, tampoco es criticable la política iniciada por Néstor
Kirchner.
Las medidas destinadas a hacer arrancar el país pueden
considerarse de distinta manera, todas muy buenas, algunas o pocas buenas, pero
lograron el propósito de volver a traer el pan a millones de argentinos que
vivían en la miseria.
Es posible que si se quiere encontrar una explicación para
comprender el mecanismo shakespereano por el cual a cada auge le sigue una
estrepitosa caída, se sostenga que fue el mismo Menem quien, al no cambiar de
rumbo en su segundo mandato, arruinó lo conseguido en el primero; y que en años
recientes, lo logrado por Néstor en los primeros años ha sido tirado por la
borda por las dos presidencias de su esposa.
Pero a esta afirmación, cierta o no, quiero agregarle dos
salvedades. Por un lado, el gobierno de Cristina Fernández intenta hacer lo
mismo que la oposición dice que hay que hacer. El problema es que no puede.
No puede bajar la inflación y tampoco puede bajar el gasto
ni los subsidios. Luchó para que las paritarias no superaran el 20% y a pesar
de sus aliados sindicales, no pudo hacerlo. Quiso aumentar el precio de los
transportes para reducir los subsidios, y ocurrió el desastre del Sarmiento.
Quiere ofrecer seguridad, y no sabe qué hacer para que en un partido de fútbol
ingresen los visitantes.
Este gobierno, que tiene un verdadero poder político, no
puede cambiar las variables económicas, al menos es evidente que le resulta
difícil hacerlo a pesar del apoyo de movimientos sociales, de cámaras
empresariales y de centrales sindicales.
¿Qué podrá hacer en el futuro una oposición hoy reunida
alrededor de Massa? Para imaginar una respuesta, paso al segundo punto, la
calidad personal. Graciela Camaño, los intendentes del Conurbano que adhieren
al Frente Renovador, De Mendiguren, Redrado, Barrionuevo, De la Sota, Adrián
Pérez y los que siguen podrán ser tan buenos o más o menos buenos como
cualquier ser humano que habita esta Tierra, pero tampoco son el papa Francisco,
para nombrar a un argentino hoy de moda.
Por otra parte, ¿qué poder tienen o tendrán para lograr el
cometido que ni este gobierno consigue obtener a pesar de sus esfuerzos?
Hay un sistema argentino. Quienes hoy ven con esperanza el
triunfo del massismo, y no hablo del hombre común que quiere soluciones para su
vida cotidiana y que cree que probar con un personaje nuevo se las proveerá,
sino de dirigentes que se sacan la foto con el candidato y corporaciones que
apuestan a lo que llaman el cambio, todos ellos esperan ventajas comparativas.
Unos, aumento en las asignaciones por hijo; otros, bajas en
las retenciones; unos, restituciones a las obras sociales; otros, mejores
precios para la cosecha; unos, dólares en abundancia; otros, el 82% móvil, más
policía, menos revalúo, más feriados, menos Fútbol para Todos; unos…
Puede resultar curioso que en una sociedad en la que en
apariencia todos luchan contra todos, cada uno desde su trinchera, en realidad
todos estén de acuerdo y quieran hacer lo mismo.
Unos, desde el Gobierno, quieren aplicar las medidas tanto
en inflación como en seguridad, y no pueden hacerlo, les sale mal. Los de
enfrente dicen que hay que hacerlo y que lo harán cuando les toque el turno de
mandar.
Los que tienen poder no pueden. Los que prometen poder no lo
tienen.
¿Qué hacer? ¿Dónde está la salida?
Por la entrada. Por el mismo lugar por el que se entró, se
sale. Es un país con una sola puerta.
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