![]() |
Por Esteban Peicovich |
En San Petersburgo, a un
kilómetro del cuarto donde Dostoievsky escribió Crimen y Castigo,
unos inflados personajes acaban de celebrar (sic) lo que suponen la cumbre
mundial del G20. Ácida crema que se extrae de jibarizar 200 países en 8
industrializados y 11 emergentes y los demás que se arreglen como puedan.
Cumbre que trata puntuales asuntos globales que controla el binario, atómico y
todavía más exclusivo G2. Estos cónclaves deciden sobre vidas y muertes
colectivas para que la historia “mundial” sólo sea, por turnos, de un imperio o
de dos en pugna franca o bajo cuerda. Para que así suceda, sus muy creativos CEOs se
ocupan de agitar los asuntos que impulsen la reunión.
Basta que un “grande”
registre una amenaza a su estrategia, para que una veintena de líderes a cuerda
alisten jets presidenciales y caigan prestos en la ciudad que acuerdan Protocolo
y Mandamás.
(Aclaro que la aridez
del tema y su reiteración por décadas me llevan a contarlo como lo hago. A esta
altura de mi carrera, me resulta obsceno abordarlo en el grave estilo formal,
cuasi top secret. aplicado sobre todo a temas como éste).
Salvo excepción (y pese
a que estos líderes de relleno suelen abordar/acatar como sinónimos lo bélico y
lo cívico) la prensa internacional no enumera ni recae en los intereses que
sostienen su complicidad. Así, estos Magnos Muñecos Teledirigidos acaban por
prestar conformidad a crímenes y guerras con que los imperios aseguran su
permanencia. Algunos de estos 20 arriban al poder en su país con ideas y
discursos contrarios a los que apoyan en sus servicios al G20. No les importa.
Cada vez que una crisis de la cúpula mundial los reclama, parten raudos con
camarilla asesora experta en disimular su ignorancia sobre los problemas de los
200 pueblos que Naciones Unidas reconoce como tales.
La mayoría de las
delegaciones vive el viaje entre el placer y la simulación. Tienen claro que
sea hacia donde se dispare la flecha de la historia, sólo les está permitido
aprobar la dirección tomada e ir al blanco con ella. Y, conforme la zona del
mundo que les toque, apoyar al Jefe Imperial de Turno.
También acuden Magnas
Muñecas a estas cumbres. Tal el caso de Rousseff, la cautelosa; Merkel, la
hormiguita y Fernández, la irrefrenable. Y así como de adolescentes las invadía
el pudor por el Adonis a conocer un sábado noche, aquí, ya sólidas adultas,
direccionan su ansiedad a tropezar “por azar” con el Mandamás que les destrabe
algún un incordio grosso. Algo disueltas en el grupo de colegas varones
abducidos (último vocablo de moda), ellas también cumplen aquí con la cuota de
género que exige la época en Occidente (lo cual puede ser lo único a valorar).
Ser un “veinte” con copa
de Krystall en mano en un palacio zarista no es igual que hablar en Ferro con
Moreno haciendo el gesto de degollina en el palco. Aquí hay que estar
en la Historia (aunque sea de forma teatral, como en realidad es) para que el
mundo se lo crea. “Sin ceremonia no hay recuerdo” dice una vieja ley y
tanto ellas como ellos se esmeran por cumplirlo. Ni caer en menoscabo por tan
menguadísima representatividad: básicos 20 entre 7.000 millones de terrestres y
asumirse bípedos simbólicos que sólo eso son. Silenciar el yo personal
mientras, del modo más “natural”, uno de los 20 exclama que, de fallar las
tratativas (de los G2 y sus G18), “podría derrumbarse el escenario e
incendiarse el mundo entero”.
Al borde de tamaña
santabárbara lo pasaron los 20 en San Petersburgo. Dos Capos empatados y 18 en
Babia. Tres días dedicados a orejearse en los pasillos de un palacio, a odiarse
a cara descubierta, a flirtear por altísimas finanzas y a cuidar no se corra el
maquillaje de póker de sus caras. Teatro del absurdo si pensamos que, dado el
sofisticado nivel de espionaje 2013, saben mucho más del enemigo geopolítico
que de sí mismos.
En este marco, o son
imbéciles o se hacen. No es casual que el Gran Tero Olímpico anduviese
pegando gritos en el coño sur del mundo en iguales horas en que ellos, junto al
Ártico, discutían el destino de la yema y de la clara. De lo más candente
(acogotar a la gallina) ofreció ocuparse el premio Nobel de la Paz de 2010. No
habría de costarle, porque practicar lo viene haciendo desde que cazó a Obama
una mañana como si nada. Lo aprendió al desayunar con asesores militares y
señalar con la punta del croissant uno de los tres sospechados edificios
afganos sobre el que habrá de caer el punitivo cohete “drone” de cada día.
Mecánicoacto higiénico dictado por Su Agenda de la Casa Blanca,
según opciones propuestas por un trío de sus halcones y que bien podría
reprisar con el vandálico oftalmólogo sirio Al-Assad.
Pero esta vez lo tiene
más liado. Nada menos que dar por iniciada la cuenta regresiva de un acto de
guerra “a lo que salga”. Solo, y acosado por los fantasmas de Macbeth y Alfred
Nobel, se miró al espejo y reculó hasta el Congreso. Allí quedó en espera hasta
que en un par de mensajes de texto su socio G2 le echó una mano y salvó la
ropa.
La mano viene fuerte. En
esta casamata, USA, Francia, Israel. En esta otra, Rusia, Irán, Siria. Con
peligro de que se borren las fronteras y se queme el planisferio. Tal mi visión
tras reflexionarlo con Ecclesiastés, colega insuperable. Para una mirada más
docta y con detalle “al uso”, recomiendo lo escrito por Carlos Gabetta el
sábado 7 en el Diario Perfil. Con volanta de preaviso, “Siria y el
capitalismo arcaico”, y un título con diagnóstico, “El fracaso de
Occidente”.
Lo que pasó en estos
días de San Petersburgo es lo que viene ocurriendo desde Tutankamón. Así como
en nuestro país siempre estamos “como cuando vinimos de España”, en el mundo
somos como nos vomitó un mal día la Edad Media. Con pánico obligado, sueños
vanos, jadeos y desesperos.
Menos mal que aún nos
quedan, piadosas, la imaginación y la noche. “La maternal noche. La que
le saca el mundo al mundo”, según Pessoa.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario