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Por James Neilson (*) |
Cuando, hace ya más de seis años, Néstor K nos informó que
le sucedería en la Casa Rosada la pingüina Cristina, muchos dieron por
descontado que la señora así designada aprovecharía la oportunidad para poner
fin a las andanzas de Guillermo Moreno, un personaje que, se suponía, le
resultaba antipático por motivos estéticos, ideológicos y, desde luego,
administrativos.
Tales esperanzas duraron muy poco. Para sorpresa de los
impresionados por los modales civilizados de Cristina, parece que le encantaba,
y que le seguiría encantando, el estilo procaz y prepotente del ferretero, un
hombre que una y otra vez se ha mostrado capaz de hacer temblar de miedo a los
supuestamente aguerridos capitanes de la industria del país.
También le habrá gustado la heterodoxia delirante del
hiperactivo secretario de Comercio Interior. Como los convencidos de que la
mejor forma de hacer funcionar una heladera rota consiste en asestarle una
buena patada, Moreno cree que casi todos los problemas económicos se deben a la
resistencia de las variables más importantes a obedecerle y que por lo tanto
hay que enseñarles a actuar como es debido.
Se trata de una teoría que, es innecesario decirlo,
entusiasma mucho a Cristina; al fin y al cabo, el relato que se imagina protagonizando
se basa en la idea de que, en última instancia, lo único que realmente importa
es su propia voluntad. Si los hechos se niegan a acatar sus órdenes, será sólo
porque los manipulan sujetos execrables que merecen ser aplastados.
Así, pues, Cristina, acompañada por un perro de ataque
fidelísimo que a juicio de buena parte del electorado es el principal
responsable de los muchos males económicos que tantos estragos están provocando
en los distritos más destartalados del conurbano bonaerense y en el interior
del país, se las ha arreglado para aislarse de los sectores mayoritarios.
Lo mismo que en 2007, puede oírse un coro de voces que
asegura que separarse de Moreno la ayudaría a retomar contacto con la gente, lo
que, con suerte, le ahorraría una debacle electoral en octubre aún más penosa
que la que sufrió en agosto.
Tal vez exageren. Aunque en ocasiones, el propio Moreno da a
entender que comparte la opinión de quienes lo acusan de ser el piantavotos
número uno del oficialismo, Cristina no quiere echarlo del Gobierno. Es
comprensible: sabe que hacerlo equivaldría a firmar el certificado de defunción
del “modelo” nacional, popular, inclusive y así por el estilo, ya que, bien que
mal, Moreno es el ministro de Economía de facto y, por desgracia, es uno con un
grado de “fortaleza” más que suficiente como para conformar a cualquiera que
sienta nostalgia por los días en que un “superministro”, alguien como Domingo
Cavallo, hacía sombra al presidente que lo había nombrado.
De acuerdo común, Moreno no es corrupto –si es verdad, se
trata de una rara avis en el desprejuiciado mundillo kirchnerista–, pero ha
costado al país mucho más dinero que el acumulado durante la década ganada por
todos los funcionarios coimeros, ladrones y sus cómplices de la burguesía nacional.
Si bien siempre ha contado con el aval de sus jefes, Néstor y Cristina,
desempeñó un papel fundamental en la destrucción del INDEC.
También ha ahuyentado a miles de inversores en potencia,
además de aterrorizar a los empresarios nativos, hacer puré de los mercados
financieros, reducir drásticamente la competividad del campo, en especial de la
ganadería, privar al llamado aparato productivo de insumos que le son
imprescindibles e impulsar la inflación al convencer a la señora de que podría
frenarla ensañándose con los comerciantes, suministrándole el pretexto que
quería para no hacer nada. Es gracias a él que millones de argentinos son más
pobres de lo que serían de haberse manejado la economía con un mínimo de
sensatez.
Acaso sería injusto culpar sólo a Moreno por las
consecuencias calamitosas de sus iniciativas geniales –como solía decir el
general, la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer–, pero no cabe
duda de que ha sido mayúsculo su aporte al desaguisado fenomenal que el
gobierno de Cristina dejará a su sucesor.
¿A su sucesor? Pase lo que pasare en las elecciones
legislativas próximas, a Cristina le corresponderá continuar 26 meses más en la
presidencia, más de dos años en que con toda probabilidad la inflación siga
acelerándose, superando una “barrera” tras otra, se estanquen primero para
después caer los ingresos de los trabajadores, suba la tasa de desocupación
que, medida según las normas de los países desarrollados, es mucho más alta que
la oficial, se agraven los problemas energéticos y resulte imposible continuar
repartiendo los subsidios que sirven para amortiguar el impacto, el Banco
Central se vacíe y, para redondear, el país corra el riesgo de precipitarse
nuevamente en default, empujado por maliciosos jueces norteamericanos que no quieren
saber nada del exótico relato kirchnerista y se sienten agraviados por los
esporádicos exabruptos presidenciales.
Si la señora se aferra a la noción de que hay que dar
prioridad a la guerra santa contra “el neoliberalismo” y sus presuntos adherentes,
el país no tardaría en compartir el destino ingrato de Venezuela, donde un
presidente atolondrado, prisionero del relato chavista, parece resuelto a
depauperar a todos, pero si opta por intentar manejar la economía con cierto
realismo, lo que no le sería nada fácil porque escasean los pesos pesados que
estarían dispuestos a vincularse con ella, tendría que aplicar una serie de
ajustes angustiantes, ya que en el país no hallará el dinero que necesitaría
para mantener llena la caja que hasta ahora le ha permitido gobernar sin
demasiados sobresaltos.
Como es notorio, Cristina se opone por principio a los
ajustes, pero la repugnancia que le producen no le ha impedido hacer lo posible
para que algunos muy dolorosos sean inevitables.
A menos que la historia se rebobine milagrosamente,
devolviéndole al Frente para la Victoria de Cristina los aproximadamente cuatro
millones de votos que, con la colaboración vigorosa de Moreno, la muchachada de
La Cámpora y los viperinos ultra-K, despilfarró en los meses que siguieron a
aquel triunfo apoteósico de 2011, el país ya ha entrado en una etapa peligrosa
en la que un gobierno muy débil, pero así y todo acostumbrado a hablar y actuar
como si fuera fortísimo, se ve frente a una multitud de problemas que no le
será dado solucionar o atenuar con medidas populares.
Por el contrario, virtualmente todas las alternativas
disponibles son tan feas que hasta mencionarlas motiva la indignación de los
teóricos del progresismo autóctono.
Lo entienden los muchos políticos, tanto oficialistas como
opositores, que se afirman decididos a ayudar a Cristina a terminar bien su
mandato constitucional, en parte porque quieren que un gobierno populista se
vea obligado a reparar los daños que ha provocado, pero también porque temen
heredar una bomba que esté a punto de estallar. ¿Y si Cristina no se deja
ayudar? En tal caso, nos aguardan algunas jornadas muy interesantes.
Acostumbrada a reinar pero reacia a gobernar, la Presidenta
a menudo parece haber olvidado que la Argentina es una democracia en que es
perfectamente normal y, claro está, lícito, discrepar con el Poder Ejecutivo de
turno. Toma cualquier crítica por una vil maniobra “destituyente”, o sea,
golpista. En todos lados ve conspiraciones urdidas por los siniestros medios
concentrados, distintas corporaciones como la judicial, y una horda de
oligarcas rencorosos.
Cree que, en las circunstancias pesadillescas en que se
encuentra, sería suicida colaborar con quienes no comparten todas sus opiniones
porque hacerlo sería ceder ante el mal y confesar que “el proyecto” libertador
que encabeza ha fracasado de manera ignominiosa. Mientras Cristina contó con el
respaldo de una mayoría sustancial, tal actitud causaba temor. Desde que se
hizo evidente que apenas la cuarta parte del electorado sigue siéndole leal,
parece un tanto ridícula.
Cristina y sus soldados se equivocaron de época, cuando no
de país. Hay que suponer que realmente creen que en la Argentina de 2013, como
la de 1973, abundan golpistas que fantasean con instalar un régimen militar
feroz y que los enemigos del pueblo están movilizándose para reeditar las
hazañas sanguinarias de los prohombres del Proceso, y que por lo tanto los
iluminados kirchneristas tienen pleno derecho a emplear métodos nada
democráticos para frustrarlos.
Asimismo, a su juicio la economía es escenario de una gran
batalla cultural entre los partidarios de dos ideologías radicalmente
distintas, entre los buenos que reivindican el país del Indec y los malos que
se solidarizan con el de los odiosos “ortodoxos”, razón por la que les
preocupan menos los resultados concretos de sus esfuerzos que el significado
filosófico, por decirlo así, de su forma de administrarla.
A pesar de todo lo ocurrido, insisten en tratar de clavar la
economía al lecho de Procusto del “relato”, tarea esta que ha mantenido bien
ocupado al bueno de Moreno, el funcionario que, más que ningún otro, más aun
que Néstor y Cristina, ha creado el engendro torpe, a su manera parecido a
aquel de Frankenstein, con el cual tendremos que convivir hasta que la realidad
brutal por fin logre sepultarlo.
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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