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Por Alfredo Leuco |
Si las elecciones presidenciales fueran el próximo domingo,
los tres candidatos con mayores posibilidades de ganar serían Daniel Scioli,
Sergio Massa y Mauricio Macri. Ese es el dato de mayor provocación intelectual
que aportó la última encuesta de Enrique Zuleta Puceiro. Es la confirmación de
la derrota cultural del cristinismo. Esos tres dirigentes de matriz similar,
casi la contracara del concepto dogmático de “progresismo”, fueron paridos por
la “ideologitis” de Cristina, es decir por la inflamación de su ideología.
Ella y sus intelectuales son los responsables de que el
péndulo de las preferencias haya iniciado su periplo hacia el otro lado. Es que a toda acción corresponde una reacción
en igual magnitud y dirección pero de sentido opuesto. Es la ley de la dinámica
de Isaac Newton que el materialismo dialéctico supo frecuentar.
Cuando Cristina abandone el poder en 2015 habrá destruido
muchas cosas. Las más graves, desde el punto de vista simbólico, son la
convivencia pacífica y el concepto de “progresismo”. El resto es economía, se
puede arreglar con racionalidad, soja y profesionalismo. La plata va y viene,
pero lo importante es la salud democrática y republicana. El gran desafío para
el que venga será suturar las heridas para rehabilitar la cohesión social y
extirpar el odio que transformó en enemigo a todo el que piensa distinto. Pero
así como Carlos Menem invalidó por su mala praxis corrupta el término
“liberalismo”, Cristina dejará herido de muerte el contenido de la palabra
“progresismo”, también por su mala praxis corrupta. En este último caso hay que
hacer un agregado generacional que se repite como comedia y, ojalá, no como
tragedia.
En los 70, una minoría intensa utilizó la lucha armada y el
tiro en la nuca como instrumento político (definición de Joan Manuel Serrat
sobre la ETA) y se autotituló “vanguardia revolucionaria”. Con una asombrosa
mezcla de coraje, ingenuidad e irresponsabilidad, finalmente, guió a parte de
esa generación a la muerte y no a la victoria socialista. Fue tan blindado el
microcosmos en el que desarrollaron sus acciones, que se convirtieron en una
patrulla perdida lejos de las demandas del pueblo y de su nivel de conciencia,
como se decía entonces. La guerrilla hablaba en nombre de un pueblo que no la
escuchaba.
Sin embargo, la permanente extorsión ideológica sobreactuada
a la que hoy someten al ciudadano común es patética. Es de un sectarismo
recargado pero, por suerte, menos peligroso porque se hace sin armas en la
mano.
Pero esa “ideologitis” que te obliga todo el tiempo a fijar
posición sobre todo es la misma. Ese falso relato que se quiere imponer a los
amigos para estigmatizar a los enemigos hoy es ridículo. Por eso surgen nuevos
liderazgos más descafeinados que apuestan al discurso de “la gestión para
resolver los problemas de la gente” en lugar de “el combate contra las
corporaciones oligárquicas”. Hasta Cristina tuvo que recurrir a un candidato no
beligerante y apto para la clase media ligth como Martín Insaurralde para
subirse a ese viento de cola. La fría caja registradora de votos manejada por
Cristina le robó una foto al Papa y no a Evo Morales o a Fidel Castro. Más
claro: Carlos Kunkel o Diana Conti fueron sepultados debajo de la sábana del Frente
para la Victoria. Pero resucitaron a Scioli. Por eso quien más posibilidades
tiene de derrotarlos es Sergio Massa.
De esta manera, una porción importante de la sociedad
independiente denuncia su hartazgo frente a esa obsesión cristinista de teñir
todo de falsa batalla épica. Todo es liberación o dependencia. Que a esta
altura le pongan al torneo de fútbol Nietos Recuperados y a la copa Miguel Sánchez, tiene una doble lectura. Por
un lado, el ejercicio de la memoria sobre el horror del genocidio nunca será
suficiente. Pero la repetición serial de más de lo mismo como dogma y fanatismo
provoca cierto vaciamiento de los contenidos y el reclamo desde la izquierda
para combatir otras impunidades más cercanas en el tiempo que son
responsabilidad del actual gobierno. ¿Se imaginan un campeonato de fútbol
llamado Tragedia de Once? ¿O un trofeo con el nombre de Julio López o Juana
Gómez, la chiquita qom de 15 años violada y asesinada en Chaco?
Ese repliegue del kirchnerismo sobre sí mismo, igual que en
los 70, lo aísla de las grandes mayorías y lo deja atado a los más
verticalistas. Su intolerancia ya no es contra viejos enemigos oligárquicos
como La Nación o nuevos enemigos monopólicos como Clarín. Ahora van contra los
propios, atacan a los que integran “el campo popular y progresista”, que
empieza a astillarse. Jamás nadie podría acusar al director de teatro Carlos
Rivas de golpista o simpatizante de la derecha. Todo lo contrario. Sin embargo
fue atacado como si fuera un criminal de lesa humanidad sólo porque se atrevió
a poner en palabras lo que piensan muchos argentinos democráticos,
republicanos, progresistas, honestos y defensores de todos los derechos
humanos.
En las discusiones en el trabajo, con amigos o la familia,
los niveles de ceguera verticalista son peligrosos. El veneno que los Kirchner
diseminaron sobre las venas abiertas de Argentina logra que hasta los hechos
más cotidianos sean considerados de vida o muerte. ¿Te gustó Metegol?, te
preguntan desafiantes. Si decís que sí, te convertís en un antikirchnerista
sólo porque Juan José Campanella no permitió que lo domestiquen. La única
salvación del escrache es si decís que la voz del Negro Fontova hace un mejor
trabajo que la de Fabián Gianola. Y cuidadito con caracterizar de genio a
Charly García. Serás fusilado por el paraperiodismo estatal y acusado de
macrista. Sólo el asco de Fito por los porteños es nacional y popular. Son
discusiones de secta endogámica, “fecundación entre individuos de la misma
especie”, como dice el diccionario. Por suerte, la inmensa mayoría de los
argentinos no participa de este infantilismo de asamblea universitaria.
El laburante que viaja mal en los trenes de mierda y que
gana poco y no le alcanza y que tiene miedo por su vida y la de sus hijos
quiere que se dejen de hinchar las pelotas con tanta sanata presuntamente
progre y trabajen en serio para construir un país más justo y más libre. En
1764, Cesare Beccaria, un luchador por la emancipación y contra el despotismo,
abogó por “la máxima felicidad para el mayor número de personas posible”. Algo
así es la democracia realmente popular.
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