Por Alfredo Leuco |
El jefe de la Iglesia de 1.200 millones de fieles predica con el ejemplo, no tiene doble discurso, hace un dogma del despojo de todo lo material, dice que se puede perdonar a pecadores pero no a corruptos, les habla incluso a los ateos y jamás pierde de vista a los más débiles, a los cabecitas negras del mundo, como los que “sobremueren” en el mar huyendo de la isla de Lampedusa o las mujeres pobres esclavizadas por la trata en la Argentina.
La jefa de Estado de 40 millones de argentinos encubre a los
más encumbrados ladrikirchneristas, como Ricardo Jaime y Lázaro Báez, que se
enriquecieron en complicidad con Néstor; gobierna sólo con los más fieles, que
son cada vez menos, y divide todo lo que puede para reinar.
Lo que más le preocupa al Papa es que haya cinco centrales
sindicales en el país y, aunque jamás lo confesaría, impulsa la unidad para
después de las elecciones.
En muchos aspectos, Francisco y Cristina son el día y la
noche. Gracias a la invitación de Dilma Rousseff, estarán por segunda vez cara
a cara desde que el cardenal Jorge Bergoglio, enemigo íntimo del kirchnerismo,
se transformó en el Sumo Pontífice celebrado, de la boca para afuera, por los
oficialistas.
La versión más repetida entre los ministros es que fue
necesaria la intervención de Rafael Correa para que Cristina depusiera su
actitud de ira frente a la designación de Bergoglio en el Vaticano. Católico
practicante, el presidente de Ecuador, que después llevó a su madre para que el
Papa la bendijera, le hizo comprender a Cristina que no podía enfrentarse a
semejante liderazgo planetario.
El Papa más venerado por las multitudes y los humildes, el
más revolucionario hacia afuera y hacia adentro de Roma, entre otros milagros
logró revivir el entusiasmo de los jóvenes por una fe que se parece a ellos y a
sus utopías. Eso instaló nuevamente a la Iglesia como un ámbito de acumulación
política. Y aquí se expresa cada vez con mayor contundencia. Hasta la propia
Hebe de Bonafini, que supo maldecir a Bergoglio cuando estaba en la lista negra
del matrimonio Kirchner, ahora le envía abrazos esperanzados aunque cargados de
sus propias expresiones de deseo. Dice Hebe: “En lugar de luchar contra la
pobreza, hay que luchar contra la riqueza”, y ese pensamiento ligado a la lucha
de clases está lejos de una doctrina social de la Iglesia, que, al igual que el
peronismo, apuesta a la conciliación de clases, a la justicia y la cohesión
social, y a la convivencia. Nunca el Papa fomentó el odio y la venganza. De
hecho, hasta recibió con afecto a la presidenta que tanto lo había combatido.
Chicana al margen: combatir la riqueza, según Hebe, ¿pone en la mira a Cristina
y Lázaro?
El Papa eligió olvidar aquella vez que Néstor Kirchner, sin
nombrarlo, casi sacrílego, dijo que el diablo podía lucir sotanas, o que a
partir de 2004 sacaron el tedéum de la Catedral Metropolitana para no escuchar
más sus homilías cargadas de ataques a la corrupción y la soberbia y de
reclamos para que se combatiera con más urgencia y eficiencia la pobreza.
Una legisladora cristinista lo caracterizó de “genocida”. La
propia Estela de Carlotto, antes de que Francisco la recibiera con Juan
Cabandié, lo fustigó como si se tratara de Astiz, y le reclamó declaraciones
públicas de compromiso con las Abuelas que ni el matrimonio Kirchner hizo
durante la dictadura. Pero ese doble discurso es genético en el kirchnerismo.
En su decadencia, como ocurre siempre, se potencian sus peores desvalores.
Chevron y Milani son dos casos de libro. El Gobierno se bajó los pantalones y
entregó a Chevron privilegios sólo justificados por su desesperación por
conseguir dólares. Axel Kicillof festejó el carnaval de inversiones que se
viene. Si esa medida la hubiera tomado cualquier otro dirigente, el cristinismo
neofrepasista lo hubiera calificado de “cipayo vendepatria”.
Se consolida la idea del fundamentalismo K de que todo lo
que ellos hacen es bueno y de izquierda, aunque entreguen el rosquete y la
bandera de la soberanía hidrocarburífera. En el mismo sentido, para deglutir el
sapo Jaime, suelen decir que la lucha contra la corrupción no es algo central
en estos tiempos emancipadores. La más grave claudicación y el mayor retroceso
a tambor batiente y paso redoblado surgen del escándalo del general César
Milani. Un ex preso político, Ramón Olivera, simpatizante del kirchnerismo para
más datos, ratificó ante la Justicia sus denuncias por violación a los derechos
humanos por parte del militar cordobés. No fue una declaración oportunista ni
de circunstancia, porque ya lo había dicho por escrito ante el Nunca más
riojano en 1984. Nadie sabe qué pasó con el soldado Alberto Ledo, y su madre,
con pañuelo blanco en la cabeza, exige que se investigue porque muchos dicen
que su hijo fue el asistente de Milani durante el combate contrainsurgente en
el monte tucumano. El genocida Antonio Domingo Bussi, ante su hijo Ricardo,
elogió el “compromiso” de Milani en esos grupos de tareas. Sin embargo, para
Horacio Verbitsky, que embarcó en esto al CELS, no hay nada que revisar. Por
muchísimo menos, por versiones de que había señalado a unos sacerdotes
jesuitas, Verbitsky desató una guerra santa contra Jorge Bergoglio. La razón es
que Milani pertenece al ejército militante y el sacerdote jesuita era un
enemigo. Otra diferencia clave: Bergoglio fue apoyado por numerosos testimonios
que aseguran que ayudó a muchos perseguidos por la dictadura, entre otros, de
Alicia Oliveira, irreprochable defensora del juicio y castigo a los culpables.
De Milani sólo se sabe que estuvo adentro del monstruo terrorista de Estado en
el que se convirtieron las Fuerzas Armadas en 1976.
Aunque ambos en su juventud se forjaron en la matriz del
peronismo, todas las recientes definiciones y acciones del papa Francisco lo
fueron elevando en la consideración de la humanidad. En cambio, Cristina fue
descendiendo en su imagen debido a decisiones equivocadas más producto de sus
rencores personales que de la racionalidad. Así en el cielo como en la tierra.
En otras palabras: este país tiene Papa. Falta saber si tiene cura.
0 comments :
Publicar un comentario