Por Roberto García |
La semejanza es obvia. Lo más parecido a la política
electoral debe ser, sin duda, la organización de la temporada teatral de Mar
del Plata o de Carlos Paz. La prioridad entonces pasa por elegir un elenco
atractivo con figuras de abrumador tránsito por la TV, especialmente en la de
la tarde: la Carmen Barbieri o la Moria Casán de turno, producidas y eternas
como la señora. Hasta pueden ejercer el stand up del atril, igual a Pinti. No
importan sus cualidades interpretativas, sí la garantía de su rating. Como los
políticos que valen si los registran las encuestas. Ineludible un cómico,
guarango si es posible, tanto que algunos hasta hacen doblete entre el teatro y
las listas.
Y, por supuesto, se requieren estrellas hot con
protuberancias nunca descubiertas en el subte, sinceras, habitualmente
vulgares, accesibles por medio de billeteras, como ellas mismas confiesan. Eso
sí: chicas que dicen lo que son, al revés de los políticos. O, en todo caso,
tan previsibles que juran no ser peronistas como Macri cuando sólo piensan en
triscar en ese mercado.
Se debe añadir al combo un escándalo, conflictos por la
ubicación en la cartelera, traiciones amorosas, los adulterios de antaño
siempre con voluntarios más jóvenes y una suma de animadores televisivos de la
tarde para comentarlos, ya que carecen de sentido esas intimidades si no salen
a la intemperie de la luz. En el caso de los políticos, los programas son los
de cable. Suficiente. Ni siquiera vale considerar el título de la obra a
estrenar o repetir, nadie se acordará de la pieza, mucho menos si en alguna
ocasión ya vio el mismo espectáculo. A la boletería los consumidores van
cautivados por otra oferta. Y como en los comicios que se vienen en octubre,
casi nadie conoce la obra ni a los autores, tampoco un mínimo libreto para
justificar la salida a escena. Al contrario, como en la política, lo que menos
interesa es lo que se va a decir.
Debe admitirse la imaginación de la productora oficial:
siempre incorpora nuevos instrumentos publicitarios a la temporada teatral. Del
estratégico cambio de fechas ya establecidas a la introducción de las “testimoniales”
en 2009, revolucionarias con Néstor, ahora inútiles y condenadas por Cristina.
Si privara el humor y no el espíritu trascendente y dramático que el Gobierno
le imprime a cualquiera de sus actos, estos recursos ortopédicos alegrarían las
elecciones. Pero era traición a la patria, ostracismo y exilio a gobernadores e
intendentes que desconocieran la orden de las “testimoniales”, luego obsoletas
y ridículas de un día para el otro. Como ahora, para la misma gente, puede
resultar un castigo satánico no pronunciarse a favor de la reforma judicial que
al menos por estas elecciones parece dirigirse a la vía muerta (nunca más
muertas las vías que ahora, lamentablemente) de la inconstitucionalidad. Como
si elegir consejeros judiciales un domingo de urnas significara una mutación
metafísica, como si fuera el cristianismo barriendo con el imperio.
Ni la Corte parece darse cuenta de la importancia que se le
atribuye al invento judicial de Cristina, comparable al dulce de leche, el
colectivo o la birome, el que de un papirotazo borrará angustias como la
inflación (nunca baja), el de-sempleo (cayó l% en el primer trimestre), la
inseguridad, los nuevos delitos (sicariatos, cocinas de droga), caída de
reservas (se precipitaron en mayo) u otras lindezas.
Apena y descorazona, al menos en los seguidores de la dama,
que si fracasa el proyecto judicial para estos comicios, se modifique el rol de
iniciador de agendas y temas, de cambios y costumbres a favor del pueblo, por
el de víctima desguarnecida y perseguida por los poderes concentrados y
destituyentes. Algo así como lo que ocurrió con aquel ministro de Economía que
amenazaba hasta el hartazgo con “voy a renunciar”, y cuando le dijeron que le
aceptaban la dimisión, exclamó enseguida: “Me quieren echar”. El recuerdo es
una observación sobre actitudes que no sólo corresponden al ejercicio teatral
del kirchnerismo –aunque entonces ese ministro y los K eran más que amigos–,
son producto de la poderosa soberbia que envuelve a los argentinos cupulares y
a su entrañable pasión para preservar la escritura personal de la alfombra
roja.
Este 22 se definirán los elencos, si se animará o no alguna
prima donna en el deprimido mercado, si Massita pasará a ser Massa (dicen que
mañana lo anunciaría) y si lo que dicen sobre él los sondeos se materializa en
adhesiones. No es lo único.
Mientras, el reino apretado y preocupante de la vida
cotidiana impuesto por Guillermo Moreno con la venia explícita de la Presidenta
quizás se consagre con el lanzamiento de la prometida tarjeta popular que, se
supone, le bajará costos al usuario en el súper. Otro esfuerzo del secretario
–arrancado en apariencia a la voluntad del Banco Hipotecario, el que, al revés
de Clarín, disfruta la mayoría estatal en su accionariado–, quien, gracias a
las informaciones de un prestamista que alguna vez fue cambista, ha conseguido
darles vacaciones obligadas a los operadores de moneda extranjera, cuyas
cabezas empresarias son controladas todos los días por un señor de apellido
Blanco.
Un ejercicio temporal, satisfactorio para las demandas
inmediatas de Cristina sobre el blue, hoy afectada por otras contingencias (la
candidatura nonata de Randazzo, el accidente ferroviario, la maldición del
Sarmiento, tienen razón los revisionistas). Y a la espera de la vigencia cierta
del blanqueo, de los Cedin verdes que impulsa Moreno, a quien ya abiertamente
buena parte del elenco oficial quiere apartar de la compañía, más que los
propios empresarios privados. Sean disolventes, destituyentes o concentrados.
Para el segundo acto sugieren estos funcionarios cercanos a
Cristina otras alternativas de gestión: de Feletti en Economía a Blejer en el
Central, promoviendo en Comercio al favorito Kicillof, alguien que no acuse de
“chorros” a todos ni que se le ocurra, en un acceso de osadía desconcertante,
pedirles a los chinos que compren camisas fabricadas por la industria local. Casi
un sketch de la nueva temporada.
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