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Por James Neilson (*) |
Dicen que “la corrupción mata”, pero no solo es cuestión del
tendal de muertos en accidentes ferroviarios o inundaciones atribuibles, si
bien indirectamente, a funcionarios habituados a anteponer sus propios
intereses personales al bienestar común. La corrupción también plantea una
amenaza mortal a la democracia. Son tantas las denuncias terriblemente
convincentes de enriquecimiento ilícito que se han formulado contra la
presidenta Cristina Fernández y sus allegados que una derrota electoral no les
supondría nada más alarmante que una oportunidad para descansar de sus labores
por un rato en que prepararse para un nuevo período en el poder, como suele
suceder en democracias “normales”.
A menos que sus eventuales reemplazantes decidieran
amnistiarlos, una opción que, de concretarse, con toda probabilidad compartiría
el destino de aquellos indultos que fueron decretados por el presidente Carlos
Menem, muchos, encabezados por la mismísima Cristina, podrían tener que elegir
entre el exilio en un país dispuesto a darles refugio y la cárcel. Entre otras
cosas, la “década ganada” arrojó un superávit impresionante de denunciados
emblemáticos.
Esta realidad sumamente desagradable ha echado una sombra
maligna sobre la política nacional. La estrategia kirchnerista se ha
subordinado por completo a la necesidad de salvar a Cristina y ciertos
colaboradores de lo que les esperaría si las instituciones democráticas
funcionaran de manera adecuada. Desde el punto de vista de quienes corren
peligro de pasar años entre rejas por lo hecho cuando se creían impunes de por
vida, no les queda más alternativa que la de dinamitar cuanto antes el sistema
judicial, asegurarse la obediencia automática de los legisladores oficialistas
sustituyendo en las listas a los considerados tibios por personajes de
convicciones ideológicas más firmes, hacer callar a los medios críticos
asfixiándolos, y blanquear dinero de procedencia dudosa, o sea, intimidar a la
sociedad para que se resigne a ser gobernada por lo que, a juicio de cada vez
más personas, es una banda de saqueadores impúdicos. Dadas las circunstancias,
es comprensible que el Gobierno haya emprendido una ofensiva frenética contra
la Justicia y la prensa aún independiente; muchos oficialistas tienen motivos
de sobra para sentir miedo.
Además de procurar mantener a raya a una oposición amorfa,
fragmentada y desconcertada, Cristina y sus amigos están tratando de atemorizar
al tercio de la población del país que de un modo u otro depende de la largueza
estatal, advirtiéndole que cualquier cambio lo privaría de sus ingresos magros
que, con el propósito de subrayar lo que está en juego, acaban de aumentar. Si
nos vamos, insinúan, vendrían los satánicos “neoliberales” que, como es su
costumbre, enseguida pondrían en marcha un “ajuste” que dejaría a los ya muy
pobres sin nada.
En un país de cultura tan clientelista como la Argentina, en
que millones dan por descontado que la lealtad para con políticos determinados
es lo único que sería capaz de defenderlos contra los golpes brutales de la
vida, el mensaje así supuesto resulta persuasivo, sobre todo en una etapa, como
la actual, en que el horizonte económico, y por lo tanto laboral, se ve
cubierto de nubarrones ominosos. He aquí la razón por la que, a pesar de todo
lo que ha ocurrido últimamente, Cristina aún ostenta un índice de aprobación de
aproximadamente el 35 por ciento. No es suficiente como para asegurarles a los
kirchneristas otro triunfo electoral aplastante, pero constituye una base que,
manejada con astucia, podría permitirles impedir que sus adversarios más
temibles alcancen el poder necesario para obligarlos a rendir cuentas ante la
Justicia por las fechorías, de dimensiones épicas, que les han sido achacadas.
Aunque a esta altura Cristina y sus incondicionales
entenderán que les sería difícil permanecer en libertad, y ni hablar de
asegurar que sus negocios sigan prosperando, por mucho tiempo en un país en que
se respetaran debidamente las reglas democráticas previstas por la Constitución
imperante, no quieren asumir su condición de autoritarios antidemocráticos.
Para resolver este problema engorroso, los halcones kirchneristas, como sus
compañeros de viaje chavistas en Venezuela, se afirman partidarios de una
democracia distinta, una que, claro está, sería muy superior a la burguesa,
liberal y extranjerizante que nos dieron los oligarcas de otros tiempos.
Hablan de la presunta necesidad de “democratizar” la
Justicia, lo que según parece significaría nombrar como jueces solo a
militantes “populares” de La Cámpora y organizaciones afines. Les gustaría
“mejorar” la Constitución, eliminando aquellas cláusulas que en su opinión son
de origen “burgués”, pero, desgraciadamente para ellos, ya es tarde para que un
referéndum en tal sentido les permitiera depurarla de los elementos que creen reaccionarios.
De estar en lo cierto las encuestas de opinión, no les dan los números para una
operación de tamaña envergadura. Pudieron haberlo intentado hace un año y
medio, pero en aquel entonces el futuro le parecía menos sombrío.
Cristina fantasea con otra década de kirchnerismo que le
ahorraría un sinfín de disgustos. Se niega a reconocer que su “ciclo” ya se ha
acercado a su fin no tanto por las denuncias de corrupción que la afectan
personalmente y la pérdida de apoyo resultante, como por el agotamiento
económico. El sacrosanto “modelo”, esta aspiradora gigantesca que le ha servido
para succionar cantidades fenomenales de dinero del resto de la sociedad para
que terminen en manos de los amigos del poder, ha sido tan exitoso que ya ha
limpiado virtualmente todo el país. Puede que aún queden dólares sueltos en
algún lugar, pero para los kirchneristas encontrarlos no sería nada fácil y, de
todos modos, no bastarían como para financiar todas sus muchas actividades.
Una vez más, el campo está en pie de guerra; la presión
impositiva, propia de un país desarrollado con los servicios públicos
correspondientes, ya es excesiva; el enésimo blanqueo brindará poco; las
reservas del Banco Central se evaporan día tras día. ¿El Gobierno se apoderará
de más empresas? Es posible, pero la toma de YPF, que supuestamente le
aportaría vaya a saber cuántos miles de millones de dólares, le resultó
contraproducente; lo mismo sucedería si tratara de rellenar la caja
apropiándose de otras empresas en nombre de la soberanía nacional y popular. Lo
único que lograría sería espantar a aquellos inversores optimistas que, a
diferencia de los brasileños, aún no han puesto pies en polvorosa.
En principio, la incertidumbre, la sensación de que el país,
piloteado como está por un Gobierno extraordinariamente inepto que parece
decidido a sacrificar la economía nacional en aras de un relato gótico
delirante, ha entrado en una zona turbulenta de la que le costaría salir
indemne, debería perjudicar al Gobierno responsable de equivocarse de rumbo,
pero en política la lógica suele ser lo de menos. Aquí, la reacción instintiva
de mucha gente cuando se siente asustada por la proximidad de una crisis que se
prevé será traumática consiste en aferrarse con más tesón al statu quo
existente, por precario que fuera; de lo contrario, sería inexplicable que el
peronismo se las haya arreglado nuevamente para mantener su hegemonía hasta tal
punto que la alternativa más probable a un gobierno peronista fracasado siga
siendo otro surgido de las entrañas del mismo movimiento.
Conscientes de que el miedo podría ser un aliado importante,
los kirchneristas están adoptando actitudes más combativas. No han ido tan
lejos como los chavistas, cuyo jefe actual, Nicolás Maduro, asesorado por el
fantasma pajaril del difunto comandante Hugo Chávez, quiere que defienda “la
revolución bolivariana” una milicia conformada por “un millón, dos millones de
obreros y obreras uniformados y armados”, pero la voluntad de Cristina de
movilizar a los militantes de “organizaciones juveniles, sociales, políticas y
religiosas” para que luchen contra la ley de la oferta y la demanda, forzando a
los comerciantes a desistir de aumentar el precio de los productos que esperan
vender, es un paso en el mismo sentido.
Lo que se ha propuesto no servirá para frenar la inflación
que, de más está decirlo, se debe a mucho más que la rapacidad de los
minoristas, pero, además de obligar a los supermercados a subsidiar a los
consumidores, podría tener un impacto propagandístico al acostumbrar a la
ciudadanía a la presencia en los centros urbanos de cohortes de sujetos
politizados que juran estar librando una guerra defensiva contra las huestes
del capitalismo salvaje que, como sabe todo progresista solidario, hambrearían
al pueblo argentino si no fuera por el heroísmo de líderes populares de la
talla de Cristina, el presunto jefe de La Cámpora, su hijo Máximo Kirchner, el
piquetero Luis D’Elía y Milagro Sala, la de la Tupac Amaru de Jujuy y
provincias adyacentes. ¿Está por organizarse una milicia oficialista que se
encargue de algo más que frustrar a aquellos almaceneros desalmados que sueñan
con enriquecerse aumentando el precio de un paquete de fideos? Es de esperar
que no, pero puesto que para ciertos miembros del gobierno kirchnerista
abandonar el poder tendría consecuencias nada felices, sorprendería que ningún
militante haya pensado en las ventajas que tal iniciativa les brindaría.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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