lunes, 17 de junio de 2013

La gobernabilidad futura

Por Tomás Abraham (*)
Quienes critican el accionar de este Gobierno están de acuerdo en algunos puntos cruciales. Nos dicen que los problemas son la inseguridad, la inflación y la corrupción. Agregan a estas falencias las pretensiones hegemónicas del kirchnerismo, que no repara en avanzar sobre las otras instituciones que tienen la función de controlar al Ejecutivo.

Se supone entonces que, de llegar al poder, las fuerzas opositoras consolidadas en alianzas, frentes o coaliciones adoptarán medidas para corregir el rumbo que, según lo enuncian, lleva a nuestro país a un callejón sin salida y a una futura crisis.

Para emplear un lenguaje médico, podemos decir que tienen razón en el señalamiento de los síntomas, pero no en el diagnóstico de la enfermedad ni en la confianza que depararía la garantía de la terapia indicada para la supuesta cura.

Partamos de hechos históricos. Los modelos económicos de las últimas décadas tuvieron éxito durante un par de años. Luego comenzaron a hacer ruido y a mostrar desbarajustes en su funcionamiento. Por razones de conservación del poder, grupos de intereses políticos y económicos, en lugar de cambiar de rumbo y modificar las variables para enderezar el camino, prefirieron la fuga hacia delante para no pagar el costo político y la responsabilidad de un ajuste.

Optaron entonces por dejar que la inercia del sistema prosiguiera su curso hasta llegar a un fenómeno de aceleración que terminaba en una estampida previa a la explosión. Una vez desencadenada la crisis, las variables se ajustan solas y la mayoría de la población se empobrece a la vez que una minoría aprovecha el desbande para aumentar su capital.

Para no ser minucioso, basta recordar el Rodrigazo de 1975 luego del éxito del 73/74; la crisis de 1980 con el fin de la Tablita y el fraude bancario luego de la plena ocupación laboral y el ordenamiento del 76/79; la hiperinflación de 1988 a 1991 luego del auspicioso Plan Austral; y el corralito de 2001 después de los logros de la estabilidad y la plata dulce de los primeros años del menemismo. En cada uno de estos casos, una vez que la tela se acortaba, de acuerdo con el modelo de Procusto, sectores de la sociedad cincharon para su lado hasta que se rompió la soga y quebró el sistema. Muchos auguran que vamos por el mismo camino. Pero para que este modo repetitivo y suicidario para resolver los desajustes no vuelva a ocurrir –si es que la amenaza de crisis es posible de evitar en este contexto internacional que todos juzgan favorable por el hecho bruto de que los chanchos chinos comen soja y los chinos comen chancho–, es necesario plantear las dificultades en las que se vería envuelta cualquiera de las fuerzas políticas en caso de gobernar.

Dejando de lado la discusión sobre la inevitabilidad, el aplazamiento o la inexistencia de un momento de quiebre, la gobernabilidad futura es un problema que es necesario plantear en el presente y no en el futuro, cuando los tiempos ya no permitan demorarse en la acción y las demandas sociales se vuelvan extremas.

Ni el espanto ni la tranquilidad en momentos en que existen el peso, el dólar oficial, el dólar blue, el Cedin normal y el Cedin aplicado, pero al menos la preocupación.

Decir que el Gobierno gasta demasiado y mal es una verdad de perogrullo, es decir, obvia a la vez que banal. Todo gobierno gastaría demasiado y mal. Y, además, no es del todo cierto. Desde la década del 80 hasta 2001, los gobiernos que se sucedieron tuvieron un gasto público de alrededor del 20% del PBI, y hoy –pesos más, pesos menos– la cifra es equivalente. Con el agregado de que una parte importante del gasto actual se destina al denominado gasto social, y en otras épocas al pago de los servicios de deuda.

Aunque se pretendiera bajar la inflación explicada por la emisión de billetes necesarios para solventar el gasto público total y mantener los niveles de consumo, sabemos por sentido común que el consumo mantiene a las fábricas funcionando y a los comercios abiertos.

Pero, más allá del sentido común, que puede variar hacia otros paradigmas de producción, con inversiones en infraestructura financiados por la banca internacional luego de imponer condiciones de previsibilidad, rentabilidad y seguridad jurídica –sabiendo que, tecnología mediante, el nivel de empleo que resulta es mucho menor que el de la industria liviana–, un análisis del gasto público de la administración actual refleja un alto nivel de inelasticidad. Es decir, con pocas posibilidades de bajar. El 88% del gasto se destina a lo que se llama “gastos corrientes”, en su mayoría compuestos por salarios, jubilaciones y pensiones.

Por supuesto que habría mucho que filtrar para que el gasto sea eficiente y el nivel de productividad del empleo público superior al actual, claro, a costa de despidos. No sería del todo injusto discriminar entre los pensionistas no contributivos a aquellos que necesitan el aporte estatal por haber trabajado en negro con sueldos bajos de los que retiran dicho ingreso en auto tras haber evadido toda la vida. Y también sería loable que hubiera una selección entre quienes viajan con boletos subsidiados en lugar de beneficiar a lo que se considera una masa informe cuando no lo es.

Si cada centavo que recauda el Estado fuera considerado una joya, indudablemente habría menos para la reina o para la corona, llámese como se llame a la cúspide que gobierne. Sin embargo, los compromisos asumidos por este gobierno en términos de gasto social en asistencia por hijos, cobro de jubilaciones, sueldos estatales y subsidios, por más críticas que se hagan a la ineficiencia y la claridad contable de su gestión, no podrán eliminarse.

El problema de la gobernabilidad en nuestro país depende de la puja distributiva y de la presión y el peso específico en lo político que diversos sectores ejercen sobre el gobierno de turno. Ninguno cede su porción adquirida y va por más al considerar que no tiene todo lo que le corresponde.

Por eso, si no se puede gastar sustancialmente menos hay que recaudar más, en una sociedad en la que los más favorecidos, los “pudientes”, se quejan porque ya no dan para más con la carga tributaria. Creer en un Pacto de la Moncloa, en un consenso generalizado, en un contrato moral, en un consejo económico y social que acuerde medidas de ordenamiento y un plan de crecimiento equitativo que conforme a todos, suponer que se puede restablecer la confianza con un nuevo elenco que presente sus promesas para el período que se inicia, como si partiera del punto cero de la historia, es un sueño, demasiado liviano. Ante el menor ruidito, uno se despierta y vuelve a una realidad no tan suave ni tan dulce.

Todos aquellos que inician su campaña diciendo que con dos o tres medidas la Argentina despega, o que esto se arregla de un modo sencillo porque basta ser serio, etc., pregonan en el desierto. Por más que se asegure que si nos abrimos al mundo por el ancho túnel de la argentinidad ingresarán no sólo burbujas sino reales, yuanes y dólares.

Creer que la corrupción es un flagelo que –una vez echado el flit de la denuncia y de los posibles juicios– desaparece, y que se despeja la desconfianza y se asegura una transparencia que nos salvaría como si nos gobernara el flautista de Hamelin, es algo ingenuo. Así como suponer que el crimen organizado y la delincuencia marginal nada tienen que ver con presupuestos, sueldos de personal, inversiones en logística, es decir, más dinero para seguridad y más empleo y mejor educación, todo un combo que no se logra poniendo cara de malo, y menos anunciando que se está listo para gobernar ya porque se tienen planes al por mayor para ése y todos los problemas nacionales, que están trabajando desde hace tiempo centenares de equipos para solucionar todos y cada uno de los problemas o que hay en centros de estudios, fundaciones, clubes y logias un sinfín de carpetas amontonadas con minuciosos análisis de cada uno de los sectores de la realidad nacional, y que no hace falta esperar más que el disparo de lanzamiento para que se pongan en ejecución paquetes de medidas… O sea, Mandrake presidente, que también tiene una “K”.

Para finalizar: sostener que la gente quiere un cambio y que ese cambio es posible es ganar antes de competir.

Entonces, ¿a qué vienen toda esta mala onda y este fatalismo amargo? Más allá de los guarismos electorales que podrán o no disminuir el caudal de votos oficiales e incrementar el de algún otro candidato, existe la necesidad de plantear las dificultades que se le presentarían a quien se ofrece como una alternativa mejor para un gobierno futuro, con el riesgo de provocar malestar en los triunfadores del mañana, y porque nuestras preocupaciones no deben dirigirse al comportamiento del poder sino al funcionamiento de la sociedad.

No es muy probable que un nuevo personal gubernamental tenga un plan tan genial que convenza a todo el mundo, más si lo proyecta para los próximos veinte años; de acuerdo con esa parábola del largo plazo que a muchos les gusta diseñar para mostrar que son serios, lo que sí es probable es que ese plan se lo impongan desde los mismos sectores de poder de la sociedad. Y que no sea un plan sino un precocido para salir del paso. Como decía Michel Foucault: si un análisis nos desagrada porque nos hace sentir que estamos paralizados, sepamos al menos que no estamos anestesiados.
 

0 comments :

Publicar un comentario