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Por Tomás Abraham (*) |
Quienes critican el accionar de este Gobierno están de
acuerdo en algunos puntos cruciales. Nos dicen que los problemas son la
inseguridad, la inflación y la corrupción. Agregan a estas falencias las
pretensiones hegemónicas del kirchnerismo, que no repara en avanzar sobre las
otras instituciones que tienen la función de controlar al Ejecutivo.
Se supone entonces que, de llegar al poder, las fuerzas
opositoras consolidadas en alianzas, frentes o coaliciones adoptarán medidas
para corregir el rumbo que, según lo enuncian, lleva a nuestro país a un
callejón sin salida y a una futura crisis.
Para emplear un lenguaje médico, podemos decir que tienen
razón en el señalamiento de los síntomas, pero no en el diagnóstico de la
enfermedad ni en la confianza que depararía la garantía de la terapia indicada
para la supuesta cura.
Partamos de hechos históricos. Los modelos económicos de las
últimas décadas tuvieron éxito durante un par de años. Luego comenzaron a hacer
ruido y a mostrar desbarajustes en su funcionamiento. Por razones de
conservación del poder, grupos de intereses políticos y económicos, en lugar de
cambiar de rumbo y modificar las variables para enderezar el camino,
prefirieron la fuga hacia delante para no pagar el costo político y la
responsabilidad de un ajuste.
Optaron entonces por dejar que la inercia del sistema
prosiguiera su curso hasta llegar a un fenómeno de aceleración que terminaba en
una estampida previa a la explosión. Una vez desencadenada la crisis, las
variables se ajustan solas y la mayoría de la población se empobrece a la vez
que una minoría aprovecha el desbande para aumentar su capital.
Para no ser minucioso, basta recordar el Rodrigazo de 1975
luego del éxito del 73/74; la crisis de 1980 con el fin de la Tablita y el
fraude bancario luego de la plena ocupación laboral y el ordenamiento del
76/79; la hiperinflación de 1988 a 1991 luego del auspicioso Plan Austral; y el
corralito de 2001 después de los logros de la estabilidad y la plata dulce de
los primeros años del menemismo. En cada uno de estos casos, una vez que la
tela se acortaba, de acuerdo con el modelo de Procusto, sectores de la sociedad
cincharon para su lado hasta que se rompió la soga y quebró el sistema. Muchos
auguran que vamos por el mismo camino. Pero para que este modo repetitivo y
suicidario para resolver los desajustes no vuelva a ocurrir –si es que la
amenaza de crisis es posible de evitar en este contexto internacional que todos
juzgan favorable por el hecho bruto de que los chanchos chinos comen soja y los
chinos comen chancho–, es necesario plantear las dificultades en las que se
vería envuelta cualquiera de las fuerzas políticas en caso de gobernar.
Dejando de lado la discusión sobre la inevitabilidad, el
aplazamiento o la inexistencia de un momento de quiebre, la gobernabilidad
futura es un problema que es necesario plantear en el presente y no en el
futuro, cuando los tiempos ya no permitan demorarse en la acción y las demandas
sociales se vuelvan extremas.
Ni el espanto ni la tranquilidad en momentos en que existen
el peso, el dólar oficial, el dólar blue, el Cedin normal y el Cedin aplicado,
pero al menos la preocupación.
Decir que el Gobierno gasta demasiado y mal es una verdad de
perogrullo, es decir, obvia a la vez que banal. Todo gobierno gastaría demasiado
y mal. Y, además, no es del todo cierto. Desde la década del 80 hasta 2001, los
gobiernos que se sucedieron tuvieron un gasto público de alrededor del 20% del
PBI, y hoy –pesos más, pesos menos– la cifra es equivalente. Con el agregado de
que una parte importante del gasto actual se destina al denominado gasto
social, y en otras épocas al pago de los servicios de deuda.
Aunque se pretendiera bajar la inflación explicada por la
emisión de billetes necesarios para solventar el gasto público total y mantener
los niveles de consumo, sabemos por sentido común que el consumo mantiene a las
fábricas funcionando y a los comercios abiertos.
Pero, más allá del sentido común, que puede variar hacia
otros paradigmas de producción, con inversiones en infraestructura financiados
por la banca internacional luego de imponer condiciones de previsibilidad,
rentabilidad y seguridad jurídica –sabiendo que, tecnología mediante, el nivel
de empleo que resulta es mucho menor que el de la industria liviana–, un
análisis del gasto público de la administración actual refleja un alto nivel de
inelasticidad. Es decir, con pocas posibilidades de bajar. El 88% del gasto se
destina a lo que se llama “gastos corrientes”, en su mayoría compuestos por
salarios, jubilaciones y pensiones.
Por supuesto que habría mucho que filtrar para que el gasto
sea eficiente y el nivel de productividad del empleo público superior al actual,
claro, a costa de despidos. No sería del todo injusto discriminar entre los
pensionistas no contributivos a aquellos que necesitan el aporte estatal por
haber trabajado en negro con sueldos bajos de los que retiran dicho ingreso en
auto tras haber evadido toda la vida. Y también sería loable que hubiera una
selección entre quienes viajan con boletos subsidiados en lugar de beneficiar a
lo que se considera una masa informe cuando no lo es.
Si cada centavo que recauda el Estado fuera considerado una joya,
indudablemente habría menos para la reina o para la corona, llámese como se
llame a la cúspide que gobierne. Sin embargo, los compromisos asumidos por este
gobierno en términos de gasto social en asistencia por hijos, cobro de
jubilaciones, sueldos estatales y subsidios, por más críticas que se hagan a la
ineficiencia y la claridad contable de su gestión, no podrán eliminarse.
El problema de la gobernabilidad en nuestro país depende de
la puja distributiva y de la presión y el peso específico en lo político que
diversos sectores ejercen sobre el gobierno de turno. Ninguno cede su porción
adquirida y va por más al considerar que no tiene todo lo que le corresponde.
Por eso, si no se puede gastar sustancialmente menos hay que
recaudar más, en una sociedad en la que los más favorecidos, los “pudientes”,
se quejan porque ya no dan para más con la carga tributaria. Creer en un Pacto
de la Moncloa, en un consenso generalizado, en un contrato moral, en un consejo
económico y social que acuerde medidas de ordenamiento y un plan de crecimiento
equitativo que conforme a todos, suponer que se puede restablecer la confianza
con un nuevo elenco que presente sus promesas para el período que se inicia,
como si partiera del punto cero de la historia, es un sueño, demasiado liviano.
Ante el menor ruidito, uno se despierta y vuelve a una realidad no tan suave ni
tan dulce.
Todos aquellos que inician su campaña diciendo que con dos o
tres medidas la Argentina despega, o que esto se arregla de un modo sencillo
porque basta ser serio, etc., pregonan en el desierto. Por más que se asegure
que si nos abrimos al mundo por el ancho túnel de la argentinidad ingresarán no
sólo burbujas sino reales, yuanes y dólares.
Creer que la corrupción es un flagelo que –una vez echado el
flit de la denuncia y de los posibles juicios– desaparece, y que se despeja la
desconfianza y se asegura una transparencia que nos salvaría como si nos
gobernara el flautista de Hamelin, es algo ingenuo. Así como suponer que el
crimen organizado y la delincuencia marginal nada tienen que ver con
presupuestos, sueldos de personal, inversiones en logística, es decir, más
dinero para seguridad y más empleo y mejor educación, todo un combo que no se
logra poniendo cara de malo, y menos anunciando que se está listo para gobernar
ya porque se tienen planes al por mayor para ése y todos los problemas
nacionales, que están trabajando desde hace tiempo centenares de equipos para
solucionar todos y cada uno de los problemas o que hay en centros de estudios,
fundaciones, clubes y logias un sinfín de carpetas amontonadas con minuciosos
análisis de cada uno de los sectores de la realidad nacional, y que no hace
falta esperar más que el disparo de lanzamiento para que se pongan en ejecución
paquetes de medidas… O sea, Mandrake presidente, que también tiene una “K”.
Para finalizar: sostener que la gente quiere un cambio y que
ese cambio es posible es ganar antes de competir.
Entonces, ¿a qué vienen toda esta mala onda y este fatalismo
amargo? Más allá de los guarismos electorales que podrán o no disminuir el
caudal de votos oficiales e incrementar el de algún otro candidato, existe la
necesidad de plantear las dificultades que se le presentarían a quien se ofrece
como una alternativa mejor para un gobierno futuro, con el riesgo de provocar
malestar en los triunfadores del mañana, y porque nuestras preocupaciones no
deben dirigirse al comportamiento del poder sino al funcionamiento de la
sociedad.
No es muy probable que un nuevo personal gubernamental tenga
un plan tan genial que convenza a todo el mundo, más si lo proyecta para los
próximos veinte años; de acuerdo con esa parábola del largo plazo que a muchos
les gusta diseñar para mostrar que son serios, lo que sí es probable es que ese
plan se lo impongan desde los mismos sectores de poder de la sociedad. Y que no
sea un plan sino un precocido para salir del paso. Como decía Michel Foucault:
si un análisis nos desagrada porque nos hace sentir que estamos paralizados,
sepamos al menos que no estamos anestesiados.
(*) Filósofo
www.tomasabraham.com.ar
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