Por Ignacio Fidanza |
Néstor Kirchner solía chicanear a los empresarios asustados
por sus presuntas pulsiones anti capitalistas, con la frase “no escuchen lo que
digo, miren lo que hago”.
Fue un peronista bastante clásico, pragmático y negociador, que en su mandato cuidó el equilibrio de las cuentas públicas como pocos presidentes argentinos.
Fue un peronista bastante clásico, pragmático y negociador, que en su mandato cuidó el equilibrio de las cuentas públicas como pocos presidentes argentinos.
Ese cuidado se perdió, como también se extravió el reflejo negociador, el olfato para subirse a una ola que se insinúa demasiado grande. Lo hizo con Juan Carlos Blumberg, cuando el “ingeniero” convocaba multitudes detrás del reclamo por la inseguridad. Kirchner lo abrazó y le dio apoyo legislativo a sus inconexas y contradictorias normas penales. Prefirió subirse a su tabla de surf, antes que ponerse a explicarle a la ola porqué estaba equivocada.
Sin embargo, tanto él como su mujer, nunca lograron calibrar
adecuadamente el desafío que les planteaba ese cardenal de modales suaves y
homilías encendidas. Ese jesuita demasiado político, que les pulseaba también
en su terreno.
Fue así con la tragedia de Cromañón cuando los Kirchner en
uno de sus más grandes errores históricos, prefirieron sostener contra viento y
marea a Aníbal Ibarra, incluso al costo de asumir como propia la miserable
estrategia de hacer de los padres de los chicos muertos, enemigos políticos.
Bergoglio demostró en ese momento de que madera esta hecho.
Asumió en toda su dimensión el rol de padre espiritual de la Ciudad, ofreció a
esos padres destrozados la contención que no encontraban en un Estado que los
demonizaba. Consoló, pero también desde el púlpito de la Catedral marcó la
desmesura, la corrupción alienada, autista, de un gobierno que era incapaz de
reconocer su parte de la culpa en la peor tragedia de la historia de Buenos
Aires.
Una pelea que libró casi en soledad contra el gobierno
nacional, la administración porteña y los grandes medios que en ese entonces
eran aliados del kirchnerismo y socios de Ibarra. Y como muchas otras batallas
que dio y que continúa dando, esta pelea contenía una faz política, pero detrás
se vislumbraba el drama humano, la tensión moral, la profundidad insondable de
lo que estaba en juego.
Y es esa acaso una de las más grandes virtudes del nuevo
Papa: Su visible aversión por lo frívolo, lo superficial, por la etiqueta
fácil, por esa intelectualidad de consignas gastadas, esa presunción
ideologizante, rápida para tomar posición y perder de vista lo profundo
complejo de los asuntos humanos.
Frente a una clase política que promedia el vuelo bajo,
Bergoglio no hace gala de una intelectualidad que se percibe sólida, sino que
elige el camino más arriesgado de sumergirse en los asuntos más dolorosos de
nuestra época. Y lo hace con palabras sencillas, que no buscan el lucimiento
personal.
El agravio
La austeridad, el mensaje de más alto más humilde, la
sonrisa de buenazo, la solidez de lo que se intuye verdadero, la ausencia de
artificio, es lo que agravia. Agravio que desnuda hasta extremos insoportables,
que expone rencores, envidias, pequeñas miserias mal procesadas. Lo que no se
soporta es lo que se carece, en este caso, sobre todo, grandeza.
Misma miseria que se observa en la “acusación” de que hizo
poco para enfrentar a la Dictadura, que no se inmoló en la Plaza de Mayo o se
entregó a los asesinos. Que no fue un mártir. Notable pedido de quienes si algo
no fueron en ese período, es mártires. Reclamo de un heroísmo que se carece. Es
muy fácil ponerse exigente con la vida de los otros. Humano, demasiado humano.
Cristina Kirchner con todas sus dificultades, fue acaso la
primera en entender que la pelea ya había terminado, por la sencilla razón que
aquel que ella y su marido imaginaron como gran antagonista, había ingresado en
otra dimensión.
Bergoglio es ahora el Papa Francisco, un líder global, uno
de los dos o tres hombres más influyentes del planeta. La pelea –si alguna vez
existió en esos términos- sólo continúa desplegándose en la mente afiebrada de
algunos fanáticos. La pelea terminó. Bergoglio es ahora, el líder espiritual
más gravitante del planeta.
Cristina fue fría, formal, distante, pero también muy
profesional, en asimilar lo que seguramente entendió como una mala noticia. Irá
al Vaticano y se someterá desde lo gestual a la autoridad de ese hombre al que
no ahorró ningún gesto de desprecio. Porque la Presidenta es una política
profesional, que aún a disgusto sabe reconocer una derrota. Pero no nos
engañemos, es esa celebración forzada –que todo el mundo vio-, es mucho lo que
perdió.
El kirchnerismo extravió en su desgraciada pelea con el
nuevo Papa, mucho más que la oportunidad de subirse a uno de los escasos
momentos de felicidad colectiva que experimentó la Argentina en los últimos
años. No supo hacer suyo ese orgullo que recorre las calles, más intenso aún
porque se sabe merecido, alcanzado sin atajos, ni trampas y que nos ubica bajo
una luz por completo distinta, frente al mundo.
Un líder global
Por lo visto en sus primeros días como Papa, Bergoglio
parece destinado a convertirse no sólo en líder de la cristiandad, sino en una
figura ecuménica de enorme popularidad, en un símbolo que acaso logre traspasar
las fronteras del catolicismo con un mensaje demasiado poderoso: La opción por
los pobres.
Pero no la opción declamada, sino aquella que se acompaña ya
no de gestos para las cámaras, sino de la verdad de toda una vida. Y es eso
acaso lo que más duela. El espejo de un hombre que vive lo que declama, el
testimonio de aquel a quien todo lo es dado y lo rechaza con sencillez. Desde
un lugar muy pequeño cada gesto de desprendimiento, de humildad, acaso se viva
como una crítica.
Imaginar que el peso que sume por sus propias acciones al
peso que ya trae implícito el lugar de Papa, sea inocuo para la Argentina. El
Papa Francisco va a influir en el país de maneras todavía imposibles de mesurar
en toda su extensión.
Su vida, sus acciones diarias, resignificadas bajo la luz de
ser el heredero de Pedro, irradian una fuerza que además de dejar en evidencia,
seguramente forzarán cambios con ese peso tan olvidado por la mayoría de los
políticos argentinos, el peso de predicar con el ejemplo.
© LPO
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