domingo, 24 de febrero de 2013

Silencio doloroso

Personajes simbólicos de la lucha contra la impunidad se mantienen llamativamente callados. ¿Por qué?

Por Alfredo Leuco
¿Dónde estuvieron el viernes Estela Carlotto, León Gieco, Martín Sabbatella o el rabino Daniel Goldman? ¿Qué argumento o cuál persona les impidió estar en la Plaza de Mayo luchando, como hicieron siempre, contra la impunidad, reclamando verdad, juicio, castigo y condena para los responsables de la muerte de 51 personas? ¿Qué ocupaciones los retuvieron durante todo un año para no producir algunos modestos gestos solidarios de cariño para los familiares de las víctimas? ¿Es posible que ellos, que edificaron su vida entrelazando esas banderas de los derechos humanos, hayan comprado esa perversa idea de que esos valores, que son universales, hoy tienen camiseta partidaria?

No es mi intención cargar las tintas sobre estas cuatro figuras públicas. Las pongo sólo como ejemplo porque encarnan distintos orígenes. Cada uno es representativo de un tipo de expresión llamada progresista que al final de este proceso deberá rediscutirse para reconstruir el contenido vaciado de las palabras.

¿Quién es hoy progresista: Adolfo Pérez Esquivel y Nora Cortiñas o Hebe Bonafini? ¿El que defiende siempre la vida de todos o el que lo hace sólo de una parcialidad y en algunas ocasiones? ¿Quién expresa la lucha por la libertad de los artistas para decir lo que a cada uno se le antoje: Manuel Callau, Luis Brandoni y Juan José Campanella o Federico Luppi?

¿Quién busca la verdad y denuncia la corrupción del gobierno más poderoso desde 1983: Jorge Lanata u Horacio Verbitsky? ¿Investigar y tener una mirada crítica desde el periodismo sólo es válido cuando el gobierno de turno no nos simpatiza?

Este gobierno profanó algunos emblemas fundantes de nuestra mejor tradición democrática. Y lo han hecho en nombre del progresismo, de la izquierda y pronto, de la revolución bolivariana. Es triste comprobar que treinta años después de haber recuperado la República, todavía tenga vigencia el nefasto lema dictatorial: “El silencio es salud”.

A quienes nombré, sin ningún ensañamiento ni mala intención, repito, no les exijo nada en lo personal. ¿Quién carajo soy yo para reclamarle algo a alguien? Sólo menciono sus casos para poner en debate una de las novedades más nefastas que incorporó el kirchnerismo.

Se puede discutir si se trata de una virtud de estratega o de un defecto de amoralidad. Depende de qué lado de la ideologitis uno se ponga. Pero uno de los misterios más indescifrables de Cristina es cómo hace para obligar a que gente que fue muy valiosa, por acción u omisión, vaya en contra de su propia naturaleza.

Se entiende la manera en que la Presidenta sodomiza a los empresarios, por ejemplo. Muchos (no todos) tienen muertos en el placard. Evaden impuestos en pala, tienen trabajadores en negro, viven de la teta del Estado. Son ferozmente extorsionados y por eso callan con una cobardía inédita. Son carne de extorsión porque tienen cosas que ocultar.

Están claros los mecanismos que utiliza Cristina con gobernadores, intendentes o legisladores nacionales. Primero los obliga a tener perfil bajo, después les corta el chorro de los fondos, y, si con esto no alcanza, les niega la firma para que puedan conseguir un crédito, como ocurre con sus enemigos íntimos: Scioli, Macri y De la Sota. Los diputados y senadores dependen de la bendición de Cristina para renovar su banca y tiemblan ante su dedo pulgar que puede apuntar para arriba o para abajo según el verticalismo que exhiban.

Pero, ¿qué herramientas utiliza para fomentar que Carlotto, Gieco o Sabbatella miren para otro lado y no quieran ni ver el tren criminal en el que gran parte de los muertos eran nacidos y criados en el territorio del ex intendente de Morón? ¿Cómo hace para que el rabino Goldman se haya quedado mudo frente al pacto de Argentina e Irán? Ninguno se ha enriquecido ilícitamente ni creo que tenga algo tenebroso que ocultar. Todos hicieron un camino ético A de C (Antes de Cristina). Todos demostraron coraje en distintos momentos para enfrentar a la dictadura o para denunciar los negocios sucios de Menem. Nadie podría asociar sus apellidos a la impunidad. Y sin embargo, hoy han autodesactivado su propio ADN. ¿Qué les pasó? Los que iban en el tren eran en su mayoría trabajadores humildes y estudiantes. Por el lado del clasismo, no tienen excusas. Al principio, los familiares fueron sumamente respetuosos con Cristina. Me animaría a decir que la mayoría la había votado y algunos lo expresaron. No eran ni son un invento de Magnetto ni parte de la oligarquía destituyente. Una matriz corrupta de funcionarios, empresarios y sindicalistas los asesinó igual que a Mariano Ferreyra. La Presidenta, con su distancia y frialdad, fue construyendo a los familiares no como opositores, pero sí como gente sencilla que se sintió discriminada y maltratada. Por eso Cristina fue abucheada el viernes. Porque puso a los familiares en el freezer y luego los hirió, en lugar de abrazarlos junto a su corazón como hizo, por ejemplo, Dilma Rousseff ante un suceso similar en una discoteca cercana a Porto Alegre. No corresponde hacer psicologismo barato. Está claro, tal como también se vio en Cromañón, que Cristina tiene una dificultad seria para sentir el dolor de los demás. Pero la cuestión es más grave porque obliga a sus seguidores a tener la misma actitud, contradiciendo sus saludables trayectorias.

Podrán argumentar que la oposición política y mediática utiliza el caso de Once o de la AMIA para dañar al Gobierno que ellos defienden y al que consideran el mejor de la historia. Supongamos que sea así. ¿Qué les impidió a León o a Estela aparecer entre los familiares y decir: “Cristina es lo más grande que hay, pero quiero que haya justicia para los muertos de semejante masacre evitable”? ¿Dónde está la sensibilidad humanitaria para no hacer un acto en la estación de Morón? Hasta podrían haber movilizado a su militancia municipal y ponerse a la cabeza del reclamo de sus vecinos. El rabino Goldman fue capaz de criticar a Luis D’Elía cuando viajó a Irán para abrazar a los sospechosos del atentado. Pero ahora el líder de la comunidad Bet-El, que tuvo en Marshall Meyer al Pérez Esquivel de los judíos, no sale a la opinión pública con contundencia.

¿Podrían seguir apoyando a Cristina y marcar al mismo tiempo su disidencia sólo en un par de temas como Once y AMIA? ¿O el “vamos por todo” sovietiza e isabeliza las relaciones y el que no compra todo es expulsado culturalmente del colectivo cristinista? ¿Hay pánico de marchar rumbo a la Siberia de los disidentes? ¿Quién es más progresista: el rebelde o el sumiso? ¿Será ese el miedo que engendra el silencio?

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