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Por Roberto García |
Casi derrama una lágrima. O dos. Loable. Emocionada y
trémula, Cristina de Kirchner se aflojó ante el testimonio fotográfìco y mudo
de ciudadanos de distintas cepas con una misma inquietud en la llegada de la
Fragata a Mar del Plata. Un acto de concordia, pacífico, entre oficiales de la
Armada y dependientes camporistas. Sueño para cualquier mandatario. Y dijo, a
pesar de que han pasado diez años de intolerancias diversas y agresiones
inútiles, que esa foto exhibida como un trofeo no habría sido posible en 1973 o
1983. Sólo ahora, con Ella. Claro.
Olvidó, sin embargo, otras fotos anteriores de aquellas
décadas, también del entusiasta y breve maridaje entre las formaciones
especiales de Montoneros y parte del Ejército, en el medio del fuego de
entonces, la desaparición y la tortura, cuando ambas partes descubrieron que
eran nacionales y populares, occidentales y cristianas, medio peronistas, que
se podían perdonar pecados y vivaquear, matear, comer asado y contarse secretos
sobre la toma de armas para un futuro mejor. De un lado, la cúpula montonera;
del otro, el general Albano Harguindeguy. Los unían entonces la conveniencia
siniestra, un título común (el Operativo Dorrego) y un eventual enemigo: la
guerrilla marxista, más precisamente el ERP. Pero algo ocurrió entre militares
y los “monto” de entonces por usurpación de títulos o pretensiones de poder, y
la fantasía peronista y castrense devino finalmente en escarnio.
Igual fue un gesto de aceptable grandeza el de Cristina,
justo en el mes de Vaccarezza, del sainete, de los actores (Darín, Gianola, el
sutil Gasalla) diciendo lo que no dicen los políticos (sin solidarizarse
siquiera ante preguntas elementales de la gente común), con respuestas
inopinadas del Gobierno amparadas en servicios de inteligencia y una metralla
inédita sobre distintos elementos de la Justicia por la propia incompetencia
para incursionar en las causas.
De la queja por resoluciones obvias e inevitables (la
continuidad de una cautelar, el rechazo del per saltum por parte de la Corte) a
la prometedora afrenta del geriátrico que desea poner en comisión a la misma
Corte que ayudó a construir. Con el agravante de que uno de los miembros, que
vota igual que los otros, Eugenio Zaffaroni, está exento de responsabilidad por
favoritismo expreso, lo cual puede entenderse. Cuesta más, en cambio, aceptar
su silencio ante la agresión a sus colegas de trabajo, como si él fuera
distinto o, en todo caso, estuviese indignado porque guardaron silencio ante
las imputaciones de proxenetismo en los departamentos que alquilaba para
meretrices.
De Vaccarezza al grotesco, otro nivel con Armando Discépolo
de mentor. Como la revolución social de los nombres, cambiar el campo de polo,
desalojar La Rural, modificar el nombre Libertad de la fragata como si la
revolución del peronismo en los 50 hubiera sido cerrar la cancha de golf de
Palermo (arruinarla, en verdad) y no la cantidad de camas que Carrillo agregó a
los hospitales.
Los episodios se sucedieron en tirabuzón, cada vez más
vulgares, desde que los Eusebios de turno (aquel enano de Rozas) se empecinaron
en deshonrar, atacar y execrar al ilustrador Sábat, que cometió la impudicia de
dibujar a Cristina con un ojo en compota. Violencia de género, se dijo,
destierro para el dibujante, borrarlo como los nazis a la “nueva objetividad de
Weimer”, colocarle una estrella en la solapa para discriminarlo en la calle.
Ofensa estética que había olvidado que, 24 horas antes, Cristina había premiado
la notable obra del artista León Ferrari, que dedicó parte de su talento a endilgarle
asesinatos al Papa, la Virgen y a la Iglesia en general. Cuesta entender la
incongruencia. Más cuando, siempre con Sábat como referencia, le reprocharon su
origen uruguayo y que éstos nunca quisieron a los peronistas. Más ignorancia y
perversidad. Es cierto que Uruguay y la Argentina se distanciaron en la Segunda
Guerra, que la República Oriental fue uno de los primeros países en declararle
la guerra a Hitler y que Perón, en cambio, tardó casi un lustro en hacerlo y
cuando Hitler ya se había abocado la pistola en el búnker. No fue menor esa
diferencia, tampoco el albergue a ciudadanos perseguidos por el peronismo de
entonces.
Pero inexplicablemente se quiere olvidar –aparte de la
apoteótica recepción que Montevideo le brindó al General cuando regresó a la
Argentina para morir– que en 1955, ocurrida la Revolución Libertadora, el nuevo
embajador en el Uruguay fue el dirigente socialista más importante del país,
Alfredo Lorenzo Palacios. Entonces, además del protocolo, pidió entrevista con
el jefe del Partido Nacional, Luis Alberto Herrera, para explicarle la
defenestración de Perón y hasta los bombardeos indiscriminados en Plaza de
Mayo. El líder blanco, por entonces quizás el partido más numeroso del Uruguay,
lo recibió totalmente a oscuras en su oficina y, sin ser sordo, ante cada
explicación de Palacios decía que no podía escucharlo, contumazmente. Así,
durante una hora, en silencio y a ciegas, sin atender de Palacios una sola
palabra que hablase contra Perón. Para despedirse al final con una pregunta ante
el desasosegado socialista: “¿Palacios, me dijo? ¿No será pariente de los
Palacios que abandonaron el sitio de Montevideo?”. Cuando, claro, Artigas
pretendía la independencia de España y en la Argentina, de San Martín para
abajo, se les fruncían las nalgas ante esa posibilidad.
Ya no se trata de relatos, falsos o verdaderos. Se trata de
decencia. Y, la verdad, esa certera precisión la escribió en otro contexto un
doblemente agente servicial del oficialismo. Vale también para esta nota.
© Perfil
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