Por Luis Gregorich |
Al mismo tiempo, la oposición ha empezado a superar
prejuicios y a acercarse en busca de objetivos comunes. El ejemplo más
sorprendente de esta nueva actitud ha sido la reunión de Macri y Moyano,
alejada todavía de cualquier compromiso político, pero de todos modos
sugestiva. Por último, un nuevo acto opositor, convocado por las redes sociales
(y en todo el país) para el jueves, promete ser tanto o más masivo que el
último cacerolazo.
Como tónico que lo reconforte de estas dolencias, a su vez
el Gobierno propone otra fecha: el 7 de diciembre. Ese día, según hemos sido
informados hasta el cansancio, debería entrar en plena vigencia, de acuerdo con
la interpretación oficial, la nueva ley de medios audiovisuales.
En realidad no se trata sólo de eso: lo que el Gobierno
pretende es que en esa fecha se inicie el desguace del grupo Clarín, al que ha
elegido como el principal enemigo de una supuesta corporación -y conspiración-
mediática. Una atmósfera ominosa ha rodeado las operaciones y presiones sobre la Justicia , que es la que
debe resolver acerca de qué empieza y qué termina en la fecha mencionada. Y un
espectáculo digno de la quema de brujas medievales se consuma con la
demonización del apellido Magnetto, del que es portador el principal ejecutivo
del grupo periodístico enemigo. Convertido en lugar y símbolo de todos los males,
la opinión pública jamás lo ha visto y desconoce su voz, tan poco escuchada
como la de Máximo Kirchner.
En lo que respecta al 7-D, estamos condenados a sufrir la
catarata de avisos propagandísticos que el Gobierno paga con el dinero de
todos, en especial en las transmisiones futbolísticas de las que no podemos, o
no sabemos, sustraernos. En cambio, el 8-N se ha ido organizando en forma
virtualmente anónima, sin mayores gastos, con la participación protagónica de
las redes sociales y del boca a boca. Aunque compartimos muchas de las
consignas que circulan, el anonimato en la conducción de los actos y la
ausencia de la firma de los partidos políticos opositores nos suscita
sentimientos ambiguos. Nadie ignora los motivos de este eclipse. Pese a la
progresiva caída del oficialismo en las encuestas, las cifras más confiables
indican que ninguna fuerza opositora, ni ningún dirigente en particular, se han
beneficiado con este descenso.
Lo que sí ha aumentado es el número de disconformes sin
camiseta partidaria, sobre todo en las clases medias y medias bajas. Muchos de
ellos engrosarán las marchas del 8-N. Algunos, incluso, han votado a Cristina
Kirchner en 2011. Mientras tanto, la militancia partidaria opositora marchará
también, pero desprovista de sellos identificatorios, como avergonzados de que
sus mandantes no hayan podido, todavía, recuperar la cuota de credibilidad
social y de liderazgo político que debería corresponderles.
El peligro del 8-N residiría, entonces, en proclamar su
apoliticismo y su índole de concentración de "gente común". Todo acto
de esta clase es político y la gente común no existe. Nadie es una persona
"promedio". Algunas experiencias del pasado, como la de los
"qualunquistas" italianos y los
poujadistas franceses, demuestran
que estos movimientos suelen desembocar en el más estrecho conservadurismo. Los
"indignados" españoles, italianos, griegos, en cambio, obedecen a
otra tradición, a otro momento histórico.
También sería un grosero error agraviar, de cualquier forma,
la figura de la Presidenta.
La más dura crítica puede convivir con el respeto a la mujer
en cuanto mujer, y a su dignidad institucional. No importa la profundidad de
nuestra oposición.
En cambio, los actos del 8-N pueden alcanzar un principio de
éxito si apuestan a la pluralidad política y de alguna forma avanzan con la
idea de la unidad opositora, una idea expresada a partir de las consignas y los
carteles, tramitada sin violencia y ofrecida como modelo de convivencia
diferente al oficial, desde el cansancio que producen los enfrentamientos
inútiles.
Habrá que tener la inteligencia y la capacidad de
construcción suficientes como para responder, al final del día, a la pregunta
obvia: "Y ahora, ¿qué?"
Simplemente, prepararse para la incruenta batalla por una
democracia más competitiva, cuyo primer episodio será, quizás, el de la lucha
por la libertad de expresión, y el siguiente, en las elecciones de 2013, la
disputa por la intangibilidad de la Constitución que nos rige.
Y sería bueno no insistir en la división de los argentinos
ni caer en delirios destituyentes o pesadillas confiscatorias.
© La Nación
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